“Ni burundanga ni ketamina, mi sumisión química fue con unos chupitos de más”

El alcohol es la sustancia más empleada en la violencia sexual bajo el efecto de drogas. Los agresores lo utilizan, sobre todo, de forma oportunista: aprovechan el estado de la víctima para abusar de ella

Un botellón en la plaza del Dos de Mayo, en Madrid.

Despertó “sin falda, ni medias ni bragas, pero con el top y el sujetador en su sitio”. ¿Dónde? “No lo sabía”. ¿Quién era quien dormía a su lado? “No lo tenía muy claro, porque estaba de espaldas”. ¿Cómo había llegado hasta allí? “Ni idea”. Ana María, que prefiere no dar su apellido, se levantó en una cama desconocida con un chico que conocía poco y con un dolor de cabeza que todavía hace que le palpiten las sienes cuando lo recuerda. Ha pasado casi una década, aquello ocurrió en su penúltimo año de universidad. Ahora tiene 32 y en los últimos 10 años no ha vuelto a beber rondas de chupitos: “L...

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Despertó “sin falda, ni medias ni bragas, pero con el top y el sujetador en su sitio”. ¿Dónde? “No lo sabía”. ¿Quién era quien dormía a su lado? “No lo tenía muy claro, porque estaba de espaldas”. ¿Cómo había llegado hasta allí? “Ni idea”. Ana María, que prefiere no dar su apellido, se levantó en una cama desconocida con un chico que conocía poco y con un dolor de cabeza que todavía hace que le palpiten las sienes cuando lo recuerda. Ha pasado casi una década, aquello ocurrió en su penúltimo año de universidad. Ahora tiene 32 y en los últimos 10 años no ha vuelto a beber rondas de chupitos: “Lo hacía casi obligada, porque si no parecía una pringada”. ¿Tuvo sexo aquella noche prenavideña? Sí. ¿Lo recuerda? No. ¿Denunció? No. “Ni lo pensé, me sentía mal, pero no lo vi así, ¿qué iba a denunciar? ¿Que me había puesto ciega y no sabía lo que había hecho? Lo único que pensaba era: ‘Joder, qué vergüenza, cómo acabé así, vaya movida”. La palabra consentimiento ni asomó en todas las vueltas que Ana le dio a aquel apagón de horas: “No caí en eso hasta 2017, con todo lo del juicio de La Manada, y un día me di cuenta de lo que había pasado, de por qué me había sentido mal, fue como si me hubiesen enchufado de repente con una linterna en toda la cara”.

De lo que se dio cuenta fue, literalmente, “de la violación”, dice al teléfono. Sin fuerza, ni amenazas, ni intimidación: “Pero claramente ni sentía ni padecía, así que consentir… Si no me acuerdo ni de cómo llegue allí. Hablan de la burundanga y la ketamina, pero ni burundanga ni ketamina ni nada, mi sumisión química, que ahora sé que se llama así, fue con unos chupitos de más y me los bebí yo”. Matiza: “No quiero decir que la culpa fuese mía, ahora sé que no lo fue, sino que nadie me echó nada en la bebida, pero sí se aprovechó de lo que había bebido yo”.

Eso que narra Ana María se denomina sumisión química oportunista. “Vas con dos botellas de vino, cuatro chupitos y yo te ofrezco otro. Cuando ya estás intoxicada y no te puedes defender ni puedes consentir, aprovecho y te agredo sexualmente”, explica Lluïsa Garcia-Esteve, psiquiatra y presidenta de la comisión de violencia intrafamiliar y de género del hospital Clínic de Barcelona. Y esa, según la experta y los datos disponibles, es la más común. La proactiva, la que consiste en drogar directamente a otra persona para abusar de ella, “es difícil de identificar y supone solo una parte de los casos”, añade.

Hace apenas un mes, Begoña Bravo, jefa del Servicio de Química del Instituto Nacional de Toxicología y Ciencias Forenses (INTCF), explicaba en un reportaje en este diario el estudio que acababan de hacer, uno de los mayores hasta la fecha, con una revisión de casi 300 casos sospechosos de sumisión química: solo encontraron burundanga en uno de estos sucesos, el 0,3% del total. El estudio más amplio anterior a ese, con el análisis a unos 150 casos sospechosos entre 2010 y 2013, no encontró burundanga en ninguno de ellos.

El alcohol: la droga más empleada

“La sustancia más utilizada para la sumisión química es el alcohol”, afirma Garcia-Esteve, “porque esto se produce en lugares de ocio y ahí hay consumo de alcohol”. Su hospital, el Clínic, es pionero en España en la recopilación de datos y referentes para la ciudad de Barcelona desde 1998. Recogen cifras sobre violencia sexual desde 2005 y desde hace cuatro años las comunican cada 25 de noviembre ―Día Internacional contra la Violencia de Género—, “con el objetivo de visibilizarlo”.

