Superprofesores: el empeño de educar contra viento y marea
Desde inventar un lenguaje de signos hasta enviar instrumentos musicales por lancha o fabricar un robot profesor. Presentamos a 10 docentes de 10 países latinoamericanos que en los peores momentos de la pandemia han hecho lo imposible para seguir en contacto con sus alumnos y que no perdieran el ciclo lectivo
No es un secreto que desde el inicio de la pandemia, estudiantes y profesores se han visto envueltos en un sinfín de dificultades para mantener el aprendizaje y la educación de los escolares. Ha ocurrido en todo el mundo, pero en América Latina estos obstáculos se han visto magnificados, en muchos casos, por problemas que ya existían desde antes de la irrupción de la covid-19: la debilidad de los sistemas educativos, la falta de conectividad y tecnologías adecuadas para impartir clases a distancia, la falta de un entorno seguro en las viviendas para que los alumnos pudieran concentrarse en los estudios... En mitad de la crisis mundial, hacia agosto de 2020, la Unesco calculaba que unos 156 millones de estudiantes latinoamericanos iban a quedar afectados por la suspensión de las clases.
En medio de este temporal que ha supuesto el coronavirus, algunos de esos 156 millones de afectados han tenido la suerte de contar con un maestro o maestra especialmente preocupado, involucrado, enamorado de su trabajo. Hemos rastreado por 10 países de la región en busca de docentes que han destacado por su esfuerzo y su ingenio para impedir que sus estudiantes perdieran su ritmo educativo.
Chile: Eduardo Parraguez, el profesor radiofónico
Texto: Rocío Montes (Santiago de Chile)
Es profesor de Lengua del colegio Padre Esteban Gumucio, en La Granja, un municipio popular del sur de Santiago de Chile. El establecimiento se encuentra en medio de poblaciones complicadas y sus estudiantes, en muchas ocasiones, enfrentan necesidades de todo tipo. Eduardo Parraguez, de 54 años, imparte clases a niños y niñas de Quinto a Séptimo básico, es decir, entre los 10 y los 12 años. Pero en medio de la pandemia de la covid-19, luego de sus largas jornadas de clases virtuales, durante meses se desdobló y fue la voz de un programa de radio que intentó replicar el vínculo entre la escuela y los alumnos que permanecían encerrados en sus viviendas, con restricciones de movilidad. Lo hizo junto a la periodista Javiera Pastor, la otra locutora de Aprendo en casa, la campaña transversal de educación a distancia, y apoyado por el trabajo de un equipo de profesores de la Corporación Educacional del Arzobispado de Santiago (CEAS), la red de establecimientos a la que pertenece su colegio. En total, fueron 131 programas que se transmitieron de lunes a viernes, entre mayo y diciembre, cuando acabó el curso 2020.
Parraguez se declara enamorado de su profesión: “Es un trabajo entretenido que me ha salvado de muchas cosas. Me considero afortunado, porque hago lo que me gusta y encima me pagan”, confiesa el docente, que ocupaba las noches para grabar su parte del guion radiofónico. A esa hora, cuenta, ya no tenía trabajo y había silencio en su casa. Luego, otros juntaban y editaban los audios, y el programa se emitía durante media hora al día siguiente, a las cuatro y media de la tarde. De primera profesión actor, el profesor nunca había hecho radio, pero debutó con éxito. Con secciones diferentes como cuenta cuentos, desafíos científicos, recreos musicales, dichos y refranes, adivinanzas y la participación de los mismos niños y niñas, conquistaron a los estudiantes no solo de los 11 colegios que componen CEAS, sino incluso de fuera de la capital. “No sé si me gustaba tanto cómo se escuchaba mi voz, pero sí me gustaba la fuerza y el cariño con la que lo hice”, reflexiona Parraguez, justamente cuando la pandemia se complica en Chile y el programa podría iniciar su segunda temporada por la frecuencia 89.3 FM.
