Una guía sobre el arte de perderse
En un mundo que sobreexplica todo, J. J. Abrams cometió en 'Perdidos' la mayor transgresión imputable a un contador de historias: tratar a sus espectadores como adultos
Desde que se cumplieron diez años del final de Perdidos, hace unas semanas, no paro de tropezarme con textos de homenaje y de recuerdo, pero sobre todo de escozor y resentimiento. Algunas veces, contra la serie y su maldito final. Otras, contra quienes no entienden el final, tachados de brutos con la sensibilidad de una lija. Diez años tal vez basten para borrar el dolor por una muerte o el rencor por la traición de un amigo o el engaño de un amante, pero no son suficientes para perdonar a J. J. Abrams.
Fui de los que madrugaron para ver el final que Cuatro emitió a las tantas para coincidir con la señal estadounidense y hacerle un regate a la piratería. Cuando acabó, apareció un primer plano de Ana García Siñeriz, espejo de las caras de todos los espectadores, que con idéntico gesto aturdido pensábamos: “¿Qué diablos ha sido eso?”. Entonces pensé, con la mayoría, que era una tomadura de pelo. Hoy creo que fue lo que los políticos llaman “un ejercicio de pedagogía”.
En un mundo que sobreexplica todo, que quiere una solución tras cada argumento, una moraleja tras cada historia y un milagro para cada gobierno, J. J. Abrams cometió la mayor transgresión imputable a un contador de historias: tratar a sus espectadores como adultos.
Acaba de publicarse un ensayo magnífico con título paradójico: Una guía sobre el arte de perderse, de Rebecca Solnit. Lo último que necesitamos para perdernos es precisamente una guía, pero Solnit, que sabe mucho de paseos, montañas y bosques, sostiene que hace falta un entrenamiento muy exigente para perderse a conciencia y no sucumbir a la angustia de quien no sabe dónde está. Hace falta porque llevamos mucho tiempo alimentándonos con potitos narrativos predigeridos y hemos perdido la costumbre de pensar y sentir por nuestros propios medios.
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