¡Vaya tropa!
A principios del siglo XX no existía en este país ningún periódico mejor situado para las primicias que el ABC. La redacción se hallaba en el Paseo de la Castellana, junto al palacio de don Álvaro de Figueroa, Conde de Romanones, y aquellos reporteros que escribían sus crónicas con visera negra y manguitos, en medio del olor a plomo de las linotipias, eran siempre los primeros en enterarse de los cambios de gobierno. No tenían más que asomarse a la ventana y mirar hacia la terraza del palacio para comprobar si estaban puestas a orear las casacas de don Álvaro para la sesión de investidura.
En aquella época la política se cocinaba en los salones de alta sociedad al amparo de apellidos ilustres. Cuentan las crónicas que siendo el conde de Romanones nada menos que primer ministro de su majestad Alfonso XIII, se dejó tentar por la vanidad de ser nombrado académico de la Lengua, distinción intelectual con la que soñaban en la intimidad todos los grandes de España. Lo malo era que había que trabajarse los votos de los académicos uno a uno, algo que para un presidente del gobierno no dejaba de ser humillante, sobre todo porque los académicos ya entonces eran unos señores muy suyos. Aún así don Álvaro cumplió con el Vía Crucis de ir casa por casa y consiguió arrancarles el compromiso del voto. Pero la Restauración era una época enloquecida donde los gobiernos caían antes de llegar a cumplir su mandato y en medio de aquella vorágine el conde de Romanones pasó a ocupar el banco de la oposición, sin abandonar por ello sus ínfulas intelectuales. Su ingreso en la Real Academia se decidió una tarde mientras él asistía en el Congreso a un debate rutinario, al que no debió prestar mucha atención, pendiente como estaba, con el alma en vilo, de los académicos. Pero antes de que acabara la sesión parlamentaria, se le acercó un ujier con el rostro cariacontecido:
-¿Qué ha pasado?, le preguntó.
-Señor conde, no ha tenido usted ni un solo voto.
Fue entonces cuando el político se atusó los bigotes y acordándose, supongo, de las madres de todos los académicos, pronunció aquello de:
-¡Joder, qué tropa...!
Hace unos meses, Mariano Rajoy, en un alarde de ingenio, sacó a relucir la expresión refiriéndose a sus propios compañeros de partido, enzarzados en la guerra a muerte por el feudo de Madrid que mantienen Esperanza Aguirre y Alberto Ruiz Gallardón. Fue sólo un destello de inteligencia. A partir de aquel momento el líder del PP abandonó los dardos de la ironía fina y se metió en el fango de la España de la caverna con banderas de aguilucho rescatadas de nuestro museo de los horrores y consignas furibundas orquestadas con el himno nacional. Lástima que la lectura de nuestras crónicas parlamentarias no le permita al señor Rajoy ir más allá de la anécdota, para darse cuenta de que con semejante tropa corre el riesgo de acabar baqueteado y sin un solo voto como su admirado conde de Romanones, a quien en un país tan castizo este los académicos de la lengua en lugar de votarle terminaron tocándole los c...
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