Hace falta un plan b para el consenso climático en España
Vencer al negacionismo no es cuestión de repulsión moral o de indignación científica, sino de construir un proyecto proclima transversal a toda la sociedad
“El mundo en el que crecimos ya no existe”. Esta frase es el pie de foto perfecto para cualquier imagen de los devastadores incendios de este verano. Otra catástrofe anunciada que vuelve a traducir a experiencia traumática un mensaje que la ciencia lleva décadas advirtiendo: por sus condiciones geográficas, ...
“El mundo en el que crecimos ya no existe”. Esta frase es el pie de foto perfecto para cualquier imagen de los devastadores incendios de este verano. Otra catástrofe anunciada que vuelve a traducir a experiencia traumática un mensaje que la ciencia lleva décadas advirtiendo: por sus condiciones geográficas, España es el país europeo más vulnerable al cambio climático. Si a esto se le suman malas decisiones políticas, como el abandono forestal acumulado, la infradotación de servicios públicos o la incompetencia de gobiernos en manos de retardistas, el resultado es agosto de 2025.
Si a este panorama no le ponemos remedio con buenas decisiones políticas, agosto de 2025 puede ser solo un preludio. Como resume en una importante tribuna Antxon Olabe, la última evidencia científica es clara: el cambio climático se está acelerando y los impactos son más severos de lo previsto. Necesitamos reordenar prioridades. Pero es que sabemos que algunas políticas públicas de Estado definen todo un siglo. La desamortización lo hizo en el siglo XIX. El Plan de Estabilización en el XX. La transición ecológica lo hará en el XXI. Y el esfuerzo de descarbonización, que puede convertir a España en una superpotencia energética e industrial, tiene que ser complementado con un esfuerzo equiparable en materia de adaptación que garantice seguridad y vidas buenas en el mundo que viene, que en muy poco tiempo será climáticamente mucho más hostil.
La gran pregunta es si la política estratégica sobre el clima en España, en 2025, puede adoptar la forma de un pacto de Estado. Idealmente, en sociedades democráticas la primera opción para enfrentar un problema social tan complejo debería ser blindar unos mínimos climáticos que eviten los vaivenes de la alternancia política y protejan el clima de los efectos de una esfera pública corrosiva. Más si cabe cuando se piensa en el nivel de coordinación que ello exige, los plazos temporales tan cortos que impone y las implicaciones desastrosas de un fracaso relativamente probable. Por eso, en condiciones normales el anuncio del presidente Pedro Sánchez del 17 de agosto llamando a un gran pacto de Estado ante la emergencia climática tendría que suponer el principio de un acuerdo histórico. Ninguna formación política ni entidad civil progresista, o simplemente responsable, debería quedarse fuera. Este es el plan a. Y toca contribuir a él con la mejor voluntad constructiva.
Pero también es importante ser precavidos. “El mundo en el que crecimos ya no existe” es una frase que no aplica solo al clima. También afecta a la política. 2025 no es la posguerra que alumbró el consenso keynesiano. Tampoco estamos ya en los años noventa. Las condiciones de posibilidad de los consensos políticos en Occidente se han degradado de un modo tan radical, y este Gobierno lo ha padecido, que presentamos ciertas resistencias epistemológicas y morales a creerlo. Esta reticencia nos ayuda a evitar las profecías autocumplidas del pesimismo, que también son un lastre.
En primer lugar, la investigación sociológica y politológica viene constatando que, al menos desde la pandemia, los clivajes políticos sobre el clima están confluyendo entre Europa y Estados Unidos en el peor sentido posible. El consenso climático blando de la Unión Europea se diluye. Mientras tanto crecen, mucho en la derecha pero también en la izquierda, un negacionismo y un retardismo climáticos específicamente europeos. En segundo lugar, el mundo en el que crecimos dejó de existir en el momento en que la Administración de Trump comenzó a demoler activamente el orden geopolítico y comercial nacido en 1945, y quizá la propia democracia en el país más influyente del mundo. Una Administración de Trump que, por cierto, ha declarado una guerra mundial a la descarbonización, que va más allá de sus fronteras y ante la que no somos inmunes.
