El secreto de los ritmos circadianos: por qué hay órganos perezosos de noche y activos de día

El reloj central, ubicado en el hipotálamo, da la hora al resto del cuerpo y prepara a los tejidos del organismo para procesos vitales como comer o entrar en contacto con la luz solar. Alterar estos mecanismos puede propiciar enfermedades

Un hombre utiliza un ordenador portátil desde la cama durante la noche.

Hay un reloj biológico que marca el compás de la vida humana. Anudado a la muñeca del hipotálamo, en las profundidades del cerebro, el llamado...

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Hay un reloj biológico que marca el compás de la vida humana. Anudado a la muñeca del hipotálamo, en las profundidades del cerebro, el llamado reloj central sincroniza y traduce al resto del organismo la hora que es. Porque de puertas adentro, tampoco es igual la noche que el día, las 10 de la mañana o las cinco de la tarde: ni las células hacen lo mismo ni los tejidos se comportan igual. En el cuerpo hay ritmos circadianos, cambios biológicos que siguen un ciclo de 24 horas, y el reloj central, junto a los pequeños cronómetros independientes de los tejidos, anticipan y preparan a las células para lo que va a venir, como comer al mediodía o irse a dormir por la noche. Disponer de un reloj biológico en hora y a punto es vital; que falle, se atrase o se pare, puede propiciar la aparición de enfermedades.

En la práctica, el reloj central es un conjunto de 20.000 neuronas con pequeños relojes moleculares que se coordinan como uno solo a partir de la experiencia evolutiva de vivir en el mismo ecosistema desde hace millones de años y a través de la luz que les llega por la retina: según el momento del día, se activan o se expresan más unas proteínas u otras y se comunican con el resto de relojes de los órganos periféricos del cuerpo para que actúen en consecuencia, explica Antonia Tomás-Loba, jefa del Grupo Ritmo Circadiano y Cáncer de la Universidad de Murcia. “Hace 65 millones de años que la evolución tejió nuestros genes circadianos como animales diurnos. Somos el producto de la adaptación al entorno y un ejemplo son los ritmos circadianos, que nos anticipan a los cambios cíclicos que ocurren diariamente: por la noche, por ejemplo, preparan a nuestro hígado para que sepa que no vamos a comer y que no tiene que metabolizar nada. Un hígado por la noche y por el día no es lo mismo”, ejemplifica.

Encerrado en un búnker nuclear, completamente aislado, sin luz exterior ni reloj, estuvo, durante 10 días, el exmiembro de la marina real británica, Aldo Kane. Era un experimento para ver cómo se regulaban, sin variables externas (como la luz o los horarios sociales) sus ritmos circadianos. Solo tenía a su alcance la propia memoria natural de su reloj central. Nada más. Y según Juan Antonio Madrid, investigador del Laboratorio de Cronobiología y Sueño de la Universidad de Murcia, que participó en el proyecto, el resultado fue que su sueño se retrasó unos minutos cada día: su reloj biológico generaba ciclos de más de 24 horas. En cuanto se le expuso de nuevo a varias señales sincronizadoras, como el sonido del despertador o el encendido de la luz, sus ritmos volvieron a ordenarse.

El reloj central se pone en hora, sobre todo, con la luz del sol: este estímulo entra por la retina, aterriza en el núcleo supraquiasmático del hipotálamo —donde reside este cronómetro biológico principal— y, según el momento, se activan unas proteínas u otras: BMAL y CLOCK son las mañaneras, se van al ADN de las células y activan determinados genes para avisar de la hora del día que es; por la tarde, PER y CRIE se abren paso, aumentan su concentración en las células y bloquean la actividad de BMAL y CLOCK hasta la mañana siguiente. Todo ese proceso sirve para indicar la hora del día, el ciclo de sueño y vigilia (cuándo dormir o despertar) u otros procesos metabólicos y conductuales del ser humano.

