El último valle de Lima
La capital peruana, la segunda ciudad más desértica del mundo, podría perder los últimos espacios verdes de sus alrededores si se consuma un plan de construcción en los terrenos de la cuenca del río Lurín
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“Esto antes se veía verde”, dice con nostalgia Gabriela García, vecina del distrito de Lurín, desde la cima de un cerro ubicado en el complejo arqueológico Pachacámac, a unos 30 kilómetros al sur de Lima. En esta mañana con un sol parpadeante, el panorama que se divisa al mirar hacia abajo es un archipiélago de campos de cultivo, almacenes, fábricas, trazos de carreteras.
A lo lejos se distingue un tractor que parece aplanar la tierra. “Seguro que no tiene autorización, pues acá pasa cualquier cosa”, dice García, algo azorada. La máquina levanta un polvo que afea más la escena, aunque a la derecha se observan unas playas y el mar abierto, azulino e interminable, en donde emergen un par de hermosas islas clavadas en el horizonte.
Qué verde era mi cuenca
Lo que se ve, mientras el sol ya descarga algunos rayos más decididos, es la parte baja del valle del río Lurín, que desde las partes altas de esta zona central del país conforma una cuenca sembrada de montañas, afluentes y numerosos pueblos. Su tramo final está allí, por donde pulula ese tractor, y por donde también se ve el último brazo de agua que llega al océano.
Podría ser una naturaleza muerta más de las tantas que hay en este depredado planeta. Pero ocurre que ese río barroso, que parece llegar exhausto a su última estación, y esos campos parcelados que en un sector lucen cortados por un almacén de metal intruso, son casi las últimas reservas de verdor que le quedan a Lima, una brumosa urbe de más de nueve millones de almas.
Los estándares internacionales recomiendan que las ciudades tengan al menos 10 metros cuadrados de áreas verdes por habitante para que la vida sea más respirable. La capital del Perú, sin embargo, tiene un promedio de apenas tres. Es más: Lurín, el distrito que lleva el nombre del mismo río y del valle donde se ubican estos campos, tiene solamente 1,12 metros cuadrados por vecino.
Las ciudades deben tener al menos 10 metros cuadrados de áreas verdes por habitante. Lima tiene apenas tres
“Lima es una de las ciudades metropolitanas con menor dotación de verde público por habitante. Estamos enclavados en un desierto y tenemos muy pocos parques”, comenta con preocupación Anna Zuchetti, directora de Periferia, una organización que promueve proyectos sostenibles. Es la segunda urbe más desértica más poblada del mundo después de El Cairo, según la ONU.
Aun así, el 11 de marzo, los regidores de la Municipalidad de Lima Metropolitana aprobaron un Reajuste Integral de Zonificación (RIZ) que afectaría unas 500 de las cerca de 2.000 hectáreas agrícolas que hay en la parte baja de este valle, que tiene en total unas 7.000 en las que también hay lomas, un peculiar ecosistema que reverdece solo con la humedad estacional.
También hay campos de cultivo y diversas especies de árboles que, hace cientos de años, cuando los incas habían dominado a otras culturas de estas tierras, eran más frecuentes. Cuando el Santuario de Pachacámac no corría peligro y más bien era un importante centro ceremonial. No como hoy cuando, si el RIZ prosigue, podría verse rodeado de edificios o centros comerciales.
Las razones para seguir construyendo edificios en Lima son aceptables: la población crece, necesita servicios. Atrincherados en ese problema real, 22 regidores del municipio limeño dieron luz verde a este RIZ, aunque, según García, no favorecería la construcción de viviendas para familias de bajos recursos y más bien alimentaría “a los especuladores del suelo urbano y rural”.
Lo verde y lo urbano
De no detenerse tal cambio de zonificación, por ejemplo, desde esta cima arqueológica donde hace siglos se le rendía culto al dios Pachacámac (“el que anima al mundo”, en idioma quechua) se verían edificios o hasta centros comerciales. No solo se apreciaría el campo de polo vecino que hoy convive con este sitio, sino quizás un lujoso centro comercial o edificios con vista al mar.
Porque lo que el RIZ hace es cambiar algunas coordenadas vitales. Propone que la zona costera, por donde el río se asoma al litoral, pase de ser “zona habitacional recreacional” y de “densidad residencial media y comercio zonal” a zonas habilitadas para “comercio metropolitano”. En otras palabras, propiciaría que haya grandes tiendas y enormes edificios al borde de las playas.
Al estilo de Copacabana o Marbella, digamos, sin tener en cuenta que todo el litoral peruano es vulnerable a los maremotos, algo sobre lo que ha alertado el Colegio de Arquitectos de Lima. En un comunicado, la institución precisa que se trata de un área de “muy alto riesgo de desastres por peligro de tsunamis y por efectos del cambio climático global”. Es decir, ponerse a tiro de ola.
