El castellano es el fracaso
En EE UU se habla tanto español porque hay unos 25 millones de ‘ñamericanos’, y sus hijos y nietos, que viven en ese país porque migraron en busca de la vida que querían, la que se merecían
Somos así. Nos gusta vernos triunfadores: tenemos esa habilidad extraordinaria para hacer de cualquier retroceso un gran avance. Pero a veces ni eso funciona —y los que están acostumbrados a hacerlo funcionar no se dan cuenta—.
Hace unos días, un artículo aquí retomaba uno de los tópicos más socorridos de estos últimos años de la lengua: el triunfo del castellano en Estados Unidos. Siempre lo digo: si yo fuera un político o funcionario de un país hispano intentaría con d...
Somos así. Nos gusta vernos triunfadores: tenemos esa habilidad extraordinaria para hacer de cualquier retroceso un gran avance. Pero a veces ni eso funciona —y los que están acostumbrados a hacerlo funcionar no se dan cuenta—.
Hace unos días, un artículo aquí retomaba uno de los tópicos más socorridos de estos últimos años de la lengua: el triunfo del castellano en Estados Unidos. Siempre lo digo: si yo fuera un político o funcionario de un país hispano intentaría con denuedo ocultar que ahora en Estados Unidos hay como 60 millones de personas capaces de hablar nuestro idioma. Lo presentan como un triunfo de quién sabe qué, y no hay prueba más bruta del fracaso.
En Estados Unidos no se habla todo ese castellano porque los bisnietos de los italianos, polacos, irlandeses y demás inmigrantes del Mayflower hayan de pronto decidido que ya no pueden vivir sin leer a Góngora y Shakira en el original. Tanto castellano es la consecuencia de que hay unos 25 millones de ñamericanos —y sus hijos y nietos— que viven en ese país porque migraron: porque nuestros países no supieron ofrecerles la vida que querían, la que se merecían, y se fueron a buscarla más allá.
Migrar es la opinión más definitiva sobre la propia sociedad: aquí no puedo, aquí no se puede. Migrar es la mayor renuncia a cualquier búsqueda común: como no vamos a salvarnos juntos, me voy solo, lejos, me deshago. Migrar es pura desesperación, pura desesperanza, esperanza transferida allá lejos. Y es, además, bruta pérdida para las sociedades que lo sufren: es lícito pensar que los que migran —los que se arriesgan a esa búsqueda— son los más decididos, los que más podrían hacer por mejorar sus colectivos. Cada migrante es un número más en la cuenta de fracasos de un país.
Y nunca hemos migrado tanto —nunca tantos creyeron tan poco en sus países—. En 1990 había, dice la ONU, unos 12 millones de ñamericanos viviendo fuera. Ahora son más de 30: casi tres veces más en 30 años. Lo cual significa, entre tantas otras cosas, que 20 millones de personas decidieron, en ese lapso, irse. Pocos movimientos colectivos han tenido tantos seguidores como este, que desdeña las soluciones colectivas.
Con el 8% de población mundial, los ñamericanos somos el 15% de los emigrados del planeta: migramos el doble que el promedio. 12 millones de mexicanos nativos viven —legales o ilegales— del otro lado del río Grande; México es, tras la India —que tiene 10 veces más habitantes— el país con más fugitivos. Y Colombia, Guatemala, El Salvador, Honduras, Cuba, República Dominicana, Ecuador, Perú tienen más de un millón cada uno en Estados Unidos.
Muchos están en California, Texas, Nuevo México, Illinois, Florida, Nueva York. Tres de cada cuatro trabajadoras domésticas —limpiar, lavar, cocinar, cuidar chicos y viejos— en Norteamérica son ñamericanas. Suelen ser ilegales, como tantos albañiles, cosecheros, cuidanderos, basureros, cocineros, mano de obra variada y barata. Al “mercado” le conviene que cantidad de inmigrantes sigan siendo ilegales: les pagan mucho menos y se ahorran contratos, cargas sociales, obligaciones varias. A cambio, muchos ilegales no pagan impuestos; el Estado más poderoso del mundo se hace el tonto para beneficio de algunos de sus súbditos: los que explotan ese trabajo irregular.
Esos migrantes sirven a la sociedad norteamericana para aguantar esos trabajos desdeñados, por supuesto, pero también para encarnar el mal y ponerlo en un lugar ajeno, algo que —casi— todas las sociedades se empeñan en hacer. Los judíos —o negros o árabes o parias o charnegos o bad hombres— son un insumo básico de cualquier país con ciertas ínfulas: un grupo a quien echarle culpas, esos malos que, por oposición, te permiten sentir que estás del lado de los buenos. La manera más fácil, más estúpida de formar un nosotros.
Mientras tanto, esos héroes individuales, individualistas, producen otra paradoja. Su pérdida de confianza en sus países beneficia tanto a sus países: sus remesas —el dinero que mandan a sus familiares— mantienen a millones. En 2021, la región recibió de sus emigrantes, dice el Banco Mundial, unos 120.000 millones de dólares. Los mexicanos mandaron a su país 54.000 millones: casi el doble, por ejemplo, que las exportaciones de petróleo. En El Salvador, los 7.500 millones de remesas son más de un cuarto del producto bruto y las proporciones son parecidas en Guatemala —15.400 millones— o en Honduras —7.200 millones—: países cuya principal actividad económica es la exportación de personas, bajo su forma de mano de obra. Los pobres que no encontraron su lugar son, cada vez más, los parias salvadores de sus patrias.
Para eso soportan vidas que no eran las suyas, que pocos desearían —y las soportan, en general, en castellano en un país que no hablaba castellano—. Que ahora lo hable más es la medida de nuestro fracaso. Cuando los estadounidenses hablen tanto —o tan poco— castellano como francés, alemán, chino, entonces sí tendremos de qué felicitarnos. Mientras tanto, señoras y señores, les recomiendo hacerse los tontos, que les sale tan bien.