Guatemala: Magdalena Lucrecia Medina, editora independiente del material escolar
Texto: Noor Mahtani (Santa Cruz del Quiché)
A Magdalena Lucrecia Medina su mote le viene como anillo al dedo: Seño Lucky. “Es la suerte de toda la comunidad”, asegura Óscar Mota, el director de la Escuela oficial urbana mixta Cooperativa Gumarkaah, en Santa Cruz del Quiché, Guatemala. Allí, en un humilde colegio, con la pintura destartalada y la cancha de fútbol cercada con vallas electrificadas por la delincuencia en la zona, trabaja desde hace años esta particular profesora a la que los niños conocen por sus juegos creativos y su cariño. Y ahora también por crear cuadernillos escolares propios y asegurarse de que todos sus alumnos tuvieran acceso a internet. Aunque tuviera que pagar mensualmente el de seis de ellos. “Conozco las necesidades de mis familias, un maestro no puede quedarse solo en estas cuatro paredes”, dice con los ojos lleno de lágrimas.
El 15 de marzo de 2020 se cerraron todas las escuelas del país, incluida esta de 473 alumnos de Primaria e Infantil, y el disgusto fue casi mayor para la docente que para los pequeños: “Pensé en las consecuencias que podría traer para mis niños, en lo mucho que iba a extrañarlos”. Las semanas fueron pasando y llegó el material educativo de autoaprendizaje del Ministerio de Educación. Sin embargo, no fue suficiente: “Mis niños no entendían nada. Me llamaban a cada rato a que les explicara qué quería decir un enunciado o un símbolo”. Así que en mayo decidió ponerse manos a la obra. Cogió un libro de lenguaje y comunicación y empezó a confeccionar un cuadernillo por cada uno de los diez temas, con actividades propias y contenido adaptado.
Con la primera asignatura se demoró un mes y el coste de las impresiones que entregaba a los papás de cada alumno era inasumible. Así que corrió la voz para que “los que más tenían ayudaran”. Pronto empezaron a llegar donaciones y todo el claustro de maestros se involucró. “Fue muy especial porque no me sentí sola”, cuenta sin soltar los coloridos cuadernos ya completos por sus chicos. Aunque el país haya inaugurado la vuelta al colegio semipresencial, su escuela no cuenta con la infraestructura para hacerlo. “Llevamos así un año y leo los protocolos y me echo a llorar”, cuenta emocionada. “Nos piden que no cantemos, que no nos toquemos… Me están matando como profesora. La educación no puede ser esto”.
Brasil: Vilma Soares, en busca de la comunicación con su alumno con autismo
Texto: Felipe Betim (São Paulo)
Bloques de construcción, pasta de moldear y tapas de refrescos han sido algunos de los materiales que Vilma Soares, de 44 años, ha utilizado a lo largo de 2020 en sus clases con Robson Melo, un niño humilde de 12 años. Soares es profesora de Primaria en una escuela pública de Duque de Caxias (925.000 habitantes), una ciudad obrera cercana a Río de Janeiro. Cuando arrancó la pandemia, sus alumnos y alumnas pasaron a clases virtuales. Pero no tardó mucho la profesora en observar que Robson no conseguía acompañar las actividades online. El niño tiene autismo y todavía está aprendiendo a leer y escribir.
Así que, a lo largo de 2020 Soares adquirió, una vez al mes, y con su propio dinero, cajas con material sensorial. “Mi pasión es trabajar la alfabetización”, cuenta. Una vez al mes se dirigía a casa de Robson para darle las letras del alfabeto, los números y los bloques de construcción, entre muchos otros materiales. “Hacíamos una videollamada todos los días a las cinco de la tarde. Un niño con autismo necesita una rutina para desarrollarse”.
El resultado positivo de su método sorprendió a todos y a Soares le concedieron un premio de innovación en educación. En 2021, la profesora ha sido promovida al puesto de directora de una escuela en Duque de Caxias y tiene planes de expandir su método. “Esos materiales pueden servir para quienes tengan cualquier tipo de dificultad”, argumenta. Soares nació en la misma región obrera que sus alumnos y es también una activista de la educación pública. “La escuela tiene el papel de minimizar las desigualdades. Es lo que más me motiva para seguir trabajando”.