Este movimiento de arrastre de la derecha occidental ilustrada hacia la extrema derecha negacionista no es una hipótesis. En España, el trumpismo y su paquete ideológico ya operan y gobiernan a nivel autonómico allí donde el PP necesita a Vox, e incluso en algunos gobiernos del PP en solitario, como en la Comunidad de Madrid. Estos pactos, lejos de ser circunstanciales o tácticos, prefiguran un bloque histórico conservador que imposibilita el consenso climático. Los últimos acontecimientos avalan esta interpretación: en contra de cualquier sentido responsable de Estado, el Partido Popular votó en contra del decreto ley antiapagones, una medida muy técnica y transversalmente beneficiosa. Ni siquiera las presiones del mundo empresarial, con las que se contaría en cualquier cálculo político normal, consiguieron cambiar su posición de bloqueo.
Ojalá tuviéramos en España una derecha climáticamente comprometida, con la que llegar a acuerdos transversales. Pero esta posibilidad, que sí es plausible en otros países europeos, en el nuestro es, en el mejor de los casos, una extraña conjetura. El pacto de Estado frente a la emergencia climática demostrará su plausibilidad. Por eso, la Gran Adaptación y la política climática en España necesitan un plan b que parta de la siguiente premisa: ganarse a la derecha actual para la causa del clima es demasiado improbable. La mejor opción es ganarla. Los grandes consensos no siempre surgen de buscar un punto intermedio entre dos posturas contrarias, sino porque uno de los bandos tiene que asumir las posiciones del rival por su eficacia y su popularidad.
Este plan b pasa por la ya de por sí complicada tarea de consolidar como un bloque histórico proclima al bloque de investidura que sostiene al Gobierno progresista. Y, aún más, asegurar su permanencia en el poder el tiempo suficiente como para desarrollar algunas políticas públicas estratégicas cuya popularidad y utilidad las haga de un sentido común de carácter irreversible. Esta tarea dista de ser fácil, dada la complejidad del ensamblaje político que debe articular. Es probable, además, que la derecha capaz de llegar a acuerdos climáticos esté ya integrada dentro del bloque de investidura, especialmente en el caso de los nacionalismos vasco y catalán. Esto a su vez plantea obstáculos al trabajo con una parte de la izquierda que, en algunos casos por tacticismo y en otros por retardismo, está relativizando cada vez más su alineamiento con las políticas ecologistas.
Sea para consolidar la cohesión interna durante la legislatura o para seguir gobernando España tras ella, este bloque histórico del clima, capaz de desplegar la Gran Adaptación que necesitamos, debe presentar a la ciudadanía un proyecto de transformación de una ambición inaudita, a la altura de la crisis a la que se enfrenta. Al negacionismo climático no se le vence con repulsión moral o indignación científica, sino con un proyecto de país de una potencia superior y con un amplio, plural y difuso cuerpo de cuadros políticos, académicos, culturales, mediáticos, empresariales y activistas comprometidos con este horizonte, que sepan construir y disputar el relato que lo demuestre.
En lo climático, este proyecto tiene dos pilares. El primero es hacer de la transición ecológica el motor para incorporar a España a esa revolución industrial verde, a esa ola tecnológica y modernizadora que ya está cambiando el mundo, que permitirá redistribuir prosperidad y que no podemos dejar pasar. El segundo, un gran plan de adaptación en el que el adjetivo histórico no sea un recurso de marketing, sino que venga respaldado por compromisos institucionales y de financiación contundentes. Su ambición se observará en sus partidas presupuestarias.
La gran política de nuestro siglo será climática. Los mimbres para construirla con éxito están dados. Solo falta que los agentes políticos y sociales terminemos de interiorizar que, realmente, el mundo en el que nacimos y crecimos ya no existe.