El gobierno de los millonarios
Por vez primera, los dueños de inmensos monopolios, digitales o no, han llegado directamente al poder político para defender sus intereses
Uno. Hace muchos años, a mediados del siglo XIX, el multifacético pensador de Tréveris, un tal Karl Marx, llevado de su acendrado espíritu crítico, sostuvo que los gobiernos eran los consejos de administración de los intereses de la burguesía en su conjunto. Quizá cuando fue escrita esa frase respondía o reflejaba buena parte de la realidad, pero con el paso del tiempo y la evolución de las luchas sociales y políticas acabó perdiendo virtualidad. Sólo tenemos que pensar que a mediados del XIX no existía el sufragio universal —las mujeres tenían vetado el derecho al voto y para los hombr...
Uno. Hace muchos años, a mediados del siglo XIX, el multifacético pensador de Tréveris, un tal Karl Marx, llevado de su acendrado espíritu crítico, sostuvo que los gobiernos eran los consejos de administración de los intereses de la burguesía en su conjunto. Quizá cuando fue escrita esa frase respondía o reflejaba buena parte de la realidad, pero con el paso del tiempo y la evolución de las luchas sociales y políticas acabó perdiendo virtualidad. Sólo tenemos que pensar que a mediados del XIX no existía el sufragio universal —las mujeres tenían vetado el derecho al voto y para los hombres todavía funcionaba el voto censitario, esto es el de los pudientes—. Los partidos obreros no habían nacido y las formaciones conservadoras y/o liberales únicamente representaban a las clases propietarias, por lo que aquel dicho o reflexión pudo tener sentido. Luego, con la extensión del sufragio a partir de la II Guerra Mundial, y la aparición de los partidos de izquierda a finales del siglo XIX, la situación empezó a cambiar, y, con el tiempo, estos partidos alcanzaron los gobiernos y ya no se podía sostener que representasen los intereses de la burguesía.
Dos. A partir de entonces, los partidos políticos, aunque encarnasen diferentes intereses económicos en función de las clases y sectores en que está dividida la sociedad, no eran una simple nomenclatura mimética de esas clases o sectores, pues las personas no piensan y actúan sólo por apetencias económicas. Por el contrario, les motiva una mayor variedad de causas e impulsos: creencias religiosas y actitudes morales; concepciones ideológicas; sentimientos identitarios; estructuras culturales o costumbres ancestrales. De ahí que, como señala nuestra Constitución en su artículo 6, “los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”. Tan fundamental que sin ellos no existe democracia ni nada que se le parezca. Por eso vengo insistiendo desde hace muchos años en que el ataque sistemático, venga o no a cuento, a los partidos, a los políticos, a la política no son más que acometidas contra la democracia. Desde luego, supone una actitud bien diferente la crítica concreta y razonada sobre decisiones políticas o comportamientos individuales a la genérica descalificación de partidos o políticos como si fuesen una “clase” o “casta” con intereses propios, versión que se ha ido extendiendo como la lepra con gran daño a la democracia.
Tres. Ahora bien, una vez superada la representación estamental, propia del Antiguo Régimen, de base material agraria, y constituidas las naciones a partir de la Revolución Francesa, los partidos políticos se fueron erigiendo en la representación esencial de las democracias como cuerpo intermedio entre la ciudadanía y el poder político. Al tiempo, se fueron creando nuevas instituciones, como las que conforman los diferentes poderes del Estado, los propios medios de comunicación y, al calor de la revolución industrial, las organizaciones sindicales y patronales. Todas ellas con la finalidad, entre otras, de evitar la excesiva concentración del poder en sus diferentes formas y de ir logrando un sano equilibrio en el funcionamiento del sistema. Un proceso que ha venido desarrollándose en las democracias, más o menos avanzadas, que hemos conocido hasta el presente. Unas democracias, por cierto, cuya base material o física, mueble o inmueble, han sido en esencia los objetos, las manufacturas propias de esa revolución industrial con su correspondiente “propiedad de los medios de producción”, adecuada al capitalismo. Sin embargo, lo anterior está empezando a cambiar de forma acelerada como consecuencia de los efectos de la revolución digital si, por ejemplo, somos conscientes de que dicha mutación —inteligencia artificial y otras— todavía está en su más tierna infancia. Y, sin embargo, ya está teniendo consecuencias notables en el funcionamiento de nuestra vida política, ya que su materia prima no son los objetos, sino nosotros mismos y la rapiña de nuestros datos.
Cuatro. Uno de estos efectos, que golpea en el corazón de la democracia, consiste en que fuerzas muy poderosas entienden, en virtud del control que tienen de esas tecnologías, que sus instituciones —partidos, sindicatos, elementos del propio Estado o medios de comunicación— son un estorbo, lo que vengo calificando de jibarización de la democracia. Un ejemplo de lo que expongo está sucediendo en EE UU, a partir del triunfo de Trump/Musk. Una primera manifestación ha consistido en el hecho de que, por vez primera de una manera tan obscena, grandes propietarios o gestores de inmensos monopolios, digitales o no, han accedido directamente al poder político y desde él han expresado, nítidamente, sus intereses particulares. Si uno observa los nombramientos de Trump podrá certificar que no pocos de ellos han recaído en millonarios que pertenecen a los mismos sectores económicos de los que se tienen que hacer cargo políticamente, empezando por Musk. En efecto, las líneas maestras que se desprenden de las intenciones de estos poderosos millonarios se podrían resumir en los siguientes epígrafes: de entrada, estamos ante una Administración de Trump/Musk y no del Partido Republicano, que ha quedado abducido por el magnate y sus amiguetes y familiares, sin necesidad de partidos ni de Consejos de Ministros, pues ellos son la fusión, ósmosis o acoplamiento de la economía y la política. Una deriva harto peligrosa cuyo antecedente europeo, a mucho menor escala, fue la Italia de Berlusconi y ya vemos cómo ha terminado. Luego, en la misma línea, ese eslogan que lanzó Musk, o míster X, el día que ganaron las elecciones, dirigiéndose al público: “Ahora vosotros sois los medios de comunicación”; es decir, yo soy la opinión, pues sobran todos los medios tradicionales —periódicos, radios o televisiones—, porque las redes sociales y algoritmos que yo y mis compinches controlamos somos el pueblo y nos sobra todo lo demás. Si cunde el ejemplo, vamos a pasar de la propiedad privada de los medios de producción a la propiedad privada de las conciencias y opiniones, a través de X, Google o TikTok. De ahí que también se pretenda reducir el Estado a su mínima expresión, labor a la que se dedicarán en el futuro Musk y otro millonario cuando declaran que sobran millones de funcionarios y todas las agencias estatales que se dedican a las pocas labores sociales que hay en EE UU. Si estuviesen en Europa se pondrían las botas. En el fondo, un alarde de anarco-liberalismo-nihilismo, que permita de paso una bajada radical de impuestos que acabe con lo que quede de Estado de bienestar, artefacto que, a juicio de sus más eximios teóricos como Milei y compañía, es un robo. Para terminar la faena una pasada por el negacionismo medioambiental, pues no hay que preocuparse si nuestro planeta se va al carajo, ya que según la tesis creacionista de Mayor Oreja y otros algún Creador benefactor nos lo repondrá o incluso nos proporcionara uno nuevo. La conclusión final de todo ello no es otra que, si estas teorías y políticas triunfasen, supondría la evaporación de la democracia social que conocemos y, desde luego, no convendría tentar la suerte y creerse esos estrambotes del creacionismo, no vaya a ser que sean un camelo y sólo se salven los que puedan irse a Marte con Musk y sus conmilitones.