El señor presidente: escribamos el final de la novela del dictador
Los gobiernos de Venezuela y Nicaragua siguen empeñados en alimentar el viejo subgénero literario sobre los sátrapas de América Latina
Es bien sabido que la novela latinoamericana da fe de una historia dolorosa de dictadores, que tal vez no sea peor que la de otros continentes, pero ha sido tan bien narrada por literatos excepcionales que han convertido la figura del tirano en uno de esos personajes de los que hablaba MacIntyre en su libro Tras la virtud. Se refería el filósofo estadounidense a un teatro japonés en el que aparecían unos personajes que representaban la moralidad de figuras bien conocidas de la vida corriente, y...
Es bien sabido que la novela latinoamericana da fe de una historia dolorosa de dictadores, que tal vez no sea peor que la de otros continentes, pero ha sido tan bien narrada por literatos excepcionales que han convertido la figura del tirano en uno de esos personajes de los que hablaba MacIntyre en su libro Tras la virtud. Se refería el filósofo estadounidense a un teatro japonés en el que aparecían unos personajes que representaban la moralidad de figuras bien conocidas de la vida corriente, y por eso los espectadores los reconocían y los tomaban como referente para entender el conjunto del drama. Y no sólo eso, sino también para comprenderse a sí mismos y la cultura moral de su sociedad. Citaba nuestro autor a distintos personajes en diversas culturas y, a mi juicio, uno de ellos, desgraciadamente muy actual, podría ser el señor presidente, tomando prestado el rótulo al premio Nobel guatemalteco de 1967 Miguel Ángel Asturias, en un libro escrito contra el dictador Manuel Estrada Cabrera. En el mismo entorno se sitúan novelas tan angustiosas por su trama como Yo el Supremo, del paraguayo Augusto Roa Bastos (1974); El recurso del método, del cubano Alejo Carpentier (1974); El otoño del patriarca, del colombiano Gabriel García Márquez (1975), o La fiesta del Chivo, del hispanoperuano Mario Vargas Llosa (2000). Tirano Banderas, de Ramón María del Valle Inclán (1926), forma parte también de este elenco de tiranos, tan nutrido y significativo que ha dado a luz a un subgénero literario: la “novela del dictador”.
Desgraciadamente, la historia se ha venido repitiendo más tarde. No es sólo “historia de ayer”, sino también de aquí y ahora, en Cuba, pero más recientemente en Venezuela y Nicaragua. De esta segunda nos llegan los relatos de Sergio Ramírez, que ha vivido y vive en carne propia la tiranía de Daniel Ortega y Rosario Murillo, esa extraña pareja que ha traicionado hasta extremos insospechados aquella revolución sandinista que puso fin a la dictadura sanguinaria de la dinastía somocista en 1979.
Para muchos de los que vivimos desde España el derrocamiento de Somoza, el triunfo del sandinismo supuso un hito en la senda del progreso y como tal lo celebramos. Despertó aquel entusiasmo del que Kant decía, refiriéndose a la Revolución Francesa, que era una muestra palmaria del avance moral de la humanidad. Romper las cadenas de la tiranía y tratar de ir encarnando la libertad, la igualdad y la fraternidad en un tiempo y un lugar concreto era un síntoma palpable de que la humanidad avanzaba. En aquel caso, en la Francia de 1789; en nuestro caso, en la Nicaragua del siglo XX. Tener esperanza en el progreso exige dar razones para albergarla, y la revolución sandinista se convertía en un signo de avance. Sin embargo, Ortega y Murillo han frustrado esa expectativa y se han convertido en tiranos inmisericordes, como vienen contando la prensa, las redes, los medios, pero también novelas sobrecogedoras como las de Sergio Ramírez, quien formó parte del Gobierno sandinista como vicepresidente de 1985 a 1990, dimitió por repugnancia ante la deriva de los acontecimientos, y en 2023 se vio privado de la nacionalidad nicaragüense.