Argentina: Pablo Alejandro Basile, música en lancha
Texto: Mar Centenera (Buenos Aires)
Cuando en 2020 se suspendieron las clases presenciales, Pablo Alejandro Basile, de 50 años, se enfrentó a uno de los mayores desafíos en sus tres décadas como profesor de Música. Tenía que dar clases virtuales a niños de tres escuelas públicas del delta del Paraná de Buenos Aires que viven en casas frente al río, “donde la conexión de Internet es mínima”. Vio cómo los niños se desanimaban y muchos dejaban incluso de mantener el contacto, así que improvisó: repartió en lancha, entre las familias, todos los instrumentos que había en las escuelas”, cuenta Basile a través de la pantalla. Antes ya les habían hecho llegar con el mismo sistema material escolar, ropa y algunos alimentos no perecederos.
“Le dimos la vuelta. La escuela fue a la casa”, cuenta con orgullo. Las videollamadas fueron reemplazadas por vídeos subidos a YouTube y uno de los proyectos que más entusiasmo generó fue que los alumnos aprendiesen a hacer instrumentos con aquello que tenían a su alcance. “Hicieron palos de lluvia con cañas de la isla, unas maracas con semillas, tambores con las cosas más diversas… Cosas fabulosas”.
“Me mandaban también vídeos cantando y me decían que me extrañaban”, agrega este veterano docente. Debido a sus problemas de salud, está entre los grupos de riesgo y no ha regresado a la escuela, sino que mantiene las clases virtuales para aquellos alumnos que están en la misma situación que él, ya sea por ellos o por alguna de las personas con las que conviven. “Los extraño mucho, son increíbles y es un trabajo que trasciende”.
Ecuador: Carmen Valencia, 140 kilómetros diarios para enseñar
Texto: Belén Hernández (Esmeraldas)
La tenacidad y la constancia son buenos calificativos para definir a la profesora Carmen Valencia Madrigal. Esta ecuatoriana de 29 años, nacida en Tachina, un barrio de la ciudad de Esmeraldas, una región al oeste del país frente a la costa del Pacífico, no está dispuesta a dejar atrás a ninguno de los 17 alumnos de los que hace seguimiento personal cada semana desde que comenzó la pandemia. “No he tenido ningún abandono escolar. Comenzamos el curso siendo 17 y seguimos siendo 17. Y en caso de que se vayan a trasladar, allá que voy y los busco”, explica entre risas.
Licenciada en Lengua y Literatura, cada miércoles y jueves recorre 70 kilómetros de ida y otros 70 de vuelta, para atender a sus estudiantes en sus casas en una de las zonas rurales de la región. Desde que su escuela cerrara sus puertas el pasado marzo, forma parte de un programa implementado por el Ministerio de Educación, con el apoyo de la organización DYA y Unicef Ecuador, que atiende a niños, niñas y adolescentes de entre ocho y 18 años que llevan retraso educativo a través de un proceso que acelera su aprendizaje para que el curso que viene hayan alcanzado el nivel adecuado a su edad.
Valencia desearía que abriera su unidad educativa, como se conoce a los colegios en Ecuador, pero sabe que el centro necesitaría de una buena reforma para acondicionar el saneamiento para los más de 600 alumnos que alberga en turnos de mañana y tarde. Mientras tanto, recorre los hogares de los estudiantes y llega a ellos en autobús o subida, incluso, en el coche del panadero, el camión del gas o de la basura. Y asegura que nada la detiene, ni siquiera la desmotivación de algunas familias de sus pupilos. “Usted no se preocupe, que no le va a doler la cabeza, solo encárguese de que estén aquí sus hijos los jueves”, confiesa que le dijo a la madre de dos de sus alumnos.
Bolivia: Deysi Ucieda, inventando un idioma para alumnos sordos
Texto: Andrés Rodríguez (Cochabamba)
Deysi Ucieda se desempeña como profesora intérprete desde hace dos años. Los motivos que la llevaron a trabajar con estudiantes sordos es que hay pocos maestros en el área. “Implica mucha vocación y servicio, pienso que yo los tengo”, afirma. Los tres estudiantes de Secundaria con discapacidad auditiva del Centro de Educación Especial Guadalupano de Punata, un municipio rural fuera de Cochabamba, forman parte de una clase de educación regular.
