Dos años bajo el yugo talibán en Afganistán: “Nunca pensé que el mundo nos olvidaría tan rápido”
Quienes se fueron y quienes no pudieron huir describen un país en ruinas y critican la indiferencia mundial ante la crisis humanitaria y la falta de derechos, sobre todo de las mujeres, que un informe de la ONU califica de “apartheid de género”
Es difícil encontrar un afgano o una afgana que no recuerde dónde se encontraba y qué hacía el 15 de agosto de 2021, cuando los talibanes entraron en Kabul tras la retirada de las tropas de Estados Unidos y sus aliados. Los sentimientos y los recuerdos salen a borbotones. “Cerraron la universidad y salimos despavoridos”. “La ciudad estaba colapsada, no había transporte y caminé kilómetros”. “¿Aquello estaba realmente pasando? Parecía un mal sueño”. Es también prácticamente imposible encontrar una persona de Afganistán que afirme que su vida no se transformó radicalmente desde hace dos años.
“Tenía una casa preciosa y un trabajo que me gustaba mucho. Vivía con mi familia, tenía amigos y estaba embarazada. Pero perdí a mi bebé, hui de mi país sin mi marido y ahora vivo aquí sola. Estoy a salvo, pero ¿crees que soy feliz? ¿crees que puedo dormir por las noches sabiendo cómo está mi familia en Afganistán?”. Hussnia Bakhtiyari se traga las lágrimas de soledad y de rabia en una terraza del centro de Madrid, donde vive hace ocho meses. En Kabul, era una fiscal respetada y dedicada a defender los derechos de las mujeres y niños maltratados. En Madrid, vive en un centro de acogida de mujeres, los 50 euros mensuales que recibe para sus gastos los envía a su familia y aspira, como mucho y una vez que su español mejore, a trabajar limpiando un restaurante para poder sobrevivir cuando las ayudas públicas se acaben.
El 15 de agosto de 2021, cuando comenzaron a llegar los mensajes sobre la llegada de los talibanes, corrió de su trabajo a casa. “Pasé siete meses encerrada y muerta de miedo. Perdí a mi bebé. Estaba embarazada de seis meses, era una niña”, recuerda esta mujer, que pertenece a la comunidad hazara, una minoría chií muy discriminada y atacada por los fundamentalistas. Finalmente, huyó con un hermano y cruzó la frontera con Pakistán escondida bajo un burka. “Las mujeres perdieron su lugar en la sociedad de un plumazo. Ahora solo sirven para casarse y tener hijos. Debido a mi trabajo a mí me habrían matado”, dice Bakhtiyari, casi disculpándose. La fiscal pasó seis meses en Islamabad, viviendo en un cuartucho y esperando, al igual que otros compatriotas que había conocido en la ciudad. En enero de 2023, formó parte de un grupo de fiscales, juezas y abogadas evacuadas y acogidas por España.
Las mujeres perdieron su lugar en la sociedad de un plumazo. Ahora solo sirven para casarse y tener hijosHussnia Bakhtiyari, fiscal afgana
El Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (Acnur) calculó que a finales de 2022, había 5,7 millones de afganos y afganas desplazados forzosamente, aunque la cifra real podría ser mucho mayor. Según la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), España trasladó a 2.785 personas afganas desde Pakistán entre agosto de 2021 y agosto de 2022. El año pasado se registraron 1.581 solicitudes de protección internacional de este país y la tasa de reconocimiento se situó en un 98,7%.
“No puedo ser feliz. Tengo miedo de que rapten a mis hermanas, que no pueden trabajar ni estudiar, y de que maten a mis hermanos. Mi madre murió y mi padre, que es mayor, está a cargo de todos. Hace algunos días, los talibanes vinieron a mi casa, registraron todo, golpearon a mi hermano... Todo es por mi culpa. Ellos pagan por mí”, dice, angustiada, Bakhtiyari, mostrando un video enviado por su familia que muestra el estado en que quedó el lugar tras la redada.