La arquitecta Liliana Miranda, quien vive en una pequeña playa frente al mar en el distrito de Lurín, se encuentra indignada con esa posibilidad. “Con esta vista espectacular [las dos hermosas islas se divisan desde su balcón]”, explica, “hay un gran negocio inmobiliario de por medio”. No se hace, agrega, para un proyecto de “vivienda social”, como se argumentó a favor del RIZ.
De otro lado, los terrenos verdes de la parte baja del valle —los que avistamos como sobreviviendo desde el Santuario de Pachacámac pasarían de ser “residenciales de densidad baja” a “residenciales de densidad media”. En otras palabras, más cemento y menos campos de cultivo. Un uso del suelo casi desatado, que iría acabando con el último valle verde de Lima.
Debido a la presión social, política e institucional —los ministerios de Ambiente, Cultura y Vivienda también se oponen— el 25 de marzo el alcalde de Lima, Jorge Muñoz, decidió suspender los efectos de la ordenanza que ponía en marcha el RIZ. Sostuvo que era necesario “dilucidar cualquier duda técnica” y “escuchar a los actores involucrados en beneficio de la población”.
Los ciudadanos de Lurín y de otros distritos vecinos que se oponen —como Pachacámac, que lleva el nombre del sitio arqueológico— respiraron. También Denisse Pozzi-Escot, directora del museo ubicado en este santuario prehispánico, quien está muy alerta por el impacto que el RIZ podría ocasionar en la zona de amortiguamiento de este lugar, que guarda una historia ancestral.
Hay otros caminos
Y probablemente también respiraron las escasas aves que aún pululan por el casi agonizante humedal de Quilcay, un resabio del enorme humedal que iba desde esa zona hasta Chorrillos, un distrito ubicado ya en Lima Metropolitana. Increíblemente, una parte de él está ahora dentro de los predios de una empresa llamada Century City, donde se construiría un gran centro comercial.
Por el momento, y debido a la controversia, las obras están paralizadas, pero el daño ya está hecho. Con una breve incursión por el lugar se constata que dicho humedal está casi seco, y que apenas sobrevive un pequeño canal de agua que sale de esta suerte de territorio ocupado y que, cuando llega al mar, da cobijo a unas cuantas aves propias de este ecosistema.
La arquitecta Miranda recuerda que, justamente, esa presencia de humedales hace más vulnerable cualquier construcción que se monte frente a la playa, porque el suelo es blando, frágil frente a un movimiento sísmico y, más aún, frente a un tsunami. En los alrededores, por añadidura, los campos se ven parchados: por allí un campo de cultivo, una granja, casitas.
Una pequeña iglesia asimismo, que está cerca a una vieja carretera y de una playa donde hay algunos restaurantes hoy casi vacíos por la pandemia. Un vecino cuenta que no hay mucho trabajo por la zona, que antes había más campos agrícolas, y que en el mar tampoco es fácil ahora conseguir peces, pues parece que el desorden reinante también terminó impactándolo.
Hacia fines de los noventa, la Oficina de Consultoría y Asesoría Ambiental (OACA), liderada entonces por Zuchetti, llevo adelante el Programa Valle Verde, que desplegó esfuerzos para convertir este lugar en un jardín ecológico-turístico y en un parque arqueológico-cultural, pues además del Santuario de Pachacámac hay 300 sitios arqueológicos más en toda la cuenca.
El programa se mantuvo varios años y logró neutralizar un mayor avance de la garra urbana sobre este ecosistema, pero tuvo que soportar los continuos cambios en las municipalidades de Lima y de Lurín, donde sucesivas ordenanzas convertían el suelo en una mercancía variable. Hoy la propuesta es convertir a este valle ajochado en un parque rural y cultural metropolitano.
Todo esto a pesar de que no hay ausencia de alternativas. Tras recorrer los distintos rincones del valle, se alcanza Macrópolis, un gigantesco complejo industrial de 1.400 hectáreas clavado en la parte más seca del distrito de Lurín, donde cada empresa puede contar con un lote de hasta 1.000 metros cuadrados. Con facilidades y todos los servicios.
¿Horizontes perdidos?
Desde la cima del santuario arqueológico se divisa el mar, con sus dos hermosas islas a las que popularmente se les llama “La ballena”, cuando en realidad son las islas de La Viuda y Pachacámac. Volteando hacia adentro del valle aparecen otra vez los huertos en vías de extinción, las fábricas invasoras y, hacia el fondo, los pueblos de Lurín y Pachacámac.
A última hora, el arquitecto Eusebio Cabrera, gerente de Desarrollo Urbano de la Municipalidad de Lima, ha declarado que el RIZ ha sido suspendido, aunque hay zonificaciones anteriores que ya no se pueden modificar. Y que en los últimos años se ha producido “la intromisión de actividades que han cambiado el uso y han atomizado el tamaño de las parcelas”.
Es lo que buena parte de Lima esperaría, según se puede constatar, pues sus otros valles, los de los ríos Chillón y Rímac, están invadidos por cemento casi en su totalidad. Solo en Lurín parece latir la esperanza de que no se convierta en una mega ciudad más desatada e irrespirable que no respeta ni a sus campos ni a sus ancestros.
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