Crueldades del tiempo
Hay una zona ambigua en la Historia, donde las generaciones conviven sin mezclarse, se reparten en capas y lo que para algunos es su vida para otros es, si acaso, una nota al pie de un libro
Fue hace 50 años: exactamente 50 años, el 22 de agosto de 1972. Una semana antes, un grupo de más de 100 militantes de diversas izquierdas encarcelados en un penal patagónico, viento y frío, el páramo arenoso al sur del sur, había intentado fugarse. No era un simple escape: el plan incluía la toma de la cárcel y el traslado de los fugitivos en tres camiones hasta un aeropuerto cercano; allí se subirían a un avión que llegaba de Buenos Aires y que otros militantes habrían copado en vuelo. Funcionó a medias: los camiones y las comunicaciones fallaron y, cuando el avión aterrizó en el aeropuerto ...
Fue hace 50 años: exactamente 50 años, el 22 de agosto de 1972. Una semana antes, un grupo de más de 100 militantes de diversas izquierdas encarcelados en un penal patagónico, viento y frío, el páramo arenoso al sur del sur, había intentado fugarse. No era un simple escape: el plan incluía la toma de la cárcel y el traslado de los fugitivos en tres camiones hasta un aeropuerto cercano; allí se subirían a un avión que llegaba de Buenos Aires y que otros militantes habrían copado en vuelo. Funcionó a medias: los camiones y las comunicaciones fallaron y, cuando el avión aterrizó en el aeropuerto de Rawson, solo siete fugitivos habían conseguido llegar hasta allí. Se subieron y, tras un rato de espera infructuosa, despegaron hacia Santiago de Chile, donde el Gobierno de Salvador Allende los recibió con inquietud y solidaridad. Semanas más tarde seguirían su viaje hasta La Habana.
Otros 19 militantes consiguieron llegar al aeropuerto poco después. Lo coparon y decidieron esperar la llegada de otro avión de línea previsto para esa mañana, pero las autoridades lo desviaron y mandaron cientos de soldados. Los 19 —14 hombres y cinco mujeres— entendieron que no tenían salida. Tras una breve negociación se rindieron frente a las cámaras que ya empezaban a aparecer, pidiendo garantías para sus vidas; efectivos de la Infantería de Marina los acarrearon hasta una base naval llamada Almirante Zar, en la ciudad de Trelew, no muy lejos de allí.
Argentina llevaba, en ese momento, más de seis años bajo una dictadura militar, que entonces encabezaba el general Alejandro Lanusse. La evasión había expuesto sus debilidades: fue una vergüenza que no quisieron soportar. Así que una semana después, el 22 de agosto, hacia las tres de la mañana, los oficiales de Marina a cargo de la base despertaron a los presos, les ordenaron salir de sus celdas y formarse en el pasillo y los ametrallaron. Nueve murieron en el acto; siete murieron de sus heridas —que nadie atendió— en las horas siguientes; tres sobrevivieron, y se pasaron el resto de sus vidas contando aquella madrugada. Ninguno de los muertos tenía más de 30 años; una mujer estaba embarazada.
Esa tarde el Gobierno militar informó que un intento de fuga en Trelew había sido reprimido a tiros, causando la muerte de 16 “subversivos”; durante tres o cuatro días Buenos Aires y otras ciudades del país fueron una sucesión de manifestaciones callejeras, peleas con la policía, velatorios reprimidos con tanques. Yo lo recuerdo bien: tenía 15 años, simpatizaba con esos grupos y hervía de indignación y de esperanzas.
La masacre de Trelew, como se la llamó, pareció un hito en la historia argentina. Juan Gelman, Julio Cortázar, Tomás Eloy Martínez, Paco Urondo y tantos más escribieron sobre ella —y ya pasaron 50 años—. Todo el recuerdo me impresiona, pero nada tanto como esa constatación del tiempo: medio siglo. Ahora Argentina está llena de personas para quienes eso sucedió en otra dimensión, solo en ciertos manuales y ni siquiera mucho. Un cálculo simple: la distancia entre ahora y 1972 es la misma que había entre aquel momento y 1922. Para cualquier joven actual estos hechos están tan lejos como estaban entonces, para mí, el fin de la Primera Guerra Mundial, la prohibición del Ulysses de James Joyce, las grandes colonias inglesas y francesas en Asia y África, el cine mudo, los inicios de la radio, el primer voto femenino —en Holanda—, la fundación de la Unión Soviética, la llegada al poder de Benito Mussolini, un mundo sin penicilina.
Es lo raro de la Historia. Hay hechos que nos son ajenos a todos: no queda, por supuesto, vivo nadie que haya peleado en Trafalgar. Pero hay una zona ambigua, donde las generaciones conviven sin mezclarse, se reparten en capas: lo que para algunos es su vida para otros es, si acaso, una nota al pie de un libro que nunca leyeron. ¿Cuántos españoles recuerdan como un recuerdo propio la muerte de Luis Carrero Blanco, digamos, o la de Salvador Puig Antich? ¿Cuántos tienen que reconocer que aquello que les parecía tan decisivo sea, para la gran mayoría, un borrón mal contado? ¿Cuántos pueden, entonces, entender que es una buena idea poner los hechos presentes en un contexto histórico, tomar con pinzas la importancia de “la actualidad”, pensarla en esos términos? ¿Quienes quieren preguntarse qué eventos que marcaron sus vidas serán, pronto, la sombra de una sombra? ¿Cuál es, en cada momento, la historia de un país, si un país está hecho de todas esas capas?
Y, al mismo tiempo, ¿qué pasa cuando la propia vida se transforma en Historia? ¿Qué hacemos, nosotros los vetustos, con esas experiencias que se van deshaciendo? ¿Qué deberíamos hacer? Supongo que nada —o nada más que contarnos batallitas con un vaso de vino— pero es, de algún modo, una pérdida triste: otra especie, entre tantas, que se extingue sin ruido.
Es, supongo, lo que hacen las especies.