Efectos de la arrogancia
Horas antes de la manifestación que ayer sacó a las calles de Valencia a miles de profesores, padres, estudiantes y ciudadanos, el consejero de Educación, Alejandro Font de Mora, quiso presentarse, desde la sede de su partido, como un gobernante sensato y razonable que nunca ha roto un plato. Ya era tarde. La ocurrencia que ha sostenido el gobierno de Francisco Camps durante meses para escándalo de propios y ajenos ha causado un incendio en el deshilachado tejido de la educación valenciana. Y no será fácil apagarlo. Ni con subterfugios del tipo "qué hay de malo en que nuestros hijos hablen inglés", ni con propuestas de moratoria para una orden que jamás debió firmarse. El esperpento en que los populares valencianos han convertido el intento de imponer que la asignatura de Educación para la Ciudadanía fuera traducida a la lengua inglesa por un profesor de apoyo, ante unos alumnos incapaces de entender nada, ha logrado una merecida fama, precisamente porque no ha sido ni razonable ni sensato.
Parece obvio recordar que sacar las cosas de quicio es la menos recomendable de las tácticas si uno pretende mantener intacta la credibilidad de sus acciones. En el terreno político, además, la exacerbación abrasa más que en ningún otro. La tentación de pensar lo contrario, sin embargo, alimentada por una hegemonía electoral poco contrapesada, ha llevado a Camps a ignorar la prudencia más allá de lo que resultaba tolerable para la dignidad de los usuarios de la enseñanza pública. Ellos, y no otros, los usuarios y trabajadores de la educación pública, han sido las víctimas de este grotesco intento de boicot institucional de una asignatura mal vista por los sectores de opinión conservadores. Un boicot que los ha tomado como rehenes de una batalla partidista contra el Gobierno de Rodríguez Zapatero.
La holgura con que los populares se han instalado en la Generalitat les conduce, de forma alarmante, a pasarse de rosca en cuanto se presenta la menor oportunidad, les lleva a imaginar que la mayoría absoluta justifica el poder absoluto. Su arrogancia los empuja, en nombre de la legitimidad conseguida en la urnas, a convertir en "nadies", que diría Eduardo Galeano, a los ciudadanos concretos con aspiraciones y opiniones que difieren de las suyas. Puede caracterizarse esa deriva, sin duda, de sectarismo. Y el caso es que los dirigentes del PP no han sido elegidos para que impongan su voluntad o su capricho sino para que gestionen y gobiernen con honestidad, haciendo del mal menor la norma suprema de la prudencia, como les recomendaría Maquiavelo. La enorme manifestación de ayer confirma que, por ahora, un gobierno democrático no puede permitirse faltar al respeto a la gente sin que se deriven consecuencias.
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