Europa, ante el vértigo del siglo XXI
Frente al relato del miedo y el instinto nacionalista, los europeístas deben defender los principios sobre los que se construyó la Unión
La Unión Europea es el proceso de integración política y económica supranacional más exitoso en la historia del Viejo Continente y, probablemente, del planeta. El club ha logrado extender la estabilidad y prosperidad a un vastísimo territorio en el que conviven en paz 27 Estados con 450 millones de habitantes y decenas de lenguas oficiales a nivel nacional o regional.
En política, sin embargo, rige el mismo principio que en las inversiones financieras: los beneficios obtenidos en el pasado no pueden interpretarse como un indicio irrefutable sobre los rendimientos que cabe esperar en el futuro. Y en esta tercera década del siglo XXI la Unión afronta con evidente vértigo varios dilemas existenciales.
Los riesgos son de tal magnitud que, por seguir con el símil financiero, el Consejo Europeo tal vez debería emitir un profit warning (aviso a los accionistas sobre unos beneficios menores de lo esperado) si las normas bursátiles se aplicaran en política.
El expresidente del BCE, Mario Draghi, repite desde hace semanas que, de todas las grandes economías del planeta, “Europa es la más expuesta” a los cambios geopolíticos y geoeconómicos que se están produciendo. Draghi añade que, si Europa no puede mantener sus valores fundacionales de democracia, libertad, igualdad y prosperidad, “perderá su razón de ser”.
El aviso de Draghi no es baladí. El mundo de hoy y de mañana se parece poco al de antes de ayer, que es en el que nació la Unión Europea. Era un mundo basado en normas conocidas y respetadas por los principales actores mundiales. El final del siglo XX marcó el cénit de esa globalización, con la aparente incorporación de Rusia y China a un orden mundial en función de reglas de juego occidentales.
Parecía un escenario ideal para Europa, que podría moverse y prosperar como pez en unas aguas conocidas y controladas por fuerzas amigas. Pero la revolución tecnológica disparó la fortaleza de Estados Unidos y evidenció aún más la dependencia transatlántica de la UE. El ascenso de una potencia de la talla de China ha hecho añicos las reglas comerciales y ha condenado a una obsolescencia prematura las normas europeas sobre competencia y ayudas de Estado, y la primera invasión rusa de Ucrania en 2014 mostró la impotencia de los países europeos para impedir una violación de fronteras. Esa debilidad fue aprovechada por Moscú para lanzar una segunda invasión y apoderarse por la fuerza del 20% del territorio ucranio hasta día de hoy.
La UE se está topando con serias dificultades para adaptarse a ese nuevo mundo. Algunas de ellas son inherentes al propio modelo comunitario, porque es mucho más difícil definir una política económica, exterior o de defensa entre 27 gobiernos que en solitario. Pero otras responden a cambios estructurales en la demografía, en los modelos de producción y en las relaciones laborales. Unos cambios que han contribuido a transformar el mapa electoral de los países europeos, que ha pasado de un duopolio europeísta de democristianos y socialdemócratas a una fragmentación con importante presencia de fuerzas soberanistas y contrarias al poder centrípeto de Bruselas.
Esos partidos otrora llamados euroescépticos se han integrado ya en el ADN de la Europa de este siglo, como se puso de manifiesto en la cumbre europea celebrada el pasado jueves en Bruselas, donde los gobiernos partidarios de cerrar las fronteras, acabar con el derecho de asilo y renacionalizar la política migratoria hicieron gala de su gran peso a la hora de influir en la respuesta de todo el bloque a este desafío conjunto.
La partida, sin embargo, no está decidida a favor de esas fuerzas centrífugas. El europeísmo de derechas o de izquierdas sigue sumando más escaños que los soberanistas tanto en el Parlamento Europeo como en todos los parlamentos nacionales. Los beneficios derivados de pertenecer a la Unión continúan resultando muy atractivos para los países aspirantes a ingresar, desde Ucrania hasta Kosovo. Y las crisis recientes, como la sanitaria por la pandemia de covid-19 o la energética por la guerra de Ucrania, han demostrado que una respuesta conjunta europea resulta mucho más efectiva que una estampida nacional, incluso para los países más poderosos como Alemania o Francia.
La respuesta, por tanto, a las dudas sobre el encaje de la Unión en este siglo XXI deben ser parecidas a las que permitieron su éxito en el siglo XX, pero ajustadas a la envergadura de los nuevos retos. Frente al instinto nacionalista, los europeístas deben defender sin ambages mayores cesiones de soberanía en materia presupuestaria, en control fiscal o en defensa. El marco nacional debe dejar paso al europeo en áreas como la investigación y desarrollo, la educación superior, las ayudas de Estado o la política industrial, energética y de infraestructuras. Y el relato del miedo frente a supuestos fantasmas, como el de la inmigración, debe ser reemplazado por la confianza en un futuro mejor y compartido.
Parece imposible. Pero también lo parecieron en su momento la moneda única, la supresión de fronteras, los fondos de cohesión o la emisión conjunta de deuda frente a la pandemia. Y ahí están como testigos fructíferos de lo que una Europa unida, libre y democrática puede conseguir.
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