Chiringuitada
Las terrazas (en realidad, sendas ampliaciones de los locales hechas con materiales desmontables) de los chiringuitos de la Malva-rosa han sido finalmente retiradas por sus propietarios. Finaliza así uno de los espectáculos políticos del año, a cuenta de una cuestión aparentemente menor, pero que simbólicamente ha tenido gran importancia, en la medida en que ha servido a los dos grandes partidos para exhibir sus señas de identidad. El PP, defendiendo a los hosteleros, habría mostrado su preocupación por la generación de riqueza y empleo, mientras la gestión de Costas sería un ejemplo de la mayor sensibilidad ambiental y el alto grado de respeto por nuestras costas y playas de que hace gala el PSOE.
Lamentablemente, la realidad tiene más que ver con la política-espectáculo que con la efectiva defensa de esos valores. Costas, que hace bien en exigir que se cumpla la ley vigente, se equivoca al apelar en este caso a la protección del medio como razón última de sus acciones. Y es que resulta obvio que la mayor o menor extensión de unos restaurantes (porque de eso estamos hablando) situados en un paseo marítimo altamente urbanizado e integrado en la ciudad tiene, en realidad, pocos o nulos efectos ambientales. Se trata de decidir, más bien, qué usos preferimos dar a un entorno que es de todos y de las razones que pueden justificar ciertas restricciones a una utilización masiva del espacio para la hostelería. Pero a nadie se le escapa que el nivel de saturación de restaurantes en la Malva-rosa, que puede gustar más o menos según sensibilidades, no afecta de modo capital a la preservación de la costa. En cambio, de Vinaròs a Pilar de la Horadada tenemos cientos de ejemplos de flagrantes infracciones a la Ley de Costas, de consecuencias mucho más graves, que parecen no generar preocupación alguna. Si de verdad se tratara de defender la legalidad vigente y el medio ambiente lo cierto es que las prioridades debieran ser otras.
Nada de lo dicho, sin embargo, justifica la impresentable defensa, usando como bandera la preservación de empleos y de la actividad económica, de unos chiringuitos que han ocupado ilegalmente un espacio público para hacer negocio privado. No porque esas extensiones de los restaurantes supongan un peligro ambiental, sino porque se han quedado con patrimonio de todos. El dominio público no puede ser ocupado así como así ni es admisible que los hosteleros, a lo largo de los años, hayan aprovechado una situación de privilegio (pues las concesiones de que disfrutaban para ofrecer servicios de restauración constituyen una indudable oportunidad de negocio de la que pocos gozan) para ir ampliando sus locales más allá de lo autorizado, sin pedir el permiso debido, sin control de la Administración, sin pagar canon alguno por los metros adicionales ocupados y, en definitiva, sin entender que no pueden hacer lo que más les convenga a ellos individualmente. No, al menos, mientras su negocio dependa de ocupar un espacio público muy goloso.
Si se trata de generar riqueza y empleo usando un paseo marítimo urbano para negocios de hostelería, hágase como toca. Pero obviemos las actuales terrazas. La defensa a toda costa de esa usurpación nada tiene que ver con estar a favor de la creación de riqueza o la protección de los empleos existentes. Es otra cosa.
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