“Aunque me cueste la vida”
Antes de iniciar la conversación por WhatsApp, Mohammad (nombre ficticio), un periodista de 27 años que trabaja para una agencia de noticias local en Kabul, exige ver una identificación y una prueba del trabajo de su interlocutora e insiste en que no se publique nada que pueda identificarlo. “Perdona, pero vivo acosado por los talibanes”, dice.
“Los periodistas tenemos que plegarnos a sus exigencias y no podemos reflejar la verdad de lo que está pasando. Si lo hacemos recibimos amenazas de muerte, podemos ser detenidos y torturados. Trabajo apenas sin cobrar, pero no voy a dejar mi puesto, quiero seguir aunque me cueste la vida”, explica, recordando que la pasada semana cuatro periodistas fueron detenidos en diferentes lugares del país. “Me siento bloqueado aquí y sin esperanza. Nunca pensé que el mundo nos olvidaría tan rápido ni que Afganistán retrocediera de manera tan vertiginosa”, piensa en voz alta, recordando, por ejemplo, “la injusticia” que representa la desaparición casi total de sus colegas mujeres en las redacciones.
Najiba (nombre ficticio) es una de esas ausentes. Desde hace un año trabaja de incógnito desde Kabul para Afghan Times, un medio lanzado tras el retorno de los talibanes en el que varias reporteras escriben noticias sobre las mujeres del país. La joven nunca firma sus artículos con su nombre y solo sus padres y un puñado de amigos saben a qué se dedica. Aunque no la entiendan. El miedo con el que convive hace que se resista a hacer una videollamada. Cuando su imagen aparece finalmente al otro lado, la desconfianza y los nervios de esta veinteañera de ojos verdes enormes y tristes son más que palpables. “Escribo sobre las mujeres afganas. Intento que sus historias traspasen las fronteras de Afganistán”, explica. En los últimos meses ha contado las vidas diarias de escritoras, diseñadoras de moda y otras mujeres que luchan por seguir siendo las que eran hace dos años.
Las mujeres y las niñas de Afganistán sufren una grave discriminación que puede equivaler a persecución por motivos de género -un crimen de lesa humanidad- y calificarse de apartheid de géneroRichard Bennett, relator especial de la ONU
Según cifras de la Asociación de periodistas independientes de Afganistán, publicadas por el medio local Tolo News, más de 300 medios de comunicación cerraron sus puertas desde agosto de 2021 y unos 5.000 periodistas perdieron su trabajo, sobre todo mujeres. Los que se quedan, como Mohammad y Najiba, sufren falta de acceso a la información, censura, violencia y precariedad económica.
Los talibanes también han obligado a las ONG a dejar de emplear a las más de 50.000 trabajadoras afganas y vetaron a las empleadas locales de la ONU, con excepciones para la sanidad y educación. Además, desde diciembre, las mujeres mayores de 12 años ya no pueden estudiar. Pese a este estrepitoso retroceso de los derechos, la ONU ha optado por seguir presente en Afganistán y mantener la ayuda humanitaria de la que dependen más de 28 millones de afganos, es decir dos tercios de la población.
“Las mujeres y las niñas de Afganistán sufren una grave discriminación que puede equivaler a persecución por motivos de género —un crimen de lesa humanidad— y calificarse de apartheid de género”, acusó en julio el relator especial de la ONU Richard Bennett, calificando la situación de las mujeres en Afganistán como la “peor” del mundo.
“Hasta el último momento”
Adela Omid y su familia no vieron venir la hecatombe. “O no quisimos verla, pero hasta el último momento pensamos que los talibanes no llegarían a Kabul”, afirma, en un español fluido, esta afgana de 24 años desde Gijón, donde vive desde hace dos años. La joven estudiaba tercer año de Periodismo en la ciudad de Herat y hacía prácticas en una radio. La familia había ido a Kabul a pasar unos días y ya no pudieron volvieron a su hogar. “Y sé que no regresaré en mucho tiempo”, dice. Tenía familiares que habían trabajado con militares y diplomáticos extranjeros y varios miembros de la familia pudieron ser evacuados. Adela, su madre y un hermano terminaron en España.