Cree que cada vez se recoge más y mejor información. En el Clínic esos números han ido creciendo en los últimos años: “De alrededor de 100 al año al principio [víctimas de violencia sexual] a 500 en 2019. Después llegó el confinamiento y la tendencia cambió, pero en lo que nos llega es al alza”. En sumisión química, sin embargo, lo que ven en ese centro se mantiene “estable”: “No aumentan las que atendemos, clasificamos y etiquetamos con indicadores o sospecha de sumisión química. Son alrededor del 25%-28% de las que atendemos y algún año sube hasta el 30%”.

Vas con dos botellas de vino, cuatro chupitos y yo te ofrezco otro. Cuando ya estás intoxicada y no te puedes defender ni puedes consentir, aprovecho y te agredo sexualmente”
Lluïsa Garcia-Esteve, psiquiatra

Como el pasado año, en el que encontraron indicadores de este método en el 30,7% de las agredidas. “Y en el grupo de menores de 25 años, esos indicios llegan al 48,3%”, asegura, aunque detalla que también tiene que ver con que la mitad de las agresiones se dan en esta franja de edad.

Son datos similares a los que la ministra de Justicia, Pilar Llop, expuso el 8-M, cuando presentó los últimos avances en violencia sexual y sumisión química del Instituto Nacional de Toxicología y Ciencias Forenses (INTCF), dependiente de Justicia. De las 3.001 agresiones sexuales constatadas por el INTCF el año pasado, en 994 se practicaron análisis ante la sospecha de que pudieran haberse cometido con la víctima bajo sumisión química y hubo resultado positivo en el 72% de los casos. La estimación del instituto con las cifras de los últimos cinco años, es que “aproximadamente el 33% de las agresiones sexuales pueden ser de este tipo, es decir, una de cada tres”, detalló Llop.

Garcia-Esteve, la psiquiatra del Clínic, cree que el cambio en la percepción de la violencia sexual como una forma de violencia machista, la conciencia social del problema de salud que supone y la recogida más amplia de datos tienen que ver con las cifras facilitadas por el Ministerio del Interior —sobre infracciones penales conocidas de agresiones sexuales con y sin penetración en las que el medio empleado han sido drogas o fármacos—, que reflejan una subida. Fueron 28 en 2015, 33 en 2016, 43 en 2017, 50 en 2018 y 59 en 2019. En 2020, y a pesar de los confinamientos y las restricciones por la pandemia, se produjeron 39. En 2021, según los últimos datos disponibles, que llegan hasta septiembre, registran 49.

La punta del iceberg

Esto es solo lo que se conoce de forma fehaciente. Según profesionales y expertas, es imposible saber cuántas de estas agresiones se producen al año por diversas cuestiones. Primero, porque no todas las víctimas acuden a urgencias: por miedo, por vergüenza, porque no lo tienen claro o porque no lo identifican, como le ocurrió a Ana María. Y después, porque no todas las que acuden a urgencias luego denuncian, por los mismos motivos.

Ella no denunció, pero lo que cuenta, legalmente, está tipificado en el artículo 181 del Código Penal como abuso sexual. Aunque a ella le “da igual lo que diga la ley”, siente que fue “una violación”. Y eso que Ana dice que siente se verá amparado por la llamada ley del solo sí es sí cuando entre en vigor —solo le queda su paso por el Senado, tras haber sido aprobada hace dos semanas en el Congreso—, porque en ella desaparece el delito de abuso sexual y cualquier invasión no consentida al cuerpo de una mujer será tipificada como agresión.

Hasta ahora, la diferencia entre abuso y agresión la da si ha habido violencia o intimidación para cometer el delito. Con la nueva ley, en el centro estará el consentimiento: libre, voluntario y manifestado de forma clara. Un concepto que está en el origen de lo que llevó en 2018 al Gobierno —entonces con Mariano Rajoy como presidente— a comenzar una reforma del Código Penal.

Ocurrió durante el proceso judicial del caso de La Manada y a causa del tsunami social que provocaron las primeras sentencias, que vieron abuso y no violación en las penetraciones anales, bucales y vaginales de cinco hombres a una mujer de 18 años en un cuarto de luces minúsculo en un portal de Pamplona, en 2016. Tres años después, el Tribunal Supremo los condenó por un delito de violación continuada a 15 años de cárcel.

