Europa necesita un nuevo proteccionismo

Resulta urgente hacer un examen sereno pero radical para modificar las relaciones económicas internacionales y frenar el nacionalismo

sr. García

¿Permanecerá Europa pasiva ante los peligros que constituyen las políticas de Donald Trump para la economía y la estabilidad mundiales? ¿O será capaz de anticiparse a las conmociones que se nos vienen encima e imaginar una alternativa sostenible a las formas de libre comercio que se ejercen desde los años ochenta y que se han topado con un rechazo universal en las urnas?

Ya sabemos que todos los países van a...

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¿Permanecerá Europa pasiva ante los peligros que constituyen las políticas de Donald Trump para la economía y la estabilidad mundiales? ¿O será capaz de anticiparse a las conmociones que se nos vienen encima e imaginar una alternativa sostenible a las formas de libre comercio que se ejercen desde los años ochenta y que se han topado con un rechazo universal en las urnas?

Ya sabemos que todos los países van a tener que adoptar rápidamente una posición frente a las amenazas del nuevo inquilino de la Casa Blanca sobre aranceles y barreras aduaneras. Esta aceleración de la historia es peligrosa, pero también ofrece la oportunidad de reinventar unas relaciones económicas internacionales que están agotadas, a poco que comprendamos la especificidad del momento actual.

Desde luego, el programa del nuevo presidente es, en muchos aspectos, una continuación de los programas del Partido Republicano desde la campaña electoral de Barry Goldwater en 1964, cuyo objetivo ha sido siempre desmantelar el New Deal de Franklin D. Roosevelt. Trump asegura que el periodo de mayor riqueza de Estados Unidos fue el de la presidencia de William McKinley (1897-1901), en el que aún no se había creado el impuesto sobre la renta y el Gobierno federal se redujo a lo justo.

Milton Friedman, en su día, expresó una opinión similar cuando dijo que la instauración del impuesto sobre la renta en 1913 y sus sucesivos incrementos (con un tipo marginal medio por encima del 78% entre 1930 y 1980) habían contribuido de forma crucial a su empobrecimiento. Ahora, Trump se ha propuesto abolirlo del todo, aunque es poco probable que lo consiga en estos cuatro años.

También en materia comercial hay más continuidad de la que se suele creer. Puede que el lenguaje haya evolucionado, pero las prácticas mercantilistas de Trump no son muy diferentes de las de Ronald Reagan, que en los años ochenta impuso aranceles del 45% a los coches japoneses, del 100% a los ordenadores, televisores y herramientas eléctricas del mismo país y del 15% a la madera importada desde Canadá. China ha sustituido hoy a Japón en la mira de la revancha presidencial, y Trump prefiere recurrir a los aranceles antes que a las cuotas de importación que Reagan utilizó tantas veces (incluso contra países europeos), pero en ambos casos prevalece la misma filosofía: una visión en la que el sálvese quien pueda y la agresividad en la defensa de los intereses nacionales son los verdaderos motores del progreso social.

Sin embargo, estas semejanzas no deben impedirnos ver la diferencia fundamental entre el trumpismo y sus precedentes históricos. Después de cuatro décadas en las que ha aumentado la integración financiera y somos cada vez más conscientes de la importancia de los bienes comunes globales (empezando por el clima), los efectos de las decisiones económicas, fiscales y comerciales de Estados Unidos en el resto del mundo se han multiplicado por diez. El lema “Estados Unidos primero”, que se suele considerar aislacionista, en realidad es el primer programa nacional-liberal de alcance auténticamente mundial por su ambición y sus repercusiones económicas.

Para empezar, en materia fiscal las leyes aprobadas en Washington afectan más que nunca a otros países. Casi la mitad de las acciones de las empresas estadounidenses cotizadas en Bolsa están hoy en manos de no residentes, en comparación con el 5% de los años ochenta. Por eso, cuando Estados Unidos baja el impuesto de sociedades ya no se benefician solamente los accionistas estadounidenses (gracias al aumento de los dividendos que pagan esas empresas o la subida del precio de sus acciones), sino también el 1% más rico de la población en el resto del mundo.

El volumen de esos activos era insignificante hace 40 años, pero hoy, a través de diversos intermediarios financieros, los franceses más ricos poseen casi tantas acciones de empresas estadounidenses (alrededor de 800.000 millones de euros) como del CAC 40, el índice bursátil de las mayores empresas francesas (aproximadamente un billón de euros). Es decir, en un fenómeno sin precedentes Washington está exportando unas decisiones que repercuten en la desigualdad al resto del planeta.

Además de esta consecuencia directa, hay otra indirecta pero todavía más importante, que es el hecho de que se genera una carrera a la baja. En su primer mandato, Trump redujo el impuesto de sociedades del 35% al 21%; ahora planea reducirlo al 15%. La política de subvenciones a gran escala inaugurada por la Ley de Reducción de la Inflación de 2022, el nuevo rostro de la competencia fiscal internacional, va a continuar, pero modificada: ya no se pretende ayudar a las industrias verdes, sino a las empresas controladas por los aliados del nuevo Gobierno, especialmente en los sectores de la defensa y la tecnología. En cuanto al acuerdo internacional de 2021 sobre una fiscalidad mínima para las empresas multinacionales, hoy sobrevive con respiración asistida y es blanco de la sed de venganza de los republicanos. Ahora, la carrera empieza a acelerarse y en la línea de meta está el peligro de que los impuestos sobre el capital y la renta desaparezcan por completo.

