Un viaje en el tiempo desde Misisipi

Por muchos manifestantes que salgan a la calle o muchos electores lo avalen con su voto, ningún Parlamento democrático puede violar nuestros derechos

Eva Vázquez

El debate abierto sobre el idioma vehicular en la educación de las escuelas catalanas afecta, por un lado, al derecho de todo ciudadano a ser educado en su lengua materna. Por otro, al respeto debido a las sentencias de los tribunales y la obligación de los gobernantes de cumplir y hacer cumplir las leyes. Son cuestiones fundamentales para la defensa de los derechos humanos en España y la estabilidad política de nuestra democracia. Pero de nuevo la zafiedad, ...

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El debate abierto sobre el idioma vehicular en la educación de las escuelas catalanas afecta, por un lado, al derecho de todo ciudadano a ser educado en su lengua materna. Por otro, al respeto debido a las sentencias de los tribunales y la obligación de los gobernantes de cumplir y hacer cumplir las leyes. Son cuestiones fundamentales para la defensa de los derechos humanos en España y la estabilidad política de nuestra democracia. Pero de nuevo la zafiedad, la ignorancia, el cinismo y el engaño se han apoderado de la discusión parlamentaria.

En la reciente asamblea de las Academias de la Lengua Española presidida por el Rey, los representantes de México, Bolivia y Paraguay, entre otros, tuvieron ocasión de recordar la pluralidad lingüística de sus países, como los de la mayoría de América Latina, donde el castellano convive con cientos de idiomas amerindios. El derecho a estudiar en la lengua materna fue proclamado por Naciones Unidas hace más de medio siglo. En el mundo hay cerca de 7.000 lenguas y menos de 200 Estados. La suposición de que a cada idioma corresponde una nación o debe ser la base de una estructura o institución política es del todo gratuita. Pero no hay que irse a América Latina para evocar el caso. La mayor parte de las naciones europeas son plurilingües, por razones históricas y también por otras sobrevenidas como las recientes inmigraciones de distintas culturas. Eso genera no pocos roces y altercados entre diversas comunidades. La mayoría de los gobiernos tratan de superarlos con medidas tendentes a que no degeneren en comportamientos xenófobos, populismos identitarios o sectarismos políticos. Todo lo contrario de lo que viene haciendo desde hace décadas la Generalitat de Cataluña, en su desordenada e ilegal lucha por conseguir la independencia. Lo peor de todo es que el principal y casi único logro de su xenofobia nacionalista ha sido alimentar hasta la histeria al fanatismo nacionalista español.

Tiene razón la ministra de Educación, Pilar Alegría, al denunciar lo inadmisible e inoportuno que es politizar el uso de las lenguas, promoviendo la división y el odio entre la ciudadanía. En el caso español, principales responsables de esa politización han sido los gobiernos autónomos catalanes, con la inestimable colaboración de los equipos de La Moncloa desde José María Aznar a nuestros días. El resultado es un modelo educacional inexistente en ninguna otra autonomía española o en ningún país de la Unión Europea. Por si fuera poco, la decisión de que el castellano, idioma oficial del Estado que todos los ciudadanos tienen el deber de conocer y el derecho de usar, no sea lengua vehicular en la enseñanza catalana es ilegal de acuerdo con diversas resoluciones y sentencias del Tribunal Constitucional. Pero no son las palabras las que padecen mayormente los conflictos lingüísticos, sino las personas. A quienes discrimina la política de inmersión (frente a la deseable educación bilingüe en catalán y castellano o al establecimiento de dos sistemas paralelos) no es a uno u otro idioma sino a sus hablantes. La imposibilidad de que estos tengan acceso a la enseñanza en su lengua materna, aquella en la que piensan, se relacionan y sueñan desde su primera infancia, atenta a sus derechos fundamentales. Son ellos las víctimas de la discriminación. Algo todavía más repugnante y punible cuando esas víctimas son menores de edad.

Lo sucedido en Canet con la pequeña a quien se niega su derecho a recibir, al menos, un 25% de sus clases en español no es una cuestión solo ni principalmente de política educativa, sino de valores democráticos, despreciados hasta el vilipendio por los orates de la Generalitat. El castellano no está amenazado en Cataluña, que es una sociedad reconocidamente bilingüe, ni en ninguna otra parte. Es una de las cuatro mayores lenguas del mundo y la segunda, tras el inglés, en la comunicación internacional. Pero si el español no está amenazado, sí lo están los derechos de los castellanohablantes de la comunidad autónoma catalana, que superan al 50% del total de sus habitantes. El incidente de Canet es en ese sentido una señal de alarma que nos remite también a la situación en Baleares.

El Parlamento español y el Gobierno de la nación no han sido capaces de tomar medidas adecuadas a fin de corregir el desarrollo de los acontecimientos. Para nuestro consuelo todavía existe un poder decidido a limitar los excesos del Ejecutivo y suplir sus ausencias: el Poder Judicial. Otro día hablaremos de los repetidos ataques a la independencia de los tribunales por parte del propio Gobierno, e incluso de la oposición, enquistados como están desde hace años a la hora de cumplir con el mandato constitucional de renovar el Consejo del Poder Judicial. Baste hoy decir que el presidente tiene la obligación moral y política de pedir la ejecución de la sentencia que ampara la solicitud de la familia de la niña discriminada, y de muchas otras, respecto al uso del castellano como lengua vehicular en los centros de enseñanza, junto al catalán y en las proporcionales legales. La ministra del ramo debe por su parte instruir a la alta inspección a fin de vigilar el cumplimiento de la misma. No hace falta la aplicación de un nuevo 155, como apresurada y demagógicamente demanda el señor Pablo Casado, sino que el señor Pedro Sánchez cumpla con su obligación y haga el trabajo por el que se le paga.

Las informaciones sobre Canet de Mar me han recordado, salvando todas las distancias, una de las primeras noticias importantes de las que hube de ocuparme en los comienzos de mi carrera periodística. En septiembre de 1962 el estudiante de color James H. Meredith intentó matricularse en la universidad de Misisipi. Violentas manifestaciones de sus colegas blancos y vecinos de la localidad se lo impidieron, con la pasividad cómplice del gobernador del Estado. El presidente John F. Kennedy envió cientos de agentes federales y 3.000 soldados para restablecer el orden. De modo que Meredith pudo matricularse finalmente y graduarse al siguiente año. El primer mandatario americano justificó la intervención del Ejército con un discurso que ha pasado a la Historia: “Los estadounidenses —dijo— son libres de estar en desacuerdo con la ley, pero no de desobedecerla. En un gobierno de leyes ningún hombre, por muy poderoso que sea, y ninguna muchedumbre, por más violenta o turbulenta que sea, tiene derecho a desafiar a un tribunal de justicia… Si la fuerza o su amenaza pudieran desafiar largamente los mandamientos de nuestras Cortes o de la Constitución, ninguna ley estaría libre de duda, ningún juez estaría seguro de su mandato, y ningún ciudadano a salvo de sus vecinos”.

La democracia no solo es el gobierno de la mayoría. Exige la protección de los derechos individuales y de los grupos minoritarios. Por muchos manifestantes que salgan a la calle o muchos electores lo avalen con su voto, ningún Parlamento democrático puede violar nuestros derechos. La defensa del Estado de derecho y la igualdad ante la ley frente a toda discriminación le costó la vida al presidente Kennedy. En el caso del presidente Sánchez —¡qué impertinente comparación!— el precio a pagar, si es que existiera, apenas sería perder una votación presupuestaria.

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