Mestalla y Porxinos: ¿fútbol, o Monopoly?
La actividad urbanística valenciana se está desarrollando de una manera tan lineal y tan grosera que no ofrece ninguna duda. Ya nos han sacado los colores en demasiadas instancias y todos sabemos que sólo quienes andan metidos en el ajo se sienten satisfechos, no por lo que hacen, sino porque estrenan coches de lujo y hacen sonar las joyas en los restaurantes horteras. Estar a favor, o en contra de la destrucción del territorio y de los abusos que sufren nuestras ciudades, depende exclusivamente de lo cerca que uno esté del negocio perpetrado. Ya no se engaña a nadie con proyectos llenos de eufemismos para machacar la huerta, densificar hasta lo insufrible las áreas urbanas o seguir devorando la costa.
Sin embargo, hace algún tiempo estamos asistiendo a un proceso peculiar, un poco más complicado de lo normal debido a la popularidad del promotor y a la devoción que despierta su actividad. Todo nos incita a mirarlo de forma particular porque se trata, nada más y nada menos, que del Valencia: un gran club de fútbol, una sociedad con muchísimo ánimo de lucro, muchísimo, que está pasando una mala racha, muy mala, en todos los sentidos.
El estadio actual, hace poco que lo ampliaron mucho. Desoyendo la lluvia de informes técnicos en contra, les consintieron construir en espacio público una ampliación que funcionó mal. Cuando hay partido, colapsa una parte importante de la ciudad que incluso sin estadio está saturada hace muchos años; y, cuando no hay partido, ofrece su cara más triste y vacía. No gusta a nadie. Además, los jugadores se rompen los ligamentos, los fichajes carísimos decepcionan, las porterías se agrandan cuando chutan los contrarios, se pierden los puntos en la clasificación... En fin, un desastre. Pero es fútbol. Y la afición debe saberlo. Se trata de un deporte extraordinario que despierta grandes pasiones. Pero es un deporte. Un espectáculo del que cada semana se habla durante horas en los medios de comunicación y en todas partes; que divierte y emociona en el mundo entero. Pero es un espectáculo.
Las ciudades ni pueden, ni deben, definirse como espectáculo. Son conjuntos de calles, plazas, parques, jardines y edificios, que precisan mantenerse en equilibrio. Unas partes son públicas, otras privadas, pero el conjunto de la ciudad es patrimonio de todos. Si la ciudad se desequilibra, vivir en ella se hace insoportable. La administración pública está, entre otras cosas, para defender a la ciudad de cualquier iniciativa que ponga en peligro la estabilidad y proteger los intereses públicos, frente a los privados.
En ese sentido, parece razonable que ni los ciudadanos deben negociar con la reventa de localidades de un encuentro, ni el club deportivo tiene que negociar con la reventa de solares, ni de centros comerciales, ni de viviendas, ni de aparcamientos, ni de valles preciosos. Nuestros gobernantes deben obligar a que estas decisiones se traten desde el Urbanismo: disciplina con muchos años de historia, con experiencias de orden, armonía y equilibrio de todos los componentes de la ciudad y del territorio. Las numerosísimas referencias, teorías y proyectos que nos acompañan en el aprendizaje de la urbanística se volatilizan a golpe de convenio cuando se interviene sobre la ciudad sin pensar en lo que es mejor para ella y se consiente el abuso más trivial y dañino, en donde la ciudad es papel moneda, con una absoluta desconsideración hacia el interés público.
El apoyo institucional a esta jugada urbanística se utiliza para tachar de antivalencianista a todo aquél que ose cuestionarla, sin darse cuenta de que la hinchada se está percatando de que lo que se dirime no es una cuestión de orgullo patrio, sino un pelotazo de aquí te espero, y eso no hace ninguna gracia a nadie, ni a los más fieles. Porque no hay que confundir la velocidad con el tocino. El Valencia está persiguiendo la realización de su partida magistral de Monopoly en la que nuestra ciudad y sus alrededores no se han tenido en cuenta ni para disimular. Se demuestra con la variopinta exhibición de proyectos que aparecen en la prensa desde hace tiempo. No hay manera de saber lo que quieren hacer. Los tecnicismos descritos con cifras y palabras disfrazan las intenciones con un desparpajo sin precedentes. Se habla de construir edificios a peso, como si fueran chorizos. De momento, hemos visto pasearse un concurso para la construcción del nuevo estadio mutante, que según los días se disponía paralelo o se giraba con respecto a la avenida de las Cortes para dejar espacio a un alien comercial que aparecía o desaparecía al ritmo de las negociaciones y no de las conveniencias ciudadanas. El último proyecto presentado luce una cáscara estrafalaria superada hace más de cuarenta años por los arquitectos metabolistas que nos pretende vender modernidad y el estadio más lujoso del universo.
Hemos podido ver también varios proyectos de densificación intolerable y mal proyectada del solar del actual Mestalla. Tan pronto vemos cuatro torres chaparras y peligrosamente juntas en un improvisado dibujo con errores de perspectiva, como nueve edificios laminares formando un triángulo indescriptible que emerge de una enorme base. El colegio que tapa las fachadas traseras de los magníficos edificios del arquitecto Miguel Colomina, y un presunto jardín que en realidad es una plancha de césped artificial en memoria al antiguo terreno de juego (según sus autores), ponen la guinda al disparate.
Y si nos referimos al PAI de Mas de Porxinos, ¿Alguien ha visto una sola línea de ese proyecto? No aparece por ninguna parte. Tres horas de navegación por Internet no son suficientes para tener ni la menor idea de su morfología. Eso sí, se barajan con gran destreza las cifras de edificabilidad, los metros cuadrados de techo, el número de viviendas, y muchos euros. Nada más. No tratan de defender la ocupación de 1.659.621 metros cuadrados de un valle extraordinario con un buen proyecto, sino con un dogma de fe, tratando a los aficionados como si fueran portadores de un fundamentalismo perturbador que les hiciera venerar cualquier propuesta del presidente del club.
Es tremendamente desleal negociar con nuestra malherida ciudad y utilizar la fuerza emotiva de la afición para instrumentar semejante gol a los ciudadanos. Es un juego en el que no existe el riesgo. La partida está ganada de antemano. En primer lugar, por ensañarse con un área urbana absolutamente atiborrada de edificios donde está garantizada la demanda de viviendas y aparcamientos: la del actual Mestalla. En segundo lugar, por construir un barrio de 2.800 viviendas a expensas de saturar los servicios públicos de Riba-roja del Turia, y en un paraje natural en el que jamás debería construirse nada. Y, en tercer lugar, por elegir una situación para el nuevo estadio que no ofrece ninguna ventaja para la ciudad con respecto a la antigua, sino todo lo contrario. Además, vulnera lo previsto en el plan y no son pocos los que ya lo han dicho. ¿Habrán cifrado ya los embotellamientos de la avenida de las Cortes? Si lo han hecho, callan. Todo es cuestión de números. Pero claro, sólo de los números que les interesan. Increíble.
Matilde Alonso, Carmen Blasco y Francisco J. Martínez son arquitectos y profesores de Urbanismo en la Universidad Politécnica de Valencia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.