Si hablamos del clima, la situación es parecida. Gracias al auge de la fracturación hidráulica, la producción de petróleo estadounidense se ha disparado en los últimos 15 años. Estados Unidos fue el mayor productor mundial en 2018 y un exportador neto de hidrocarburos en 2020, algo que no se veía desde finales de los años cuarenta, cuando las infraestructuras de los demás países estaban en ruinas. Pero eso no es suficiente para Trump, que ha decidido que la explotación sin límites sea uno de los objetivos fundamentales de su nuevo mandato.

Como ocurre con el dumping fiscal, esta política puede reportar grandes beneficios a corto y medio plazo al país que la pone en práctica. Pero este modelo de desarrollo tiene los pies de barro, porque es una suma negativa para todo el planeta: la absorción de capitales que suponen las reducciones fiscales va en detrimento del resto del mundo y, en consecuencia, empeora el aumento de las desigualdades; el petróleo que se extrae agrava el cambio climático, con consecuencias especialmente nocivas para las poblaciones más vulnerables de los países más pobres. A largo plazo, estas formas de competencia desleal no tienen más remedio que dar pie a reacciones enormemente violentas.

Estados Unidos no es el primer país que participa en formas de “competitividad” internacional con consecuencias negativas, por supuesto, y eso es lo más peligroso: con el regreso de Trump entramos en una zona de aceleración en la que va a haber competencia fiscal a partir de unos tipos ya muy bajos, en unas sociedades debilitadas por el aumento de la desigualdad y los casos de captura plutocrática y en un momento trascendental de la lucha contra el cambio climático, cuando las interdependencias son más numerosas que nunca y afectan ya a la base de nuestras democracias. ¿Culminará esta situación en la misma suma de desigualdades y el mismo estallido de violencias nacionalistas y conflictos armados —esta vez a escala verdaderamente planetaria— que a principios del siglo XX?

Es urgente hacer un nuevo examen sereno pero radical de las relaciones económicas internacionales. La perspectiva más prometedora es la de instaurar lo que podríamos llamar proteccionismo de interposición: una política que desactive y revierta las fuerzas de la competencia fiscal, la desigualdad y el caos climático.

En esta nueva forma de organizar la globalización, los países importadores aplicarían sus leyes fuera de sus fronteras para cobrar un recargo proporcional a las grandes empresas que tributan demasiado poco en el extranjero y a sus dueños multimillonarios.

Imaginemos, por ejemplo, que Tesla no paga impuesto de sociedades ni impuesto sobre el carbono en Estados Unidos, pero vende el 5% de sus automóviles en Francia. El Ministerio de Economía francés calcularía lo que la empresa habría tenido que pagar al otro lado del Atlántico si se aplicara la legislación fiscal francesa —están disponibles todas las informaciones necesarias para hacer ese cálculo— y cobraría el 5% de esa cantidad. Al mismo tiempo, Francia sustituiría a Estados Unidos a la hora de gravar a Elon Musk sobre la parte proporcional de su patrimonio que pudiera corresponder al territorio francés (una parte que se puede estimar en el 5%, dado que la mayor parte de su fortuna consiste en acciones de Tesla).

Este sistema es extraterritorial por naturaleza, puesto que los países consumidores impondrían sus normas fiscales, en parte, a los actores extranjeros a cambio del acceso a sus mercados. Pero hay que empezar a ver la extraterritorialidad como algo positivo: no como una herramienta al servicio de intereses particulares (que lo ha sido en muchas ocasiones), sino como el medio más eficaz para establecer unas normas universales que permitan limitar las desigualdades y garantizar la habitabilidad del planeta.

Este proteccionismo de interposición sería también un proteccionismo de desescalada, porque, a diferencia de los aranceles tradicionales, podría generar una dinámica virtuosa. A medida que los países consumidores empezaran a recaudar los impuestos evadidos en los países extranjeros, los gobiernos de estos últimos ya no tendrían motivo para ningún tipo de magnanimidad fiscal. En definitiva, la carrera a la baja se sustituiría por una carrera al alza.

En contra de la creencia popular, la extraterritorialidad no es privativa de las grandes potencias. Es indudable que un proteccionismo de interposición coordinado en las fronteras de la Unión Europea aceleraría drásticamente la carrera al alza. Pero no hace falta que toda Europa se ponga de acuerdo: basta con que un solo país haga depender el acceso a su territorio de que se cumplan unas mínimas normas fiscales —algo que ya ocurre en otros ámbitos, como el fitosanitario— y muestre el camino a los demás.

Esta nueva estrategia para las relaciones económicas internacionales no solo podría contrarrestar las fuerzas del dumping generalizado y, por tanto, ayudaría a contener los peligros del trumpismo, sino que, sobre todo, es una alternativa sostenible a las formas de libre comercio practicadas desde los años ochenta, que están muy desacreditadas. Es nuestra mejor posibilidad de poner en marcha una nueva dinámica de cooperación internacional —el único horizonte prometedor para el futuro del planeta— y detener las nefastas fuerzas del nacionalismo antes de que se lo lleven todo por delante.

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