Expectativas políticas en Cataluña
En las horas oscuras que vivimos, las posiciones temerosas o rígidas ya no sirven. ERC tiene la obligación política y civil de no dividir más a los catalanes, al igual que el PP no puede repetir la frivolidad de agitar el espantajo catalán
En el horizonte de posibilidades simplemente probables de la política española está, hoy por hoy, una victoria del Partido Popular en las próximas elecciones generales. Esta victoria puede darse con una mayoría suficiente para gobernar en solitario, según cuál sea la combinatoria parlamentaria que la facilite o, en el peor de los casos, acompañado por Vox. Nada nos parece más indeseable que el acceso al Gobierno...
En el horizonte de posibilidades simplemente probables de la política española está, hoy por hoy, una victoria del Partido Popular en las próximas elecciones generales. Esta victoria puede darse con una mayoría suficiente para gobernar en solitario, según cuál sea la combinatoria parlamentaria que la facilite o, en el peor de los casos, acompañado por Vox. Nada nos parece más indeseable que el acceso al Gobierno de España de esos trumpistas seguidores de Los Meconios, con su odiosa invocación del 18 de julio. Pero tampoco nos parece bueno para la democracia española que sobre una hipotética victoria del PP de Feijóo pese el chantaje implícito de que con ese partido en el Gobierno del Estado se volverán a dar las circunstancias propicias para una nueva revuelta independentista en Cataluña, muy probablemente teledirigida desde el lúgubre exilio belga. Sólo este cálculo —y no somos los primeros en señalarlo— puede explicar el movimiento de fondo que ha impulsado a Junts a salir del Gobierno de la Generalitat y esperar, supuestamente, tiempos mejores para lo peor, que no es una inverosímil independencia, sino un mayor desgarro y empobrecimiento de la sociedad catalana. A ese cálculo puede añadírsele toda la miseria que se quiera de motivos personales, resentimientos, heridas narcisistas y desvaríos varios. Pero puesto que no tiene sentido atribuirle sólo estupidez a lo despreciable, más vale suponerle también un mínimo raciocinio. Y nadie capaz de echar cuentas se arriesga a consultar a sus bases si no sabe que el resultado será el deseado para imaginar hojas de ruta por lo menos a uno o dos años vista. Esos cálculos —ahora llamados “radicalidad democrática” en un partido que pretende ser un “movimiento”— han de poder compensar el sacrificio objetivo de renunciar al poder de gestión y de gobierno en tiempos profundamente inquietantes. Querer añadir inseguridad, incertidumbre y oscuridad a coyunturas condicionadas por una guerra no muy lejana, o especular sobre las posibilidades que puede generar la zozobra de la ciudadanía, es justamente lo que provoca nuestro desprecio por ese batiburrillo de populismo y personalismo que emana de Waterloo. Nada hay peor que los conservadores de siempre jugando a hacer la revolución, como nos enseña la historia de la Europa de entreguerras.
Ahora bien, esa misma generosidad intelectual nos obliga a mirar con exigencia hacia los que, con intereses legítimos de partido, pero también con apariencia de servicio al interés general, se han quedado aguantando el Gobierno en Cataluña. Hace tiempo que aquí, en este pequeño país del Este peninsular, una parte importante de su ciudadanía y de su clase política han perdido el sentido del ridículo y de la proporción. Pero quizás, atendiendo a las circunstancias de la situación mundial poco dadas a bromas, no estaría de más recuperar un mínimo principio de realidad. ¿Lo hará ERC? ¿Lo hacen el president Aragonès y sus asesores? Hubo un instante —¿un momento de ilusión, un espejismo?— en que el president parecía dispuesto a ello, no solo por responsabilidad, sino posiblemente también por cálculo. Pero resulta muy decepcionante que al momento apareciera Junqueras a matizar, a señalar, a levantar barreras, a dividir, a exhibir sus heridas. Es difícil de encontrar a alguien que, con un mínimo de decencia, no tenga de qué arrepentirse, de qué avergonzarse por lo dicho, por lo escrito, por lo hecho en Cataluña —y en España— a lo largo de estos últimos diez años. Naturalmente, siempre habrá sabios incombustibles que de nada dudan y jamás se equivocaron. Pero el momento no es para los que se han quedado rígidos de tanto sacar pecho o de despreciar a los que sienten y piensan de otro modo, a los que han crecido dentro de historias distintas. El momento pide un mínimo de generosidad, de solidaridad e inteligencia. El católico Junqueras ha de saber en qué consiste el perdón, si tan ofendido se siente, y debería ser lo suficientemente humilde para recordar que una parte importante de la sociedad catalana también puede tener motivos para sentirse agraviada, ofendida y amenazada por sus actitudes en los años más intensos del procés. Él, que habla de las manos enrojecidas de tanto aplaudir su ingreso en prisión, debería recordar cómo sus seguidores no se cansaron de dar palmas amenazadoras frente a la Generalitat cuando acosaban a un confuso y probablemente asustado Puigdemont los días 25 y 26 de octubre de 2017. ¿Tiene entonces sentido quedarnos atrapados en esa miseria? No, o no sacaremos nunca los pies del barro.
