El hundimiento de la Administración

Pese a trabajar en un contexto de gran confort laboral, los empleados públicos sufren ahora más que nunca para poder responder a las demandas ciudadanas

enrique flores

Llevo más de 30 años analizando nuestras administraciones públicas y con desazón me veo en la obligación de denunciar que actualmente vivimos en su peor momento desde la instauración de la democracia. Nuestras administraciones están inmersas en un proceso de claro declive y si no se diseñan e implantan remedios urgentes van encaminadas hacia un inevitable hundimiento. Los ciudadanos constatan en su día a día, con sorpresa e indignación, ...

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Llevo más de 30 años analizando nuestras administraciones públicas y con desazón me veo en la obligación de denunciar que actualmente vivimos en su peor momento desde la instauración de la democracia. Nuestras administraciones están inmersas en un proceso de claro declive y si no se diseñan e implantan remedios urgentes van encaminadas hacia un inevitable hundimiento. Los ciudadanos constatan en su día a día, con sorpresa e indignación, el deterioro de buena parte de los servicios públicos más esenciales: sanidad, servicios sociales, trámites administrativos vitales (desde renovaciones de los documentos de identidad o de los permisos de conducir hasta la gestión de las pensiones y del ingreso mínimo vital), etcétera. La pregunta es ineludible: ¿cómo hemos podido llegar de repente a este gran colapso administrativo? La respuesta es compleja, ya que la Administración pública es poliédrica.

Tenemos unas administraciones que han transitado durante los últimos años por un entorno turbulento sin experimentar ninguna transformación significativa: desde un incremento muy notable de la población derivada de la inmigración que es una demandante intensiva de servicios públicos, pasado por una profunda y larga crisis económica que ha precarizado la gestión pública, la explosión de la inteligencia artificial y, además, haber tenido que afrontar la crisis maldita de la covid-19, en la que casi ningún sistema público ha logrado salir airoso. Y todo ello sin olvidar el elefante social que tenemos enfrente y que parece que todo el mundo ignora: el envejecimiento de la población, que ya ha empezado a reclamar un sobreesfuerzo en servicios públicos como los sociales y sanitarios. No solo las pensiones públicas son un problema derivado de este radical proceso de envejecimiento, sino también la prueba de estrés que supone para los servicios públicos más esenciales. Estos elementos exógenos han sido determinantes para erosionar una Administración que llevaba décadas haciendo malabarismos para prestar servicios públicos de calidad en el marco de una falta de estrategia institucional para renovar el modelo y de una evidente precariedad de recursos.

Nuestras administraciones han ido enfermando de manera lenta y silenciosa: estaban dimensionadas para atender a 40 millones de ciudadanos y resulta que deben cuidar a 47, la crisis económica fue estresante a nivel administrativo por la falta de recursos y por la tasa de reposición cero de los empleados públicos en un momento de rápido envejecimiento de los mismos y, finalmente, la pandemia fue contestada con una resiliencia reaccionaria con la que se transformó el modelo de atención a la ciudadanía mediante la profundización de la digitalización y del teletrabajo con el indeseable resultado de que, a partir de la crisis sanitaria, la atención ciudadana ha ido claramente a peor. El acelerado proceso de digitalización de los trámites administrativos y la perversa práctica de la extensión de la cita previa ha dejado literalmente en la estacada a una parte muy significativa de la sociedad.

La maximización de los derechos de los empleados públicos hasta llegar a poderse considerar como privilegios (régimen horario, días de asuntos propios, laxitud y cierto descontrol con el teletrabajo, etcétera), conjugada con unas plantillas envejecidas y desgastadas, conducen también a las administraciones hacia su colapso. Una Administración sin estrategia de futuro y sin liderazgo político cae irremediablemente en manos de las capturas sindicales y corporativas ajenas al bien común y al interés general. El resultado es una paradoja: a pesar de trabajar en un contexto de gran confort laboral, los empleados públicos sufren ahora más que nunca para poder dar respuesta a las demandas ciudadanas, ya que los cuellos de botella organizativos son insuperables por una falta de actualización y modernización de los procesos burocráticos.

Por otra parte, parece que a los dirigentes políticos, enredados en fútiles batallas, les ha pasado desapercibida la vulnerabilidad de la Administración en un momento crítico con el inicio de un espectacular relevo intergeneracional. Durante los próximos 10 años van a jubilarse un millón de empleados públicos, algo más del 30% de la plantilla. Lo que puede considerarse como una oportunidad para atraer talento joven, bien preparado y digitalizado puede convertirse en una catástrofe de enormes proporciones por falta de una adecuada planificación. Adentrase en un relevo intergeneracional de estas proporciones sin plantearse cambiar las reglas del juego de la función pública es la crónica de una muerte anunciada. Los sistemas de selección son anticuados, farragosos y nada estimulantes para atraer al talento joven. En muchos casos, los perfiles profesionales que se convocan son totalmente obsoletos en una Administración que está introduciéndose de manera veloz en un nuevo paradigma de gestión de la mano de la inteligencia artificial. Este diagnóstico tan negativo reclama medidas urgentísimas de intervención para intentar evitar el hundimiento de nuestras administraciones y, por tanto, de los servicios públicos del país. La agenda es ciertamente complicada. Veamos algunas de las propuestas.

En primer lugar, hay que redimensionar de manera urgente los empleados públicos para destinarlos a los ámbitos de gestión más críticos y deficitarios que interaccionan con los ciudadanos. Esto implicaría dejar en suspenso durante un tiempo la regulación formal e informal del empleo público para poder gestionar con la flexibilidad necesaria que reclama la grave situación actual. Incluso habría que plantearse suspender temporalmente algunos de los privilegios vinculados al empleo público, como horarios de trabajo y días de asuntos propios, que limitan seriamente las capacidades de gestión, ya que estos derechos laborales hacen que se pierda cerca del 10% de las capacidades del sistema. En segundo lugar, hay que redefinir los perfiles profesionales que reclama una Administración moderna y con un elevado músculo tecnológico: deben desaparecer anticuados perfiles profesionales y emerger nuevos roles profesionales en consonancia con la nueva organización del trabajo digital, inteligente, multidisciplinar y colaborativa. Una tercera estrategia debería consistir en rediseñar el sistema de atención directa al ciudadano mediante un sistema híbrido de carácter digital mucho más amable, accesible y sencillo y reinventar una imprescindible atención presencial que debería permanecer presente durante mucho tiempo. En cuarto lugar, hay que cambiar de manera rápida los procesos de selección para que no se limiten a exigir solo conocimientos memorísticos y se abran de manera rotunda a evaluar competencias profesionales. Un nuevo sistema de selección más acorde con las nuevas exigencias laborales y mucho más atractivo para atraer al talento joven. Por último, es imprescindible transformar el modelo de gestión abriéndolo a una gestión de la información mucho más madura y diseñar un sistema de gobernanza de datos como paso ineludible para una incorporación correcta y fluida de la inteligencia artificial. La Administración debe apostar por la inteligencia institucional como paso previo a la absorción de la inteligencia artificial.

Si no atendemos al menos estos cinco retos, el hundimiento definitivo de la Administración va a ser inevitable y la sociedad va a sufrir. La parte más vulnerable de la misma se va a quedar sin ningún anclaje, pero también va a padecer la parte más pudiente, ya que el mercado va a ser impotente para amortiguar el hundimiento de los servicios públicos. Sirva de ejemplo la actual saturación de los servicios médicos prestados por las mutuas privadas. Cuando se hunden los servicios públicos, se colapsan los privados.

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