Cuando se inició la pandemia en Bolivia, Ucieda vio que había contenido que sus alumnos con sordera no entendían y necesitaban apoyo. Decidió crear un aula virtual en Zoom y les enseñó a utilizar la plataforma a través de un videotutorial. Tenía que hacer accesibles las clases a sus estudiantes, con una conectividad muy limitada propia del área rural. Para ello, compró paquetes de datos de una hora, con un precio de 0,25 céntimos de euro, para dar sesiones tres veces por semana de Matemáticas y Lengua.
Utiliza recursos didácticos como canciones, imágenes y vídeos de Youtube, y ha creado un lenguaje interno con sus estudiantes para poder entender algunas terminologías, ya que, según explica, en ciertas materias no hay muchas señas disponibles para entender el contenido. “Ellos se inventan las señas y eso es algo que compartimos entre nosotros, no es oficial, pero así nos entendemos”, explica la educadora.
Ucieda es muy expresiva en el rostro cuando comienza a hablar con señas. Quienes se comunican a través de este lenguaje se fijan mucho en las expresiones del intérprete, ya que, cuanto más acentuadas, más denotan la gravedad o seriedad del asunto. Cuando comenzó con las clases virtuales tuvo que adaptar un palo de selfie para grabarse y pedirle incluso a su esposo que le filmara durante sus sesiones. Sonríe cada cierto tiempo porque ellos, según dice, la motivan a superarse y a aprender más. “Mi sueño es que salgan bachilleres y vayan a la universidad. Amo lo que hago, porque cada día aprendo el doble de lo que enseño”, finaliza la profesora.
Colombia: Luz Nelly Camacho, clase a la sombra de un árbol de mango
Texto: Santiago Torrado (Bogotá)
“Ese lugar es hermoso. Cuando tú llegas ahí, sientes paz”. La profesora Luz Nelly Camacho no se ahorra adjetivos para describir la Institución Educativa Santa Fe de Icotea, que ella misma ayudó a levantar hace 13 años, rodeada de árboles, entre ellos un mango que suele aprovechar como si fuera otra aula. La irrupción de la pandemia le arrebató a esta educadora de 55 años el placer de enseñar a sus 150 alumnos entre el sonido de los pájaros en la vereda de Pasoelmedio, una pequeña comunidad rural en María La Baja que se asentó allí, a media hora del casco urbano, después de verse desplazada varias veces por la violencia de los grupos armados ilegales que azotan el departamento de Bolívar, en el Caribe colombiano.
Luz Nelly incluso llegó a enfermar y sufrir insomnio por la incertidumbre, pero no se dio por vencida. Desde que se suspendieron las clases presenciales en Colombia hace ya un año, ha redoblado sus esfuerzos para sortear los desafíos que impone la covid-19 en hogares campesinos marcados por la pobreza, que carecen de conectividad y computadores.
“A un estudiante rural el maestro le lleva todo. La virtualidad no existe en el campo, las familias no tienen ni teléfonos inteligentes”, explica sin amarguras. Los ocho profesores de la escuela se reunieron y diseñaron unas guías y cartillas que hacen llegar cada semana a sus alumnos, y le dan indicaciones por teléfono a los padres. Un grupo de jóvenes las recoge en el colegio y las llevan hasta las casas, dispersas y apartadas. “Ellos están prestos para ayudar a llevarlas en burro, bicicleta o moto, eso es una cosa hermosa, que puedan orientar al que viene más atrás”, relata entusiasmada. “Mis estudiantes son mis hijos y me siento parte de esa comunidad”.
Como muchos alumnos solo recibían la alimentación escolar, todos los meses, cada vez que reciben su sueldo, Luz Nelly y sus colegas hacen compras y organizan también una olla comunitaria en el colegio, con todas las medidas de seguridad. Hasta allí llegan los padres para llevarle a sus hijos los platos que cocina su maestra. Al ñame, el plátano y la yuca que cultivan, los educadores añaden la carne y otras proteínas.