La ONU ha optado por seguir presente en Afganistán y mantener la ayuda humanitaria de la que dependen más de 28 millones de afganos
“Al llegar no sabía decir ni ‘hola’, pero me he aplicado porque quiero ir a la universidad y ser enfermera para ayudar a las mujeres de mi país cuando vuelva”, explica. Por ahora, Omid está haciendo un curso de técnico socio-sanitaria y ya hace prácticas remuneradas en un centro para personas con discapacidad. El apoyo financiero mensual que recibieron como refugiados termina en estos días, al cumplirse dos años de su llegada a España, y la joven está angustiada. Su alquiler cuesta 540 euros y ha solicitado ayudas que todavía no llegan.
“Estoy preocupada por todo: por el rumbo de mi país, por mi situación, por mis hermanos que están escondidos en Irán, por los que se quedaron y viven con mucho miedo... Pero el mundo prácticamente ha olvidado Afganistán. Hay gente asesinada todos los días, personas que mueren de hambre, pero parece que el hecho de que los talibanes gobiernen se ha normalizado”, agrega.
Noorullah Shirzada expresa el mismo sentimiento de culpa. Este hombre de 33 años trabajó durante más de una década como fotógrafo y camarógrafo para medios internacionales y ese fue su pasaporte para salir de Kabul en dirección a Francia, donde vive con su esposa y cinco hijos. El pequeño de la familia, Darman, nació en su país de acogida. “Es duro. Nos vamos integrando poco a poco, pero yo no estoy tranquilo porque mis hermanos pequeños, a los que yo crié cuando murió mi madre, siguen allá. Y están amenazados por mi culpa, porque para los talibanes la gente como yo somos espías”, asegura.
El reconocimiento que tenía en Afganistán ya no le sirve de nada. Sus fotografías, publicadas en todo el mundo, tampoco. Ahora batalla para que algún medio de comunicación le contrate como cámara, aunque sea de prácticas. “Yo era un periodista libre y quiero seguir siéndolo. No podría ejercer bajo las consignas talibanes porque yo quiero contar la realidad, no lo que ellos quieren que muestre”, explica, tristemente.
“Como un pájaro en una jaula”
En marzo de 2023, este diario entrevistó a Marzia A., fundadora de una escuela clandestina para niñas en Kabul. El centro se presentaba como un lugar de estudio del Corán para niñas, pero los talibanes sospechaban y la mujer se sentía cada vez más acosada. Semanas después, supo que iban a detenerla y huyó a Irán, donde siente que la seguridad para los afganos que buscan refugio también se ha deteriorado mucho. “Estoy como un pájaro en una jaula, pero al menos las escuelas para niñas se han mantenido e incluso han crecido”, afirma, en una conversación por Whatsapp.
Ashraf (nombre ficticio) es voluntario en uno de estos centros educativos clandestinos para niñas en Kabul. En una llamada telefónica, este padre de familia de 34 años explica que lleva una doble vida: contable ocho horas al día en una empresa y apoyo en estas escuelas en sus ratos libres. “Documento todo lo que se hace porque, aunque las niñas sigan estudiando, no hay ningún diploma ni nada que muestre sus progresos. Lo que pasa con estas muchachas es una tragedia”, afirma.
El hombre culpa al antiguo Gobierno afgano presidido por Ashraf Ghani y a la coalición internacional, que estuvo presente en el país durante 20 años, de que “todo se viniera abajo tan rápidamente”. “Hemos perdido todo, incluso la esperanza en el futuro. Estamos viviendo en un país de mentira, un país que ya no existe”, concluye.
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