La España tronada

La cuestión es qué otra cosa podía hacer el Gobierno para que se cumplan las reglas en la renovacion del Poder Judicial y del Constitucional tras la burla sistemática de las mismas por la derecha

RAQUEL MARÍN

En estos últimos días, se ha producido una escalada verbal grave y preocupante de las derechas, hablando de dictadura, tiranía y otras lindezas para referirse al Gobierno y a su presidente. Aunque es costumbre aguantar un fuerte ruido ambiental cuando hay gobiernos progresistas, los excesos que hemos tenido que escuchar recientemente sobrepasan todos los límites de lo que debería ser el debate político. Creo que ya no se trata solam...

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En estos últimos días, se ha producido una escalada verbal grave y preocupante de las derechas, hablando de dictadura, tiranía y otras lindezas para referirse al Gobierno y a su presidente. Aunque es costumbre aguantar un fuerte ruido ambiental cuando hay gobiernos progresistas, los excesos que hemos tenido que escuchar recientemente sobrepasan todos los límites de lo que debería ser el debate político. Creo que ya no se trata solamente de la estrategia de la crispación, que se puso en práctica durante el último Gobierno de Felipe González (1993-96) y el primero de José Luis Rodríguez Zapatero (2004-08) y que no ha cesado desde la moción de censura que llevó al PSOE al poder en 2018, sino de algo más serio que pone en cuestión el principio de reconocimiento mutuo entre los actores políticos y que es la base sobre la que se sostiene la competición política en una democracia representativa.

El motivo de la escalada ha sido el anuncio de las medidas que quiere tomar el Ejecutivo de Pedro Sánchez para impedir que se perpetúe el bloqueo de las instituciones que sin disimulo han impuesto el Partido Popular y sus magistrados afines en el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y el Tribunal Constitucional.

La situación es la siguiente. Ni la Constitución española ni las leyes que la desarrollan contemplan la posibilidad de que se produzca una suerte de boicot institucional a la renovación de los organismos que requieren una mayoría cualificada de tres quintos, como el CGPJ, el Constitucional, el Defensor del Pueblo y otros. No hay un procedimiento establecido para el caso de que un partido, cuyos votos son necesarios para alcanzar dicha mayoría cualificada, se niegue a cumplir su obligación constitucional de llevar a cabo la renovación. El Partido Popular, cuando ha estado en la oposición, ha aprovechado ese vacío para impedir que se renueven estos órganos. En 2007, durante la etapa de gobierno de Zapatero, bloqueó la renovación de los cuatro magistrados del Constitucional que le correspondía nombrar al Senado para mantener artificialmente una mayoría conservadora que tumbara buena parte del Estatuto de Autonomía de Cataluña. Lo consiguió con la famosa sentencia de 2010, que tantas desgracias ha traído. Tras dicha sentencia y tres años de bloqueo, el PP, habiendo cumplido su misión, aceptó la renovación sin mayor problema. No hubo disimulo; todo se hizo con total desfachatez.

Ahora se ha repetido la jugada, pero aumentando la apuesta. El CGPJ arrastra un bloqueo de cuatro años, desde diciembre de 2018. Cuatro años. La cosa se ha complicado porque antes de verano venció el mandato de cuatro magistrados del Constitucional, dos de los cuales nombra el Gobierno y otros dos el CGPJ. Con una mayoría conservadora espuria, el CGPJ se ha negado hasta el momento a cumplir su mandato constitucional. El Gobierno ha esperado prudentemente seis meses, pero al comprobar que el CGPJ persistía en su actitud obstruccionista ha decidido llevar a cabo por su cuenta el nombramiento de los dos magistrados que le corresponden. Con excusas de mal perdedor, los propios magistrados conservadores del Constitucional están a su vez tratando de impedir que estos dos nombramientos se hagan efectivos.

Nunca se había llegado tan lejos. Es un escándalo monumental que erosiona nuestro sistema institucional. A finales de octubre, había un acuerdo prácticamente cerrado, pero en el último momento Alberto Núñez Feijóo, presionado por los sectores más intransigentes de su partido y de la prensa de derechas, se echó para atrás.