Por eso es mala idea, explican los expertos, confundir al reloj y exponer al organismo a la luz del ordenador, por ejemplo, a altas horas de la noche: “A las 12 de la noche, si estoy trabajando con luz azul [de los dispositivos electrónicos], mi reloj central entiende que es de día y se lo dice a mi reloj hepático, por ejemplo. En ese momento, se produce un conflicto molecular, porque le estoy mandando información que desincroniza los relojes”, apunta Tomás-Loba. Una revisión científica, publicada en la revista Chronobiology International en 2015, advertía de que el impacto de la exposición a la luz artificial de noche suprime la secreción de melatonina, aumenta la latencia de inicio del sueño y acrecienta el estado de alerta. Esta desregulación circadiana, añadía, podía tener efectos negativos también “en las funciones psicológicas, cardiovasculares y metabólicas”.

“A las 12 de la noche, si estoy trabajando con luz azul, mi reloj central entiende que es de día y se produce un conflicto molecular, porque le estoy mandando información que desincroniza los relojes”
Antonia Tomás-Loba, Universidad de Murcia

Más allá de la luz, Madrid indica que hay otros “sincronizadores” que también ayudan a poner a punto el reloj central. “Además del tiempo ambiental, que es el ciclo de luz y oscuridad natural, está el tiempo social: los hábitos horarios, como ir al trabajo o los contactos sociales, ayudan a sincronizar. El otro sincronizador es el tiempo metabólico, como los horarios de comida, que ayudan a controlar los relojes del tubo digestivo o del hígado”, concreta. Un estudio en ratones publicado la semana pasada en la revista Science apuntaba, precisamente, que sincronizar la alimentación con el reloj circadiano mitiga la obesidad: los animales que comían en las fases activas de su ciclo circadiano quemaban más calorías, reduciendo el riesgo de desarrollo de obesidad.

Jet lag circadiano

En ausencia de luz, el reloj se va desincronizando ligeramente, pero no se para: como le ocurrió a Kane, los ritmos circadianos siguen funcionando, aunque de forma menos precisa. El famoso jet lag es otro ejemplo de ello, expone Salvador Aznar Benitah, jefe del laboratorio de Células Madre y Cáncer del Instituto de Recerca Biomédica (IRB) de Barcelona: “Si el ritmo circadiano solo respondiese a condiciones de luz, al aterrizar en otro lugar, nuestro reloj se adaptaría a la nueva franja horaria. Pero no pasa esto: al principio, hay un desajuste, aunque es temporal y después de un tiempo, el reloj interno se va alineando con las nuevas condiciones de luz”.

El reloj central se sincroniza, a su vez, con los relojes independientes que hay en los tejidos. Como el director de orquesta, el cronómetro que hay en el hipotálamo marca el ritmo de la jornada y avisa de la hora al organismo. Aznar pone un ejemplo con las células de la piel: “Los ritmos circadianos preparan al organismo para lo que va a ocurrir. Durante las horas fuertes de sol, por ejemplo, la piel tiene que lidiar con la luz ultravioleta y tiene mecanismos de protección con la activación de los melanocitos, que es como ponerse crema solar antes de exponerse al sol. Todas las mañanas, el reloj de las células de la piel se anticipa y activa los melanocitos [temprano, antes de entrar en contacto directo con la luz solar]. Por la tarde, el reloj interno de las células sabe que no es necesario activar los genes que encienden los melanocitos y esa actividad de la piel, se para”.

Cada tejido tiene su reloj autónomo, no necesita que nadie le diga lo que tiene que hacer
Salvador Aznar Benitah, Instituto de Recerca Biomédica

El investigador publicó en 2019 en la revista Cell que los relojes de los tejidos son autónomos del reloj central: “Cada tejido tiene su reloj autónomo, no necesita que nadie le diga lo que tiene que hacer. Esa autonomía confirió una ventaja de longevidad, para que no hubiese un efecto dominó si uno falla. El reloj central tiene la función de coordinarlos a todos, que todos sepan la hora que es. Y si esa coordinación falla, se acumulan los errores o las mutaciones”.

El páncreas también cambia en 24 horas, añade Madrid. “Es perezoso por la noche y muy activo por el día”, sintetiza. “Cuando tomas azúcar por la noche, el páncreas responde mal porque no produce suficiente insulina y el efecto de la que produce no es el mismo que el de la que se fabricaría por el día”. ¿Por qué? Los cambios en los órganos no son arbitrarios, tienen su sentido: “Durante la noche, nuestro cuerpo está programado para ahorrar glucosa y mantener los niveles estables durante el largo período de ayuno que media entre la cena y el desayuno”, explica el cronobiólogo. Y este ahorro se consigue, entre otras cosas, gracias a que los tejidos que usan la glucosa como combustible para alimentar sus células, se vuelven más resistentes a los efectos de la insulina, que es la hormona que funciona como llave para introducir esa glucosa en las células. Todos estos cambios, recuerda Madrid, están programados por los relojes biológicos del organismo.

