Del dicho al hecho
Al día siguiente de anunciar Rosa Díez su abandono del PSOE y su incorporación a UPD, oí en la tertulia radiofónica a una vesánica progubernamental que pronosticaba los más irrisorios resultados electorales al nuevo partido y añadía ominosamente: "Entonces ya veremos lo que pasa con esos promotores...". Recordé a Ségolène Royal, que tras ser derrotada comentaba "si hubiera sido Juana de Arco, me hubieran quemado", y me imaginé a Rosa -que es tan intrépida como la Doncella de Orleans- ardiendo en funesta pira por no haber obtenido mayoría absoluta, mientras Carlos Gorriarán y yo mismo intentábamos atravesar las llamas cantando con música de Verdi aquello tan bonito de "¡pobre infeliz, corro a salvarte!". Menudo panorama.
Entiendo que a los ciudadanos les pueda parecer bien, regular o mal nuestra propuesta política, pero, francamente, no me parece lógico que nadie decida castigarnos por hacerla. No oigo más que lamentos por el desinterés reinante -en especial por parte de los jóvenes- en asuntos que a todos nos conciernen y resulta raro que cuando alguien se toma la indudable molestia de implicarse en ellos con mayor o menor acierto se le tiren al cuello. Por lo visto, lo que molesta es que vamos a "quitarle votos" a uno u otro de los grandes partidos. Confieso que no sabía que los votos son propiedad de los partidos: yo creí que eran del votante hasta que los deposita en la urna. Incluso diré que la mayoría de los votantes que conozco han optado a lo largo de los sucesivos comicios por una u otra opción, lo cual me parece revelador de su autonomía personal a la hora de elegir. Pero los grandes partidos se ven a sí mismos como rediles donde encierran borregos de su propiedad y el que ofrece nuevas propuestas políticas es un ladrón de ganado. Confían más en la resignación del electorado que en el atractivo de sus programas: saben que la mayoría de la gente tiene que optar entre un partido que no le gusta y otro al que odia, esperando cada preboste que el suyo sea el que sólo no les gusta. De modo que se indignan si alguien rompe el cómodo maniqueísmo vigente. Es significativo que la pregunta habitual que se nos hace es si vamos a hacer "daño" al PP o al PSOE, nunca si creemos que vamos a ser beneficiosos para los ciudadanos, al ampliar la oferta política..., sobre todo para los muchísimos que nunca han votado o que ya no votan, por insatisfacción o aburrimiento.
Porque UPD no viene al mundo para castigar a ninguna opción política, sino para ayudar a que se gobierne de otro modo. No tenemos el arrogante propósito de echar a nadie del terreno de juego, sino de ayudar a que mejore el fair play de unos y otros, pues todos somos necesarios. Quisiéramos contribuir a fomentar la modestia democrática, según lo expresó muy bien Albert Camus: "Habría que dejar de mirarse el ombligo. Eso les dará a los diputados y a los partidos un poco de esa modestia que distingue a las buenas y verdaderas democracias. El demócrata, al fin y al cabo, es alguien que admite que un adversario puede tener razón, lo deja expresarse y acepta reflexionar sobre sus argumentos". Esto nos diferencia de cuantos reducen el razonamiento político al simple "por lo menos, nosotros no somos ellos". No compartir nunca nada con el adversario ni reconocerle jamás mérito alguno es la más imbecilizadora de todas las fórmulas sectarias. Por tanto, que nos encasillen en la derecha o en la izquierda es la menor de nuestras preocupaciones: en este país, en el que el Gobierno socialista busca para su política económica el aval de los grandes banqueros y la oposición liberal se pasea del brazo con los obispos más integristas, lo de la izquierda y la derecha puede tomárselo uno sin grandes agobios. Padecemos desde hace demasiado a un batallón de inasequibles al ridículo que ante cada traspiés de Zapatero nos recuerdan que en su día los populares lo hicieron igual o peor, como si eso debiera consolarnos. Pero ahora también sufrimos a quienes agotan su ideario en un perpetuo "delenda est ZP". Una de las más sutiles escenas de Macbeth ofrece el diálogo entre el príncipe Malcom, hijo del asesinado Duncan, y Macduff, cuyo niño también ha muerto a manos del tirano: para probar a Macduff, que quiere devolverle el trono usurpado, Malcom confiesa todo tipo de vicios y atroces ambiciones, que Macduff asume como menudencias con tal de que se derroque a Macbeth. La suya es sencillamente la opción del rencor. Pues bien, UPD no debe degradarse a nada semejante y hará bien en no servir de altavoz a los simples rencorosos, largos en bilis y cortos de caletre, así como en no aceptar su consejo.
