Los cayucos son la punta del iceberg
Sin apoyo decidido para que África subsahariana pueda adaptarse al cambio climático, la prioridad más descuidada de la COP, las embarcaciones no dejarán de zarpar
“Cuando la embarcación fue rescatada este sábado, se descubrió que a bordo viajaba el cuerpo sin vida de un niño de unos 12 años”, leía en EL PAÍS sobre la llegada de un cayuco a Santa Cruz de Tenerife. Detrás de la muerte de ese niño, de la llegada de miles de personas a las costas europeas, se esconde una problemática que empuja a miles de personas del África subsahariana a emprender un viaje desesperado en busca de un futuro mejor.
La llegada récord de migrantes a las islas Canarias durante este otoño es la señal de alarma de la falta crónica de inversión y oportunidades para los jóvenes del África subsahariana, especialmente en zonas rurales, y a medida que se intensifican los efectos de la crisis climática. La situación empeora debido a la creciente inestabilidad política, y el aumento del hambre, la pobreza y los conflictos armados. Todos estos factores son el caldo de cultivo de la desesperación y las falsas esperanzas
Lo que nos suele preocupar en Europa en la llegada de los cayucos —los esfuerzos titánicos por salvar vidas, la logística para dar acogida, cómo acompañar y arropar a los menores, la devolución o aceptación, etcétera— es tan solo la punta del iceberg de un problema de enormes dimensiones. Con las inversiones adecuadas, podemos atajarlo; sin voluntad política decidida, dejaremos que siga empeorando de forma exponencial.
Es natural que nuestra sociedad se preocupe y pregunte qué puede hacer ante este problema. Sin embargo, la solución no se encuentra en los puertos de llegada, sino en las aldeas, pueblos y ciudades de origen, de donde proceden los migrantes que llegan a nuestras costas. Y la solución es una oportunidad de la que todos salimos ganando.
Si en Europa, con una población envejecida, nos enfrentamos a una transición demográfica que pondrá a prueba nuestro sistema del bienestar, África subsahariana tiene el reto de absorber en su mercado laboral, y proveer oportunidades decentes, a la población que más rápido crece en el mundo, con una edad media de 18,3 años.
La agricultura y su cadena de valor —lo que conocemos como sistemas alimentarios, que abarcan desde la producción agrícola hasta el consumo— ofrecen oportunidades tan ingentes como necesarias para lidiar con el llamado youthquake africano, el terremoto de juventud. Se estima que el agronegocio en África alcanzará el billón de dólares en 2030. Pero la pandemia de covid-19 y la crisis alimentaria, exacerbada por la guerra de Ucrania, han puesto de manifiesto la fragilidad de estos sistemas, su concentración y dependencia de unos pocos países productores, y la necesidad de reforzar la soberanía alimentaria; de producir más y de forma más eficiente a nivel local, cultivos autóctonos, y promover su consumo.
En África subsahariana, las inversiones en agricultura son hasta 11 veces más efectivas a la hora de reducir la pobreza extrema que las inversiones en cualquier otro sector
En África subsahariana, las inversiones en agricultura son hasta 11 veces más efectivas a la hora de reducir la pobreza extrema que las inversiones en cualquier otro sector. Dan empleo a trabajadores sin cualificación y generan ingresos que repercuten en las economías, comunidades rurales, y, a su vez, contribuyen a la paz y la seguridad.
Los pequeños agricultores, que producen hasta un 70% de los alimentos que se consumen en sus países, son los que más sufren las consecuencias de fenómenos extremos como la sequía o los aluviones. Paradójicamente, son los primeros en sufrir el hambre y la miseria. Y la violencia, como por ejemplo en los conflictos entre agricultores y pastores por los cada vez más escasos recursos naturales.
La crisis alimentaria mundial ha afectado de modo particular al Sahel, una de las zonas del planeta más vulnerables al cambio climático. Si estos países no son capaces de adaptarse a la nueva realidad climática, sus jóvenes continuarán huyendo.
Para países como Somalia, con millones de desplazados climáticos, se plantean ya medidas adaptativas extremas como renunciar a ciertos territorios por considerarlos inhabitables para el ser humano. Pero antes de llegar a esos extremos, todavía tenemos la oportunidad de adaptarnos.
Conocemos cuáles son las soluciones (sistemas de alerta temprana, infraestructuras resistentes o variedades de semilla tolerantes a la sequía), y hemos comprobado que funcionan, que aumentan los ingresos de los pequeños agricultores, que preparan a las comunidades para hacer frente a fenómenos meteorológicos extremos; y que jóvenes y mujeres encuentran oportunidades gracias a ellas. Solo tenemos que llevarlas a una escala (mucho) mayor. Y dirigirlas correctamente: los pequeños agricultores de países en desarrollo no reciben ni siquiera el 1% de la escasa financiación climática.
Los pequeños agricultores de países en desarrollo no reciben ni siquiera el 1% de la escasa financiación climática
Las inversiones en adaptación al cambio climático son inversiones inteligentes y eficientes: por cada euro que invertimos en construir resiliencia, con un enfoque de medio y largo plazo, nos ahorramos hasta 10 euros en ayuda humanitaria y de emergencia.
El papel del sector privado
El sector privado de los países ricos también puede y debe desempeñar un papel importante. Vemos un apetito cada vez mayor por los bonos de desarrollo sostenible emitidos en los mercados de capital en los dos últimos años. Estos bonos son una oportunidad para realizar inversiones sostenibles en un mundo más justo y mejor; con la garantía de saber que llegan a quienes más lo necesitan.
Tenemos la receta. Ahora, los países ricos tienen que cumplir con su compromiso de dedicar 100.000 millones de dólares anuales (unos 91.400 millones de euros) de financiación climática. No hace falta —y no podemos— esperar a otra COP para dar un paso adelante en la materia, por medio de subvenciones y préstamos concesionales que puedan conceder las instituciones financieras internacionales. La adaptación es tan urgente como la mitigación para salvar vidas y asegurar un futuro habitable para todos.
Es hora de que por fin escuchemos “los lamentos y las voces de desesperación” que llegan a las costas de Europa, y ofrezcamos fraternidad y humanidad. Para que los niños crezcan con la ilusión de desarrollar sus comunidades, y para que los padres tengan el orgullo de poder ofrecerles un futuro mejor. Es urgente e importante.
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