México y España deben reconciliarse
Es urgente recomponer con un diálogo honesto la relación dañada tras la petición legítima de que se reconozca la violencia del pasado
La cultura puede volver a ser el mejor puente entre México y España. En un momento en que la relación política y diplomática pasa por horas bajas, el arte, la creación y la memoria ofrecen una vía de reencuentro. Las exposiciones que Madrid acogerá sobre el arte de las mujeres indígenas mexicanas no son solo un gesto simbólico: representan una invitación a reconstruir los lazos entre ambos países desde el respeto y la admiración mutua y no desde el reproche. La cultura, al fin y al cabo, ha sido siempre el terreno donde España y México se han comprendido mejor.
La ausencia del rey Felipe VI en la toma de posesión de la presidenta Claudia Sheinbaum marcó un punto de inflexión. Fue la confirmación de que los lazos entre ambos países están dañados. Desde que Andrés Manuel López Obrador enviara en 2019 una carta al Rey reclamando que pida perdón por los abusos de la conquista, el diálogo quedó suspendido entre la susceptibilidad y el silencio. No puede pasar más tiempo sin que se componga de nuevo.
Aquella carta, que fue interpretada en España como una exigencia de disculpas, planteaba algo más amplio: un reconocimiento mutuo del pasado y un gesto compartido hacia los pueblos originarios. La intención no era levantar un muro, sino abrir una conversación pendiente. A López Obrador le fallaron las formas y el tono, pero el reclamo tenía un fondo. El perdón, entendido no como humillación, sino como ejercicio de memoria y empatía, puede ser una herramienta poderosa para sanar heridas históricas. Lo difícil es hacerlo sin que se convierta en un arma política.
Ambos países comparten un problema de fondo: la dificultad para reconciliarse con sus propios pasados. Ni el México de hoy, que celebra más de dos siglos de independencia, ni la España democrática del siglo XXI deberían tener dificultades para mirar ese pasado de frente. Reconocer los abusos cometidos, los despojos y las desigualdades que se arrastran desde entonces no debilita a los Estados; los fortalece. Pedir perdón no implica asumir culpas personales, sino mostrar madurez colectiva. Francia y Bélgica han dado pasos similares, y sus sociedades no se fracturaron por ello. España debe hacerlo también, en un gesto de fortaleza moral que reforzaría su imagen en América Latina, donde su influencia política y cultural se ha reducido.
México vive su historia no como algo fosilizado, sino como una energía presente. Las exposiciones en Madrid ofrecen la oportunidad de redescubrirla. En ese terreno, donde la curiosidad sustituye al agravio, es posible construir una relación más horizontal y duradera.
España necesita evitar que los ecos del nacionalismo más rancio sigan bloqueando cualquier gesto simbólico de reconciliación. No se trata de reescribir la historia, sino de ampliarla, de reconocer que la memoria compartida también incluye sombras y contradicciones.
México también puede contribuir a ese acercamiento desde la serenidad y el respeto institucional. El cambio de liderazgo con la llegada de Sheinbaum, una presidenta menos confrontativa que su antecesor, ofrece una oportunidad para relanzar la relación. La historia de ambos países es demasiado rica, compleja y entrelazada como para dejarla secuestrada por la política coyuntural.
España le debe un gesto a México. Ambos países comparten más que lo que los separa: una lengua viva, una tradición cultural inmensa, enormes lazos económicos y una vocación democrática que se ha construido a golpe de memoria. Reconstruir la relación exige menos orgullo y más escucha, menos énfasis en las culpas y más voluntad de comprensión. Si ambos países entienden que el perdón se ofrece y no se exige, y que mirar atrás no implica retroceder, abrirán la puerta a una reconciliación verdadera: una que no se escriba con rencor, sino con respeto.