De acumular deudas a lograr un empleo: “Mientras tenga techo, buena comida y buena salud, una aguanta”
El año pasado, 64.865 personas en riesgo de exclusión participaron en un programa de Cáritas para conseguir trabajo, la mayoría mujeres con bajos estudios
Ser testigos de un atentado casi les cuesta la vida a Alejandra Abadía, su marido y su hijo. Vivían en el Valle del Cauca, una región azotada por la violencia al suroeste de Colombia. Ella era maestra de primaria y su marido, policía. A él le dieron la baja, pero para ella las cosas empeoraron mucho cuando nació su hijo: “Me llamaban al lugar de trabajo diciendo que tenían a mi esposo, que les diera dinero”. Las amenazas, persecuciones y llamadas fueron en aumento. La situación era insostenible y en enero de 2018 decidieron huir de su país y migrar a España. Desde hace dos años viven en Letur,...
Ser testigos de un atentado casi les cuesta la vida a Alejandra Abadía, su marido y su hijo. Vivían en el Valle del Cauca, una región azotada por la violencia al suroeste de Colombia. Ella era maestra de primaria y su marido, policía. A él le dieron la baja, pero para ella las cosas empeoraron mucho cuando nació su hijo: “Me llamaban al lugar de trabajo diciendo que tenían a mi esposo, que les diera dinero”. Las amenazas, persecuciones y llamadas fueron en aumento. La situación era insostenible y en enero de 2018 decidieron huir de su país y migrar a España. Desde hace dos años viven en Letur, un pueblo en la Sierra de Albacete, y ella trabaja como camarera en el restaurante El Búho, una empresa de inserción laboral para personas en riesgo de exclusión del Programa de Empleo y Formación de Cáritas. Abadía, de 35 años y cabello oscuro y rizado, cuenta que el camino no ha sido sencillo y significó un “empezar desde cero”, cobrando sueldos miserables, contando cada euro y mirando mucho lo que gastaban, incluso en comida. Ahora cuenta que, al fin, ha conseguido eso que tanto anhelaba, estabilidad económica y tranquilidad, que hacía muchos años que no tenía.
Al poco tiempo de llegar a España, Alejandra consiguió un empleo como operaria de almacén en una nave. Pero no tener los papeles en regla para trabajar y la llegada de la pandemia hicieron que la despidieran. “A veces las puertas se cierran porque no quieren darte una oportunidad. Si la experiencia no me la das, ¿cómo voy a lograrlo?”, reflexiona. Mientras tanto, pasó por “todos los empleos” que encontraba, desde limpieza de casas, cuidado de ancianos o en lo que podía. “Cuidaba de una señora, me pagaban apenas 400 euros al mes y trabajaba nueve horas al día”. No tenía otra opción: “Uno lo hace porque no tiene de dónde más tirar. Sí o sí tenía que aguantar”, lamenta. Los ingresos que llegaban a casa eran tan justos que se veían obligados a pagar el alquiler por partes. La deuda crecía cada vez más y los otros gastos como la comida los racionaban como podían. Cuando Alejandra supo del programa de Cáritas en Albacete fue a pedir ayuda.
Ella forma parte de las 64.865 personas que Cáritas atendió el año pasado en toda España a través de sus programas de empleo. Una cifra que aumentó un 11,7% más en comparación al 2021. Las causas: un escenario plagado de dificultades como la guerra en Ucrania y la inflación. Los participantes en el programa son en su mayoría mujeres (64%). El 39% tiene más de 45 años; seguido de un 26% que tiene de 36 a 45; un 21% de 26 a 35; un 9% de 21 a 25 y el 5% tiene de 16 a 20 años. El 58% de las personas que reciben la ayuda tiene estudios primarios o hasta la ESO, un 30% el bachillerato y un 12% tiene estudios universitarios, como Alejandra.
“Detrás de este perfil se dan una multitud de situaciones. Muchos tienen problemas de conciliación familiar, trastornos de salud mental, falta de redes, de apoyos emocionales, consumo de drogas o bajos niveles de cualificación”, explica el director de Acción Social, Francisco Lorenzo. “Nos centramos en el empleo porque el camino a la inclusión pasa por el trabajo en condiciones dignas y decentes. Sabemos que en momentos de crisis hay que cubrir necesidades básicas. La gente quiere incorporarse a un mercado laboral donde con su esfuerzo pueda ganarse la vida”, enfatiza Lorenzo.