Esta es la táctica disuasoria de los sátrapas, que puede llegar al extremo de cerrar fronteras para impedir la entrada a los opositores en elecciones presuntamente democráticas, encarcelar a los adversarios, inhabilitarlos y basar toda su autoridad en el apoyo de un partido sometido, la alianza con un ejército sumiso, el petróleo y las fuerzas represivas. En realidad, con estas medidas los gobiernos pierden su reputación ante una gran cantidad de países y dejan también por el camino jirones de legitimidad ante la opinión pública; no digamos si se niegan a reconocer su evidente derrota en las urnas. Este es, claro está, el caso de Venezuela, un país tan ligado a España por razones históricas y culturales y por vínculos de afecto sincero, tejidos a menudo en una vida cotidiana compartida, presencial o telemáticamente. Desde hace tiempo, los alumnos venezolanos, emigrantes o exiliados, forman parte de nuestra realidad universitaria.
Si es verdad que el camino hacia la paz consiste en ir democratizando todos los países hasta llegar a construir una sociedad cosmopolita, capaz de abordar los desafíos de la globalización de modo que los afectados por ella puedan ser a la vez los autores de las decisiones que se tomen para hacerles frente, es urgente acabar con esa perversa propensión, tan extendida entre algunos presidentes del siglo XXI, a tomar el Gobierno como una propiedad privada que hay que defender frente a los oponentes a capa y espada para seguir conservando el poder ad calendas graecas. A mi juicio, esa es una de las causas más comunes del retroceso de la democracia en el nivel local y mundial.
Como bien decía Robert Dahl, en ningún lugar del mundo se vive una democracia en el pleno sentido de la palabra; a lo sumo, hemos llegado a vivir en poliarquías, que no es poco. Pero el que no avanza, retrocede, y la democracia es una forma de gobierno que identifica a los autores de las leyes con sus destinatarios; el régimen propio de ciudadanos, que se saben señores, y no siervos, menos todavía, esclavos; autónomos, y no heterónomos, y lo son en igualdad de derechos por ser todos igualmente ciudadanos. El imperio de la ley, base del Estado de derecho, y la separación entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, que deben controlarse mutuamente, dificultan los totalitarismos y las tiranías hasta llegar a imposibilitarlos. Faltarían todavía las elecciones libres e imparciales, el sufragio inclusivo, el derecho a ocupar cargos públicos, la libertad de expresión y la posibilidad de la alternancia política. Que puedan alternar los líderes y partidos que ejercen el poder político es una condición indispensable para hablar de democracia.
Sin embargo, incorporar estos requisitos es imposible cuando la política se convierte en algo tan absurdo como una lucha del Bien contra el Mal que justifica toda suerte de desafueros cuando los cometen los presuntos representantes del Bien. Es la táctica de todos los tiranos que en el mundo han sido y que en el siglo XXI está proliferando. Gobernar consiste entonces no en buscar el bien común o el interés general, sino en abrir un muro entre ellos y nosotros, y, valiéndose del poder del Estado, no dejar ningún resquicio por el que pueda entrar una alternativa. Obviamente, este proceder se encuentra en las antípodas del espíritu y la letra democráticos.
Es, pues, urgente impulsar el progreso hacia la democracia trabajando codo con codo, en principio, con los países que nos son más cercanos en cultura y afectos y con los que podemos tener una mayor influencia mutua. Un paso decisivo sería que España se uniera abiertamente y sin ambages al llamamiento del presidente de Chile, Gabriel Boric, a “hacer todos los esfuerzos internacionales para que el pueblo de Venezuela tenga el derecho a decidir su propio destino”.
Es un momento óptimo para ir dejando sin material narrativo las novelas del dictador en el mundo de habla hispana, de suerte que queden como un doloroso recuerdo de un pasado indeseable y remoto. Como geniales expresiones literarias de lo que nunca debió ser ni debe volver a ser.
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