El dilema de talar bosques para vivir en Kenia
El Gobierno keniano y los conservacionistas protagonizan un tira y afloja por el levantamiento de la prohibición de cortar árboles vigente durante el último lustro, suspendido ahora por un tribunal
Los árboles de Kenia se encuentran estos días en el centro de una pelea entre Gobierno y Justicia. De un lado, el presidente William Ruto, que a principios de julio levantó una prohibición de las talas que llevaba vigente un lustro, con el argumento de que “los árboles se pudren en el bosque y los jóvenes necesitan trabajo”. De otro, la Corte Medioambiental de Kenia, que apenas un mes después del anuncio presidencial, suspendió provisionalmente la orden del Gobierno. Y, en el medio, como espectadores de esta contienda, los trabajadores de la madera ―felices, primero, indignados, después— y los activistas medioambientales —con emociones en un orden inverso—.
El anterior presidente de Kenia, Uhuru Kenyatta, había prohibido cortar árboles en espacios públicos en febrero de 2018 con el objetivo de frenar en seco la tala ilegal —que devoraba 70.000 hectáreas de bosque al año hasta 2017, según un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente— y conseguir alcanzar una superficie arbórea en el país del 10%. En el primer año de prohibición, la superficie arbolada de Kenia pasó de 141.600 hectáreas a 147.600, según la Encuesta Nacional sobre Economía de 2020. La decisión de Ruto de levantar la prohibición sorprendió a los conservacionistas kenianos, dado que el presidente, elegido hace un año, asegura tener entre sus prioridades la lucha contra el cambio climático.
La paralización de las talas se produjo tras una petición de la asociación de abogados Law Society of Kenya, que argumentaba que la decisión gubernamental no se basaba en suficientes evidencias científicas y estudios de impacto medioambiental. Nadie parece saber cuánto durará esta paralización, explican abogados consultados por este periódico. Organizaciones de defensa del medioambiente como Greenpeace advierten de las consecuencias “devastadoras” para el cambio climático que podría tener una marcha atrás de la Justicia. Algunas voces subrayan que Kenia ni siquiera ha llegado al objetivo marcado en 2018 con la prohibición de la tala, ya que hoy la superficie arbolada ronda aproximadamente el 8%, asegura Marion Kamau, expresidenta del Movimiento Cinturón Verde, una red creada por la Nobel keniana Wangari Maathai que desde su fundación, en 1977, ha plantado más de 51 millones de árboles en todo el país. “Nos preocupa que estemos talando incluso antes de llegar al 10% de superficie arbolada”, protesta Kamau. El Gobierno trata de calmar las aguas asegurando que alcanzará el 12% de superficie cubierta por árboles de aquí al año 2030 en todo el país, un 2% por encima del objetivo. Entre las promesas más sonadas del presidente Ruto está la de plantar 15.000 millones de árboles en la próxima década.
Mientras se resuelve la disputa, algunos activistas medioambientales advierten de que la tala continúa, ahora de forma ilegal, y de que afecta a plantas y árboles autóctonos como el baobab, aunque en teoría el Gobierno permitió cortar solo árboles mayores de 30 años que no fueran indígenas (por ejemplo, pinos, eucaliptos o cipreses). Un camión lleno de madera de Euphoria Calendrum, una planta autóctona muy utilizada para construcción, se vende estos días a solo cinco dólares (4,6 euros) en algunas zonas del país. Colin Jackson, director de la ONG conservacionista keniana A Rocha, desea fervientemente que la prohibición no se vuelva a levantar. “No confiamos en que [si la Justicia vuelve a permitir la tala] el Gobierno consiga asegurar que solo se cortan ciertos árboles”, reflexiona por teléfono. Marion Kamau, del Movimiento Cinturón Verde, subraya, en una entrevista presencial con este diario: “Los africanos sabemos que nuestros árboles autóctonos son medicinales y los valoramos mucho, a diferencia de lo que sucede en otras partes del mundo. Y sabemos que estos son los que están en el punto de mira [de la tala] más que cualquier otro árbol”.
La industria maderera, por su parte, espera ansiosa el levantamiento de la prohibición: el sector forestal aporta el 3,6% del PIB de Kenia y emplea a entre 18.000 y 50.000 personas de forma directa y entre 300.000 y 600.000 de forma indirecta, según la Sociedad Forestal de Kenia. Según este mismo organismo, Kenia perdió 44.000 puestos de trabajo desde que se prohibió la tala en 2018 y las ventas de madera bajaron de 144.200 metros cúbicos a 10.700 en solo un año, un desplome del 92,5%.
En medio de todo esto están los leñadores, residentes locales que han vivido en estos bosques toda su vida y que talan para ganarse la vida. Uno de ellos, Francis Kinuthia Ndegwa, ha vivido siempre en Ruaka, en el límite del bosque de Karura que la Nobel Wangari Maathai salvó de los promotores inmobiliarios en 1999. Leñador desde hace más de 20 años, ya advertía al ser entrevistado en julio: “Estoy contento porque se haya permitido la tala, pero tenemos que ser conscientes de que no estará permitida para siempre. Abrirá la veda durante un tiempo, cortaremos algunos árboles y luego la cerrarán”. Ndegwa reconocía, además, que siguió habiendo talas de árboles durante estos años de prohibición. “Cuando suspendieron la tala, solíamos cortar los árboles con miedo y en secreto”, cuenta. Él, por ejemplo, asegura que recibía encargos para ello de un contratista (según él, un político keniano). Al leñador le preocupa la destrucción en su comunidad e insta a que quien corte un árbol plante otros dos en su lugar, pero se queja de que en muchas zonas de Kenia es difícil encontrar una forma de ganarse la vida que no dependa de la tala.
El Servicio Forestal de Kenia ha asegurado que, en el mes que duró el levantamiento del veto de la tala, intentó garantizar el cumplimiento de las normas por parte de los madereros, con un sistema automático para expedir licencias de tala y un plan detallado de control de la salida de la madera. Su portavoz, Annie Kaare afirma que, a menos que se haya producido en terrenos privados, no ha tenido constancia de ninguna deforestación ilegal. Cada licencia permite talar un máximo de 5.000 hectáreas al año, y el Gobierno obtiene beneficios a través de impuestos. Las zonas que han sido taladas, asegura el Servicio Forestal de Kenia, se vuelven a plantar. Kaare, asegura en una entrevista con este diario que, desde el levantamiento de la prohibición, se han cortado 3.000 hectáreas de árboles, empezando por los árboles “maduros”.
Robert Gacheru, un agricultor que se define como ecoactivista, afirma que la tala es una actividad económica necesaria, pero también usa argumentos medioambientales: “Actualmente en Kenia importamos madera y, además, los camiones que la transportan utilizan combustibles fósiles, por lo que contaminan el medio ambiente. La prohibición no es una solución. Si existe un equilibrio entre la tala, el cultivo y la satisfacción de la demanda, estoy a favor”.
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