“Los modelos sexuales varían de generación en generación”

Carmen Sánchez Romero, psicóloga clínica especializada en violencia sexual, explica que la percepción de la violencia depende de las épocas: “La generación a la que pertenecemos hace que haya lecturas totalmente distintas de lo que nos ha pasado, porque el daño sexual está muy mediado por las creencias sexuales. Una víctima se mira en la sociedad, en función de la cultura que la rodea, y los modelos sexuales varían de generación en generación”.

Los avances en los derechos de las mujeres, recuerda la especialista, han hecho que esa visión sea mucho “más acorde” a la sociedad en la que vivimos. También esa evolución de los criterios en torno a la violencia sexual ha hecho que la sumisión química se incluya en la nueva ley como agravante en los delitos de violación. El reconocimiento y el amparo legal, añade, “es importante” a nivel psicológico no solo para las víctimas, sino para las mujeres, en general.

Más en un momento en el que los especialistas afirman que se está produciendo un choque de perspectiva. Por un lado, las mujeres, sobre todo las adolescentes y jóvenes, con una conciencia feminista creciente y más temprana que en generaciones anteriores; y por otro, los hombres, y también sobre todo los jóvenes, que se enfrentan a este cambio sin haber hecho el mismo proceso reflexivo que ellas, en especial en torno a la cuestión afectivo-sexual, como explicaba Miguel Lorente hace unos días en este periódico.

Esa colisión, a veces, ni siquiera es voluntaria. Como ocurre con la sumisión química, donde existen quienes no la perciben como un delito. Hace unas semanas, el streamer El Xokas contó esa historia como un truco para ligar que usa uno de sus amigos, un “crack”, un “puto pro” que sale y no bebe alcohol esperando a que sí lo hagan las mujeres, y que lo hagan lo suficiente como para empezar a no enterarse del todo de lo que ocurre a su alrededor. De situaciones como estas deriva el “sola, borracha, quiero llegar a casa” que se grita en las manifestaciones feministas.

Una de las consignas de los carteles del 8-M de 2019 en la manifestación de Madrid.Álvaro garcoa

Según el informe Análisis empírico integrado y estimación cuantitativa de los comportamientos sexuales violentos (no consentidos) en España, encargado por Interior y elaborado con datos de 2018 y 2019 por el Grupo de Estudios Avanzados en Violencia de la Universidad de Barcelona, apenas se conocen un 2% de todos los ataques sexuales que ocurren. Y estiman que en España son 400.000 los que se producen al año.

En los casos más graves, las agresiones, y a diferencia de la leyenda aún latente sobre los encapuchados que asaltan a una mujer en una callejón oscuro, la mayoría son hombres a los que la víctima conoce. La última macroencuesta de violencia contra la mujer, del Ministerio de Igualdad, cifra en el 18,8% las violaciones cometidas por desconocidos. El resto: amigos, vecinos, conocidos o familiares. Y dentro de la pareja también sucede. También mediante sumisión química.


“El colacaíto de la somnolencia”

Marta Asensio, una de las mujeres detrás de Stop Sumisión Química, con una petición abierta en change.org, firmada por casi 190.000 personas hasta ahora, cuenta que fue en su casa, con su pareja, seis veces en siete años, y fue una sumisión proactiva: “Me despertaba sintiéndome fatal, no tenía ropa interior o me encontraba el semen entre las piernas. Me sentía fatal respecto a él, con mi cuerpo, y se lo decía, que me sentía usada como un vaciadero sexual, yo no estaba dando mi consentimiento”.

Dice que se crio en una familia “muy católica”, “eso de poner la otra mejilla”. Le pidió varias veces que no lo hiciese más, “esperaba que cambiara”. Pero no lo hizo, y Asensio asegura ahora que “ha reincidido con otra víctima” y ya lo había hecho antes: “Las tres hemos declarado en el juicio que hay contra él”. A ella, este hombre que tuvo un pub al que puso de nombre Insomnio, le daba “lo que él llamaba el colacaíto de la somnolencia”. Afirma que jamás ha tomado drogas: “No hacía falta ni que bebiese, me das un Lexatin y me tumbas”.

Le costó mucho “darse cuenta”, reaccionar: “Ni la ropa, ni la hora, ni el lugar. Estaba en mi casa, con mi pareja, con toda la confianza del mundo. Esto genera una desconfianza crónica. A veces salto si alguien me toca sin permiso o de improvisto, no he vuelto a aceptar una bebida de nadie, jamás”.

Lo que le sucedió a Asensio no es lo más común, pero la sumisión química premeditada, la proactiva, se da. Lo recuerda Garcia-Esteve, la psiquiatra del Clínic: “Sí pasa, no es leyenda urbana. Y cuánto más conozcamos, mejores datos tengamos y mejores análisis de esos datos, mejor podremos abordar el problema”.

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