Esta es una breve descripción de la situación. El paso dado por el Gobierno ahora consiste en introducir dos enmiendas para evitar que continúe un bloqueo que no tiene justificación posible. La primera establece que, en caso de que una de las partes persista en el bloqueo, el nombramiento de los magistrados por el CGPJ se podrá realizar por mayoría simple. La segunda, que el Constitucional no tenga que examinar a los dos magistrados que nombra el Gobierno.

Se trata, qué duda cabe, de dos medidas tomadas a la desesperada y ad hoc, a fin de resolver una crisis profunda del sistema constitucional. Es evidente que habría sido mucho mejor no tener que llegar hasta aquí. Pero la cuestión es qué otra cosa podía hacer el Gobierno para hacer cumplir las reglas tras la burla sistemática de las mismas por parte de la derecha.

La estrategia de fondo no puede ser más perversa: la oposición no cumple sus obligaciones constitucionales, creando un problema político de primer orden; tras cuatro años aguantando esta deslealtad constitucional, el Gobierno se ve sin otra salida que aprobar las medidas mencionadas para restablecer el equilibrio en el sistema político y entonces los mismos actores que han provocado esta situación se escandalizan y lanzan acusaciones truculentas de autoritarismo.

Resulta ridículo que la prensa conservadora lleve semanas hablando del “asalto” del Gobierno al Tribunal Constitucional, como si no figurara entre sus funciones nombrar a dos magistrados, algo que han hecho en plazo todos los gobiernos anteriores de la democracia cuando les ha tocado. Pero más ridícula es todavía la reacción de dirigentes políticos y medios derechistas hablando de que estas medidas suponen el final de la división de poderes o, en el colmo de la desmesura, un golpe de Estado o un autogolpe. Se llevan las manos a la cabeza, atribuyendo al presidente del Gobierno la voluntad de convertirse en un dictador. Si no fuera por el envilecimiento de la vida pública que supone esta manera hiperbólica de hablar, la respuesta natural sería la carcajada o el sarcasmo.

Las derechas políticas y mediáticas parecen haber perdido la cordura definitivamente. ¿A qué obedece en realidad esta escalada brutal? Se pueden aventurar dos motivos. Por un lado, el liderazgo de Núñez Feijóo no está funcionando como se esperaba, y las encuestas ya no son tan esperanzadoras para el PP como hace unos meses, la mayoría absoluta de PP y Vox parece esfumarse. Feijóo se está desdibujando a pasos agigantados. Su sumisión al discurso más intransigente le puede dar algo de paz interna a corto plazo, pero a costa de perder credibilidad ante la ciudadanía.

Por otro lado, la derecha parece hacer tirado la toalla en las cuestiones socioeconómicas. Pensaba que la inflación no daría tregua este otoño y que los conflictos laborales hundirían al Gobierno (igual que pensó antes que la pandemia acabaría con Sánchez). Pero no ha sido así y ahora se encuentra sin un discurso propio en este ámbito, que sigue siendo el más importante para la ciudadanía. La derecha no ha sido capaz de ofrecer ninguna alternativa seria sobre la cuestión energética y la protección a los ciudadanos más golpeados por la inflación.

Esta combinación de circunstancias le empuja a huir de la realidad y situarse en un mundo paralelo poblado por sus fantasmas (la ruptura de España, la victoria de los etarras, la dictadura socialista). El mejor ejemplo, cómo no, es el de Isabel Díaz Ayuso, quien hace un par de semanas afirmó en una comparecencia: “Vamos camino de una dictadura, sometidos por un tirano que pone en peligro el Estado de derecho. […] Esto ya no se trata de o izquierda o derecha. Esto se trata de libertad. Y esto ya es: o Sánchez o España”. Estaba preparando el terreno para la traca final de estos últimos días. Por debajo de la furia, se adivina una profunda impotencia política.

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