Más dosis de exigencia y generosidad intelectual hay que pedirle también al Partido Popular liderado por Núñez Feijóo. No pueden incurrir en el mismo error de Rajoy, cuya imprevisión, frivolidad electoralista, parsimonia y subestimación del adversario todavía estamos pagando hoy en Cataluña. Y más que lo ha pagado su partido, prácticamente extinto en esta comunidad. El espantajo catalán claro que da votos en muchas zonas de España. No hay que ser un lince para darse cuenta de ello. ¿Pero a qué precio?
No puede ser que sobre la democracia española penda una espada de Damocles cuyo único sentido es el de identificar un gobierno de la derecha con un renovado proceso de independencia en Cataluña. Cada ciudadano de este país es libre de votar lo que le plazca, vote con las tripas, con la cabeza, con el bolsillo o con el corazón. Pero es profundamente perturbadora y distorsionadora semejante amenaza de cortocircuito. El “macizo de la raza” (Ridruejo, y Juliana) y la muy singular idea de la democracia que tiene el independentismo —sin más procedimiento reconocible que el de “lo que a nosotros nos conviene”— se retroalimentan con fruición.
Aragonès tiene la obligación política y civil de no dividir más a los catalanes. Su proyecto legítimo de “ampliar la base” no debe servir para perpetuar la confrontación entre los ciudadanos de este país. Seguro que en su plan, los “buenos” serían más y los “malos” quedarían arrinconados. Su negativa a negociar los presupuestos con el PSC y con En Comú Podem —muy teatralizada por Junqueras, o realmente asumida como táctica de partido— hace muy precaria su aventura en solitario. Si la antipolítica de Junts permitía albergar alguna esperanza, la postura cerril de ERC, de confirmarse, sólo invita al desánimo. Dicen que quiere garantizar la mera gestión del día a día, que con eso la gente se conformará. El error sería histórico. En las horas oscuras que vivimos las posiciones temerosas o rígidas ya no sirven.
Pero hay más. Sánchez no tiene otra que seguir haciendo lo que ha hecho hasta ahora: enfriar los ánimos —los que se dejan—, dialogar sin fin y sin demasiado objeto, atar y atarse a pactos. Feijóo, en cambio, debe hilvanar un proyecto que permita verlo como una alternativa no fatal —ni fatalista—, capaz de corregir, sin renunciar a sus legítimos principios y a la lealtad constitucional, los errores de su predecesor. Debe ser muy consciente de que, del mismo modo que la cuestión catalana puede lastrar a Pedro Sánchez entre su propio electorado, el peligro de una nueva oleada independentista no debería ir incluido, al modo de un inevitable efecto colateral, en su posible o probable acceso al Gobierno. Aunque ERC se ponga nerviosa ante la posibilidad de abrirse a pactos con el PSC, o necesite ningunear a los Comuns por cálculos cortoplacistas a las puertas de las elecciones municipales y generales, lo cierto es que, hasta que dos partidos como ERC y el PP no sean capaces de salir de sus respectivas jaulas de plomo —ahora llamadas zonas de confort— para dialogar y abrirse a acuerdos, no habremos salido del lodazal. Pero ya lo decían los clásicos: que los dioses ciegan a los que quieren perder.