Cronodisrupciones

Por eso, las alteraciones en esos ritmos circadianos en nuestros relojes son perjudiciales para el organismo. “Tenemos tres tiempos que rigen nuestra cronobiología: el interno, que es el tiempo que nuestras células sienten como producto de habernos adaptado al ecosistema dónde vivimos; el externo, que es el de la luz solar y artificial; y el social, que es el de la hora a la que vamos a trabajar o comemos. Si están desincronizados, aparece un desequilibrio molecular y fisiológico denominado cronodisrupción”, explica Tomás-Loba.

Su equipo, por ejemplo, está estudiando el impacto en la salud del jet lag social, que es el retraso en los horarios del sueño entre los días laborables y los festivos: en un estudio en ratones, a los que dormían y despertaban más tarde de lo habitual los fines de semana, encontraron que esos cambios afectan a su metabolismo: “El reloj molecular de varios órganos estaba asincrónico, esas manillas no sabían qué hora era. Y eso influía en su funcionamiento, como el sistema inmunitario”, explica. Varios estudios reportaron que el trabajo nocturno de forma prolongada en el tiempo se asocia con mayor riesgo de algunos tumores hormonodependientes, como el de mama o el de próstata.

Tenemos tres tiempos que rigen nuestra cronobiología: el interno de nuestras células; el externo de la luz; y el social

En la vida real, el reloj biológico empieza fallar entre los 45 y los 50 años, apunta Aznar. “El funcionamiento del reloj lo entendemos bien, pero sobre saber cómo se sincronizan entre los distintos tejidos, estamos en pañales. Y si entendiésemos por qué se fastidia el reloj, encontraríamos formas terapéuticas para modularlo”, augura.

Tomás-Loba apunta varios detonantes, internos y externos, que propician una desregulación del reloj: “La luz es el más estudiado, pero también la comida, por ejemplo, es un gesto diario y no es lo mismo comer a las 12 del mediodía que a las cuatro de la mañana. El ejercicio también es importante: nos tenemos que mover de día porque somos mamíferos diurnos. El ruido es otro claro cronodisruptor, aunque de este último hay mucho más por estudiar”.

Madrid, que acaba de publicar el libro Cronobiología. Una guía para descubrir tu reloj biológico (Plataforma Editorial), aclara que las cronodisrupciones son alteraciones mantenidas en el tiempo, no puntuales. “Con la edad, se deteriora el reloj biológico y los contactos con los sincronizadores externos se alteran. En los jóvenes, los factores de cronodisrupción son externos: nos encontramos con que los sincronizadores a los que se exponen están desajustados. Por ejemplo, mucha luz de noche, el picoteo entre horas sin horarios de comidas o el sedentarismo”, apostilla. Las enfermedades y las alteraciones de los ritmos circadianos son, también, vasos comunicantes: “Un desajuste en el reloj puede acarrear que una enfermedad progrese o aparezca, como las alteraciones depresivas, los problemas de memoria, el insomnio, los trastornos de la reproducción… Pero también hay patologías, como la enfermedad renal crónica, las apneas del sueño o la diabetes tipo II descompensada, que producen cronodisrupciones”.

Lo bueno de la desincronización de los relojes, eso sí, es que se puede recuperar. Y las cronodisrupciones son reversibles si se vuelve a exponer al individuo a los sincronizadores adecuados. El problema, apostilla Tomás-Luba, es cuando los individuos están expuestos de forma crónica a estímulos que desincronizan los tres tiempos. “Estamos en un momento en el que no escuchamos el cuerpo: tenemos un pico de hambre a las 12 de la mañana, pero comemos a las tres de la tarde. Estamos perdiendo la sincronización con nuestro ecosistema”, advierte Tomás-Loba. Al final, insisten los expertos consultados, como especie, el ser humano es fruto de un proceso evolutivo con la naturaleza como punto de referencia, “y la relación con la naturaleza se está perdiendo”, lamenta Madrid.

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