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Tribuna:OPINIÓN
Tribuna
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Sombras de la reforma universitaria

Casi nadie discute la conveniencia de facilitar la movilidad de los universitarios españoles mediante la conversión de las actuales diplomaturas y licenciaturas en grados y másteres dotados de planes de estudio homologables a los de los restantes países del llamado Espacio Europeo de Educación Superior. Donde se rompe el consenso es en lo concerniente a la faceta pedagógica de la reforma en curso, que, bajo el lema "adquirir competencias, habilidades y destrezas" (como si contenido y forma fuesen separables), puede interpretarse como una prolongación de la llevada a cabo, en los años noventa, en las enseñanzas no universitarias, reforma que, bajo un lema similar ("aprender a aprender"), postergó la enseñanza profesional hasta los 17 años (con el indeseable efecto de poblar las aulas de los centros públicos con alumnos desmotivados, impunemente filtrados por los concertados), desincentivó el esfuerzo al permitir la promoción casi automática, introdujo materias insustanciales en detrimento de las instrumentales (lengua y matemáticas) y redujo el bachillerato a dos míseros años.

No faltan pruebas objetivas del fracaso de esta última reforma: los informes PISA, las Olimpiadas Internacionales en diversas materias y la proliferación, en todas las universidades, de cursos elementales piadosamente denominados "cero" o "de nivelación". Comparto, pues, el diagnóstico del Panfleto antipedagógico de Ricardo Moreno Castillo (El Lector Universal, 2006), cuya lectura recomiendo vivamente, sobre todo las hilarantes manifestaciones de los ideólogos de la reforma (Capítulo 10). Al igual que la implantación no consensuada de la LOGSE vino precedida por una experimentación ilusoria (con profesorado voluntario, alumnado no conflictivo y una generosa dotación económica), la reforma pedagógica de las universidades carece de consenso (véase el manifiesto Qué educación superior europea, firmado por miles de profesores, no todos ellos neocons) y ha sido experimentada en condiciones igualmente ideales, mostrando que es posible obtener resultados levemente superiores a los actuales, a condición de que los profesores involucrados no sólo preparen e impartan clases teóricas y prácticas, así como tutorías, que es lo que vienen haciendo, sino que elaboren materiales docentes redundantes (audiovisuales y textos accesibles en La Red, no importa que estén plagiados), corrijan numerosos trabajos de curso (usualmente meras descargas, o traducciones, de fuentes secundarias como Wikipedia) y exámenes parciales, reciban cursillos pedagógicos y escriban informes sobre todas estas actividades de dudosa utilidad.

Es importante subrayar que, de no reducirse sustancialmente la carga lectiva, eventualidad no contemplada por su elevado coste, la reforma educativa que se pretende es incompatible con la investigación. Así lo cree, por ejemplo, mi propia universidad, cuyo recién aprobado Plan de Ordenación Integral mantiene la carga lectiva actual (cinco veces superior a la de algunas universidades anglosajonas que constituyen, aparentemente, el modelo a imitar), considera razonable que sus profesores investiguen cuatro ridículas horas semanales y trata de doblegar la previsible resistencia al cambio de quienes creen que investigar es un derecho y un deber del profesor universitario creando complementos económicos sustanciales cuya percepción obliga a pasar por el aro pedagógico, que incluye, además de las tareas docentes antes mencionadas, la obtención de una evaluación favorable por los alumnos (quienes convertirán las encuestas de satisfacción en herramientas de extorsión si nadie lo remedia).

Conjeturo que, con esta reforma, ganarán los malos alumnos (que promocionarán tan ricamente como lo hicieron en secundaria) y los profesores deseosos de estabilizar sus plazas (pues no serán pocas las dejadas vacantes por quienes se jubilarán anticipadamente, tan frustrados como los colegas de secundaria actualmente en desbandada), mientras que perderán los buenos alumnos (que recibirán títulos cada vez más devaluados) y las propias universidades (cuya productividad investigadora caerá en barrena, y con ellas su prestigio). Y, allá para 2025, los ideólogos de la reforma pedagógica en curso justificarán su fracaso con declaraciones del siguiente tenor: "(...) más allá de la responsabilidad de las administraciones educativas

[que no proporcionaron los medios necesarios, y de los imprevisibles cambios sociales], otras razones permiten explicar también los problemas que acompañaron la implantación de la reforma: suponía un cambio demasiado brusco para la mentalidad y las prácticas habituales del profesorado (...) y no se supo llevar a cabo una formación, inicial y permanente, que produjera una transformación real de su quehacer cotidiano". (La LOGSE, 15 años después, Elena Martín, Miguel Soler et al, EL PAÍS, 3-10-2005).

Miguel A. Goberna, es catedrático de Estadística e Investigación Operativa en la Universidad de Alicante.

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