“Las brechas entre el campo y la ciudad en Colombia son inmensas. Estos profesores se convirtieron en unos héroes al echar mano de su imaginación para no dejar a sus niños sin clases”, valora María Isabel Cerón, directora en Colombia de la ONG Ayuda en Acción, que acompaña desde hace tiempo a la Institución Educativa Santa Fe de Icotea. “Luz Nelly es una persona que no se deja doblegar a pesar de las dificultades; ella quiere estar ahí, ejerciendo su vocación, que es la docencia”.
Venezuela: Iris Pellicer, una escuela en las habitaciones de los hijos que emigraron
Texto: Florantonia Singer (Caracas)
Iris Pellicer tiene 56 años y se graduó como abogada durante la pandemia. Quedarse en casa y las propias dificultades que atravesó para completar sus estudios de forma virtual le hicieron pensar en los niños de su comunidad, el barrio José Félix Ribas de Petare, en el este de Caracas, una de las más grandes barriadas de Venezuela. “Yo todos los días salía de madrugada de casa a trabajar y a estudiar y llegaba de noche”. Cuando el confinamiento la obligó a quedarse en su barrio, empezó a ver cómo los hijos de sus vecinos se pasaban todo el día en la calle. “Es una preocupación muy grande ver un niño en la calle en un barrio como este”. Si no estaban yendo a la escuela, el salto al abandono y a la delincuencia estaba a un paso. Sin ser maestra pero sí licenciada fundó la escuelita —como la llaman— en su casa.
En los cuartos llenos de trastos que dejaron sus hijas, que emigraron a Chile y son parte de la enorme diáspora que ha empujado la crisis humanitaria en Venezuela, habilitó salones para impartir clases a los niños y ayudarlos en las tareas que durante un año han recibido sin mayor interacción con sus maestros, pues la precariedad de las telecomunicaciones es uno de los abismos que hay que cruzar para la educación a distancia en este país. Los libros que utiliza son los que dejaron sus hijas.
A su casa llegan niños que caminan durante una hora para recibir la orientación, otros cuyos padres no tienen teléfono móvil para recibir las tareas. Con una tableta electrónica que ha compartido hasta con 18 estudiantes, Pellicer los asiste. Una pareja de profesores da el refuerzo en las áreas básicas de Lengua y Matemáticas. Para pagarles a ellos les pide a los padres una colaboración de dos dólares por niño, alrededor de un euro y medio, que con los meses se ha vuelto prohibitiva para algunos. Gracias a la difusión de su experiencia ha recibido donaciones: la escuelita ahora tiene 14 sillas, una mesa y una pizarra acrílica, y está buscando la forma de que obtener financiación para becar a los que no pueden abonar la matrícula.
Lo particular de la historia de Pellicer es que otras iniciativas como esta se han replicado por la ciudad. Son una postal de los obstáculos que atraviesa un niño venezolano para aprender en estas circunstancias en las que la solidaridad se ha convertido en el único sostén que tienen algunos cuando el Estado no llega.
Perú: Walter Velásquez Godoy, un robot para educar a los niños campesinos
Texto: Jacqueline Fowks (Lima)
El profesor peruano Walter Velásquez Godoy fue premiado por primera vez en 2012 por innovar en la enseñanza en el ámbito rural, pero durante la pandemia la educación a distancia fue un problema mayor. Sus alumnos de Primaria viven en comunidades campesinas remotas y pobres sin electricidad, sin conexión a internet, y los padres de familia carecen de móviles inteligentes. Por ello, creó un robot educativo bilingüe (quechua-español) de dulce voz llamado Kipi que, entre sus muchas funciones, reproduce las clases de Aprendo en casa a las que sus estudiantes no pueden acceder vía web, radio o televisión. Velásquez, de 37 años, trabaja en el colegio Santiago Antúnez de Mayolo de Tayacaja, en la región peruana de Huancavelica, a casi 3.000 metros sobre el nivel del mar. Hace años, a pulmón, abrió en su escuela un Laboratorio de Creatividad e Innovación, y allí fabricó a Kipi con chatarra electrónica.
