La “Francia fea” y el desprecio social

Un proyecto del Gobierno galo para embellecer las zonas comerciales de las periferias ha resucitado una expresión que refleja cierto desdén hacia la Francia periurbana

Aparcamiento de un hipermercado de la cadena Carrefour en una zona comercial.Gorka legarceji

En los últimos días, una polémica expresión ha resurgido inesperadamente en el debate público francés y en las redes sociales: la France moche (la “Francia fea”). Acuñada por la revista Telerama en 2010 para describir las zonas comerciales construidas hace 50 años en las entradas de las ciudades, la expresión fue utilizada en un reportaje que generó mucho revuelo. El artículo se refería a ellas como “metástasis periurbanas”. Las describía como unas zonas pensadas exclusivamente para e...

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En los últimos días, una polémica expresión ha resurgido inesperadamente en el debate público francés y en las redes sociales: la France moche (la “Francia fea”). Acuñada por la revista Telerama en 2010 para describir las zonas comerciales construidas hace 50 años en las entradas de las ciudades, la expresión fue utilizada en un reportaje que generó mucho revuelo. El artículo se refería a ellas como “metástasis periurbanas”. Las describía como unas zonas pensadas exclusivamente para el coche y el consumo de masas de las clases populares por parte de unas autoridades locales que solo se fijaban en el potencial económico de esos lugares sin reparar en los terrenos agrícolas, el pequeño comercio o, más grave aún para la revista, en el monstruo de fealdad que estaban engendrando. Trece años después, el Gobierno francés ha llegado a la misma conclusión y, aunque se ha cuidado de no utilizar la expresión que le valió a Telerama ser tildada de elitista, ha anunciado un plan dotado con 24 millones de euros para la transformación de esos espacios ―existen unos 1.629 en la actualidad― que representan el 72% de las compras en tiendas físicas del país, según el Ministerio de Economía.

El Gobierno quiere aprovechar que estas zonas se han vuelto altamente estratégicas en los últimos años, tras la aprobación de la regla de la artificialización neta cero de los suelos, que prohíbe construir nuevas viviendas en tierras dedicadas al cultivo, para convertirlas en barrios habitables. Con sus servicios públicos y sus espacios verdes, eso sí, entre una nave industrial y otra. El Ejecutivo busca con esta iniciativa ―criticada por varios economistas, que juzgan la inversión insuficiente— dirigirse a la Francia periurbana, esa Francia inflamable de las rotondas, de los chalecos amarillos, y del declive social, con la crisis climática y la necesidad de reducir el uso del coche de telón de fondo.

La fealdad que impregna estos entornos, donde aparecen ensartadas unas detrás de otras decenas de cajas metálicas que dominan inmensos carteles publicitarios con sus falsas promesas de bienestar y abundancia, es innegable. Que son el reflejo de una obsoleta concepción de la modernidad, también. Por eso, querer mejorar dichos no lugares, como se les suele considerar, solo puede ser bien acogido. Pero limitarse al aspecto puramente estético y siniestro siempre que políticos o medios se refieren a esas zonas donde acuden y trabajan a diario centenares de personas, como lo ejemplifica el que #laFrancemoche se haya convertido en trending topic, supone un error del que se desprende un fuerte aroma de desprecio social.

Mientras leía los artículos y reacciones en las redes a la noticia —la página de Twitter @Lafrancemoche, seguida por más de 80.000 personas, ofrece un buen recopilatorio de esas áreas comerciales— no me podía quitar de la cabeza a los directores Benoît Delépine y Gustave Kervern ―vean Le grand soir―, o a la Premio Nobel Annie Ernaux, que han sabido devolver a esos sitios y a las vidas que allí transcurren su espesor, su memoria, su trascendencia, más allá de los típicos clichés. Lo ha resumido muy bien un arquitecto: “La Francia fea soy yo. He festejado un montón de cumples en el Buffalo Grill, me han llevado a la Halle aux Chaussures a comprarme la ropa, y me he criado en la sección de cómics del Auchamp”. Y ha sido muy feliz. Su infancia, asegura, no tiene nada que envidiar a la de un niño criado en el centro de una ciudad. Sencillamente, ha sido distinta, enriquecida por otras cosas.

En Mira las luces, amor mío, Ernaux, fascinada desde la adolescencia por estos entornos, hace del máximo símbolo de este mundo periurbano ―el hipermercado― el asunto central de su libro, desmontando el mito según el cual estos lugares nunca cuentan nada de interesante ni dejan huella en las personas. Para la escritora, frecuentarlos asiduamente resulta incluso indispensable para cualquier persona que aspire a conocer la realidad social francesa, porque ningún otro ámbito “reúne en su seno a gente tan diferente, ya sea por la edad o el nivel económico”. En esas zonas comerciales, en esa Francia periurbana que tan poco aparece en la literatura y el cine, nos dice Ernaux, “se moldean los inconscientes”, “nacen los pensamientos”, “las emociones”, “los recuerdos”. Tratarlas desde una perspectiva meramente estética, a la vez que se estigmatiza indirectamente a quienes las frecuentan, es permanecer ciego ante las experiencias de una proporción significativa de la población, por muchos millones que se inyecten. El desprecio no se cura con dinero.

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