Nuestro objetivo primordial ha de ser defender la igualdad de los ciudadanos, sin la cual no hay Estado de Derecho que valga. Y ello comporta para empezar determinar constitucionalmente sin equívocos las atribuciones del Estado y las de las autonomías, que son parte subsidiaria de él y no estaditos de la competencia. Lo preocupante no es el nacionalismo de los nacionalistas, salvo porque su peso en el conjunto del país está sobredimensionado gracias a la ley electoral. Ellos defienden aquello en lo que creen y mientras lo hagan pacífica y legalmente no hay nada que objetar, sólo intentar oponerles mejores razones. Pero lo malo es el nacionalismo rampante de los no nacionalistas, la generalización por todo el país de una suerte de pseudo-nacionalismo inducido o regionalitis galopante. Cunde el ejemplo del modelo nacionalista de protesta o reivindicación, visto que sólo parece rentable electoral y económicamente exigir "que no nos quiten lo nuestro" o "que nos lo den todo ya", aunque sea desinteresándose de lo común. Se escucha como algo normal que "Cataluña" o "Andalucía" tributan tanto o cuanto al Estado, cuando en realidad son los ciudadanos los que pagan, no las comunidades ni los territorios. Y se dice por boca no nacionalista que "el País Vasco será lo que quieran los vascos" o "Cataluña lo que quieran los catalanes", afirmaciones netamente nacionalistas, porque la verdad constitucional es que España será lo que quieran los españoles en todas y cada una de sus partes. La autodeterminación efectiva que más importa es la de los ciudadanos españoles en la gestión de su comunidad global y el primer derecho histórico a respetar es el que tenemos todos, hayamos nacido donde hayamos nacido y vivamos donde vivamos, a permanecer unidos e iguales en el Estado español. Desde el punto de vista educativo, ya es hora de acabar con el fetiche beatificado de la diferencia a ultranza y con la maldición que convierte la unidad y la semejanza en imposiciones cuasi-fascistas.
La necesaria igualdad de la ciudadanía democrática (que no es contraria al pluralismo, sino su base) encuentra resistencias ideológicas notables. Lo ha demostrado la absurda polémica en torno a la Educación para la Ciudadanía en la que -más allá de anecdóticos dimes y diretes- se ha comprobado que todavía hay ciudadanos que consideran un abuso inadmisible el establecimiento explícito y razonado de una serie de valores cívicos comunes, que no dependen de la moral de cada cual, sino de la ética de convivencia en la igualdad. En eso consiste precisamente el laicismo y por ello es tan imprescindible en democracia como el sufragio universal. Las creencias (religiosas, filosóficas, etc.) son un derecho de cada uno -siempre que en su nombre no se conculquen las leyes-, pero no un deber de nadie y menos de las instituciones públicas. Y por supuesto debe haber igualdad entre quienes tienen tal o cual fe y quienes no tienen ninguna. Sostiene mi amigo Jon Juaristi que la derecha española no peca de clericalismo y aduce como prueba que Juan Pablo II condenó la invasión de Irak y la derecha la apoyó. Hombre, puestos a ser anticlericales, podían haber elegido mejor ocasión. Pero puede que él tenga razón y yo haya estado distraído durante los últimos lustros. Mejor que mejor, porque así tendremos mayor apoyo al plantear la revisión del Concordato con la Santa Sede y temas afines.
Algunos de los promotores de UPD hemos defendido estas ideas en los medios de comunicación a lo largo de años. Pero hay que ir más allá del debate intelectual y de las opiniones, por bien argumentadas que estén. Hemos visto que con eso no basta y, por tanto, nos decidimos a pasar de los dichos a los hechos parlamentarios. ¿Somos ingenuos? Seguramente sí, al menos en el sentido originario de la palabra: nacemos libres, sin vasallajes ni peajes que pagar. Volviendo a Macbeth, el usurpador pedía a los cielos ultrajados que le permitieran dormir, dormir "a pesar de los truenos". En este país se oye tronar cada vez más, pero nosotros no queremos dormir: al contrario, pretendemos tener a los ciudadanos bien despiertos, vigilantes y combativos.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
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