Alejandra recuerda que cuando fue a Cáritas la asesoraron y presentaron varias opciones de trabajos en empresas de inserción: una de ellas el restaurante El Búho en Letur. “Fui muy honesta y les dije que no sabía nada de hostelería, pero que estaba dispuesta a aprender, que sí podía hacerlo”, recuerda. “Eso es lo que he hecho durante este tiempo, demostrarme a mí misma que puedo empezar y seguir avanzando”, dice confiada. Desde hace casi dos años está contratada como camarera. “Fui directa a la práctica, les preguntaba a mis compañeros, a mi jefe cómo se hacían esto o aquello. Otras veces, en mis ratos libres, me pasaba a la cocina a ayudar y aprender. Me enseñaron todo”. Su vida ya es otra: trabaja ocho horas al día y recibe un salario que le deja respirar aliviada.
Pero no todos los casos son iguales, la duración del Programa de Empleo y Formación puede variar entre uno y tres años. Todo depende de las circunstancias: cada persona tiene su propio “itinerario”, que es su ruta a seguir para salir de la exclusión. Todos deben comenzar por la “acogida laboral”, que consiste en una entrevista para conocer cuál es su nivel de estudios. El siguiente paso es ofrecer a la persona las posibilidades de trabajo que tiene, qué áreas y qué cursos de formación le vendrían bien. Los escalones finales de esta cadena son: la formación, que son los cursos o capacitaciones, y las empresas de inserción, un paso al que acuden las personas que están en mayor riesgo de exclusión. Hay 67 empresas de inserción que colaboran con en este programa, pertenecientes a la fundación El Sembrador, entidad sin ánimo de lucro financiada a su vez por Cáritas. Estas empresas forman a los participantes en sectores que van desde la hostelería, el transporte o el comercio justo. El último eslabón es la intermediación laboral, en el que la ONG ayuda a los participantes a buscar empleo en una empresa.
“[No imaginé] volver a tomar un lápiz jamás”, dice entre risas Francisco Poveda, o como le dicen desde niño El Pantera. Tiene el cabello blanco y dos aretes en sus orejas. La última vez que Francisco asistió a clases fue cuando terminó la primaria. No estudió más, se dedicó prácticamente toda su vida al trabajo en el campo en Hellín (Albacete). Cuenta su historia en medio de los tres invernaderos de Viveros El Sembrador en Hellín, otra de las empresas de inserción laboral. Todo cambió para él cuando con 55 años estuvo 12 meses en paro y no podía pagar el piso donde vivía, ni hacer la compra básica para poder vivir, dependía de la ayuda de familiares. Cuando acudió a Cáritas y le propusieron volver a formarse, no se creía capaz. “Yo cambio el lápiz por la azada”, cuenta que pensó en ese momento.
Francisco solo quería un trabajo, pero tuvo que realizar antes un curso de jardinería. “Le costaba leer y escribir y tuvimos que ir reforzando esas habilidades”, señala Elisa Marín, técnica de acompañamiento en Cáritas Albacete. Ahora Francisco tiene dos ofertas de trabajo gracias a la intermediación laboral del programa. Ya han pasado tres años desde que comenzó a formarse. “Mis hijas están orgullosas por todo el trabajo que he hecho aquí”, celebra Francisco. Rafa Iniesta, técnico de producción del vivero, explica que el 60% de los participantes en el programa encuentran empleo: “Cuando llevan un mes son unas personas distintas, se ríen, hablan”, celebra.
Para otras personas como Azucena Muñoz, de 35 años y madre de dos hijos, el cambio va más allá de haber conseguido un empleo. Recuerda que antes tenía pavor a hablar en público o entablar una conversación. Ahora todo es diferente. Ganó confianza: “Me he abierto, he descubierto cómo soy, realmente valgo y soy capaz”. Ya ha pasado un año y medio desde que comenzó su formación como ayudante de sala y también ha participado en cursos de mejora de competencias digitales. Antes no tenía ningún estudio y la falta de experiencia suponía un problema a la hora de encontrar trabajo.
Ahora, Azucena cuenta emocionada que tiene la certeza de que va a llegar a fin de mes. “Que tus chiquillos te digan, mira mamá, quiero un pantalón y tú les digas aquí está, tómalo... no tiene precio”, expresa sentada en el restaurante El Sembrador, donde trabaja en Albacete. Alejandra Abadía también cuenta que el programa fue el puente que le permitió volver organizar su vida: “Mientras tenga techo, buena comida y buena salud, una aguanta y trata de salir adelante como puede”. Dice que en España es muy difícil que pueda trabajar de maestra, así que ni se plantea de momento homologar su título. Solo quiere tranquilidad para ella y los suyos. Ya más aliviada, cuenta que, entre otras cosas, ha logrado descubrir su gusto por la hostelería, que está dispuesta a enseñar a otros, como cuando era profesora en Colombia: “Ahora estoy haciendo lo mismo que hicieron conmigo, todo lo que aprendí lo enseño al que entra”.