La “fruta con piel de serpiente”

No hay muros ni en Constantinopla ni en Berlín. Solo un mercado global que se basa en que unos pocos coman todos los tipos de fruta todos los días mientras que otros muchos se dejan la piel para ello

Frutas en un supermercado de Cataluña.CAPRABO (Europa Press)

Además del mejor género de Aranjuez, mi frutero trae a veces frutas y verduras extrañas. Un día tiene manzanas con sabor a fresa, otro coliflores moradas o amarillas, una semana nos sorprende con pitahaya y otra con calabazas gigantes o plátanos enanos. A veces me lo imagino yendo a Mercamadrid y descojonándose al anticiparse a las preguntas de las señoras, porque cuando les explica qué es cada cosa se ríe por lo bajini.

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Además del mejor género de Aranjuez, mi frutero trae a veces frutas y verduras extrañas. Un día tiene manzanas con sabor a fresa, otro coliflores moradas o amarillas, una semana nos sorprende con pitahaya y otra con calabazas gigantes o plátanos enanos. A veces me lo imagino yendo a Mercamadrid y descojonándose al anticiparse a las preguntas de las señoras, porque cuando les explica qué es cada cosa se ríe por lo bajini.

El último manjar con el que nos deleitó fue la “fruta con piel de serpiente”, que es como una castaña pero con escamas. Escribió el nombre así, entre comillas, en la caja que colocó en la puerta. Y como soy presa fácil del marketing en general y de sus carteles hechos a mano en particular, le dije que me pusiera dos. Antes de llegar a casa ya había mirado en el móvil de qué se trataba, porque como tenía la frutería llena no me pudo dar explicación.

Se llama salak o fruta de la serpiente; lo de la piel debió ser contribución de mi frutero, al que le pareció conveniente matizarlo. El caso es que esos pequeños frutos vienen de una palmera que se planta en el sudeste asiático.

Ya en la cocina, mientras los pelaba con dificultad y con la ilusión del crío que abre una caja sorpresa, pensaba en su viaje. En los kilómetros que habían hecho antes de llegar a mi encimera y en lo extraño que era que estuvieran allí, junto a los plátanos de Canarias y a los espárragos locales. En lo insólito de un modelo global que implica que se tiren kilos de fruta de aquí mientras los lineales de los supermercados están llenos de las mismas variedades pero importadas de otros países. El mismo que genera que, en la zona de la que proceden esos frutos escamados, se extingan decenas de variedades de serpiente por culpa de la explotación y la contaminación de ecosistemas.

Y es que la macroeconomía se explica hoy en siglas que nadie entiende, complejas magnitudes, tablas estadísticas e intrincados conceptos financieros, pero quizá se comprenda mejor a través de la fruta. Tomándola como referencia también se puede juzgar y entender el pasado: cuando la youtuber Dana Lucía le preguntó a su madre por sus recuerdos en la Rumania comunista, esta le respondió que lo que notó de la transición al capitalismo fue que había naranjas más allá de Navidad y que la gente ya no se saludaba como antes. De aquel mundo soviético ya no queda nada, mal que le pese a Vox. Tal vez su último testigo sea el ministro Alberto Garzón, que insiste en Twitter en que comamos hortalizas de temporada.

A kilómetros de la Rumania de Ceaușescu, en la España de Franco, mi abuela Mari Cruz también comía naranjas en Navidad: eran su regalo de Reyes, aunque ella pedía una Mariquita Pérez que veía en el escaparate de una tienda del pueblo y que nunca llegó. De aquel tiempo data un texto en el que Álvaro D’Ors escribía que el mundo comunista y el católico se parecían. Su similitud radicaba en que ambos eran un fracaso a ojos de la economía capitalista, que tenía lujo, discotecas y “frutas con piel de serpiente”. Pero todo aquello cayó. No hay muros ni en Constantinopla ni en Berlín. Solo un mercado global que se basa en que unos pocos coman todos los tipos de fruta todos los días mientras que otros muchos se dejan la piel para ello. Y que le niega el saludo a todo el mundo en todas partes.

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