Kipi significa en quechua “cargar”. Tiene un panel fotovoltaico y contiene canciones, audiolibros y respuestas a preguntas que hacen los niños y niñas: además gira y mueve los brazos para bailar con ellos.
El profesor llevaba a Kipi en un burro, enseñaba a los adultos a usarla y la dejaba algunos días en cada casa: así daba clases a más de 30 alumnos desde junio. Con el apoyo de una empresa elaboró diez réplicas de la robot, y voluntarios y otros profesores las han llevado a más escolares. Kipi ha sido muy importante en la enseñanza porque, en 2019, Velásquez identificó problemas de lectura en sus alumnos y, además, en la región donde trabaja, un alto porcentaje de mujeres no sabe leer y escribir y no puede ayudar a sus hijos en las tareas.
“Estoy terminando de redactar un cuaderno de trabajo para alumnos llamado Kipi libro para fortalecer los aprendizajes con el mismo enfoque indagatorio y científico. Contiene lecturas y desafíos sobre Ecología, Biología...”, anuncia el maestro por teléfono. “Lo van a publicar pronto para distribuirlo, es útil para quienes no tienen impresora”, explica. Velásquez ha recibido en 2017 las Palmas Magisteriales en el grado de Amauta (maestro en quechua), un galardón que entrega anualmente el Ministerio de Educación. Aunque el año escolar terminó en diciembre, su trabajo no se ha detenido: creó un videojuego para Android. “Es un Kipi virtual en 3D, no necesita Internet y lo hemos colocado en móviles usados que nos han donado”, agrega con un entusiasmo que la pandemia no ha mellado.
Costa Rica: Grettel Fernández, la maestra omnipresente
Texto: Álvaro Murillo (San José de Costa Rica)
La profesora Grettel Fernández, o niña Grettel como se le dice también a las maestras de Primaria en Costa Rica, es la encargada de animar uno de los grupos del primer grado en la escuela La Carpio, un verdadero oasis para la comunidad pobre de casi 20.000 habitantes, el mayor asentamiento de origen migratorio de Centroamérica. El problema es que ese oasis estuvo cerrado o casi cerrado durante cerca de un año por la pandemia y los 2.000 estudiantes de la escuela fueron obligados a hacinarse en sus casas, algunas violentas, muchas insalubres y casi todas llenas de pobreza.
Por ahí empezaba la angustia de la maestra Fernández. “Un niño hambriento no aprende, no importa qué haga uno por ellos, y menos a distancia”. Habló con una hermana y con una vecina adinerada, y consiguió apoyo para recolectar decenas de paquetes de comida y ropa que repartía la mamá de un alumno, la única que tenía automóvil. La red informal se convirtió casi en una ONG de emergencia, admite. La maestra se coordinó durante muchos meses con padres de familia por la única vía de comunicación, sus teléfonos móviles con planes de prepago. La niña Grettel esperaba a contactar con ellos por las noches, cuando volvían del trabajo o de buscarlo. Algunos se valían de redes públicas, para después improvisar como maestros caseros y ayudar al niño con los materiales.
Aun así, la profesora perdió contacto con tres estudiantes y sus papás. Pidió entonces a otros padres buscarlos por el barrio. Coordinó con dos mamás para que también atendieran como tutoras a niños cuyos padres o abuelos no podían o no sabían cómo ayudarles. “No se me perdió ninguno; al terminar el curso del 2020 pude decir que estaban todos, aunque no presencialmente”.
Advierte que su trabajo no fue único, que muchas otras maestras también hicieron lo imposible para mantener el vínculo con los estudiantes y que la escuela tiene un eficaz equipo de una psicóloga, una trabajadora social y dos orientadoras que hacen un trabajo casi de detectives para evitar a toda costa que el niño se desconecte del todo. Para ello, sabe, es vital ese sexto sentido para detectar cuándo algo no anda bien en las casas. Esa conexión va más allá de una red celular, por necesaria que sea esta. Es la que inyecta la maestra Fernández ahora que el curso lectivo volvió de manera presencial.
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