Ir al contenido
_
_
_
_
Toros
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La eternidad también es lila

Un hombre con todos sus demonios callados, anidados en coleta, camina sobre el albero para enfrentar una vez más a la muerte

Jorge F. Hernández

Dejemos para otro día el debate, la diatriba o la defensa. Hablemos otro día de la diferencia entre los derechos animales de una gallina (que pone huevos sin destino rostizado) y los de un toro bravo (criado y mimado durante un lustro precisamente para ser sacrificado) y dediquemos al menos una sobremesa en torno a la libre decisión de cualquier ganadero de criar o no ganado bravo (a contrapelo de quienes sólo quieren criar ganado de engorda, lanar o canguro) y si los animalistas pueden ingerir o no en la economía de la venta de bureles de propiedad privada a una empresa privada que los suelta a lidiar en plaza pública, con venta abierta de boletos y entradas para que cada vecino, ciudadano o turista decida por sí mismo que desea ser testigo o no de la lidia y muerte de los animales. Que el Ministro de Cultura de España no entienda que la Tauromaquia es también cultura implica una preocupación: ¿será que pronto dicte Vuesa Merced que una determinada forma de escultura no es cultura?

En este mundo donde la cultura pornográfica invade hasta la publicidad de las golosinas y la cultura de la mentira se ha apoltronado en palacios y casas blancas o la generalizada cultura de la incultura abona el pesado imperio de la estulticia y la imbecilidad hay que suspirar un instante y aquilatar los callados momentos íntimos y trascendentales en que sin molestar a nadie celebramos la indescriptible (e irracional) trigonometría de poder presenciar, degustar o digerir nuestra personal dosis de lo Bueno, lo Bello y lo Verdadero… en medio de un lodazal malévolo y horrendo de puras falsedades.

Antonio Chenel Antoñete fue un torero que se consagró en tiempos de blanco y negro con un toro blanco de Osborne (como anuncio de carretera y en realidad, más berrendo salpicado que ensabanado de pinta). El toro se llamó Atrevido y Antoñete vestía esa tarde un vestido salmón y oro, acariciando la gloria con suaves muletazos, citando de largo y sin moverse, girando a centímetros de los cuernos y tatuando una estampa intemporal. Dicen que el enano del palio acaudillado en el Palco de Honor lo mandó llamar al palomar y que Antoñete se vendó la mano para evitar el saludo y mancillar sus dedos de proletario, nacido en la misma plaza de Las Ventas donde años después volvería a consagrarse en diversas tardes (sobre todo vestido de lila y oro… tan lila que ahora le llaman “Chenel y oro” en su honor). Ya en colores y muerto Franco, Chenel fue el torero de la transición, ídolo de progres vestidos de pana, los del partido de la rosa inmaculada… y hasta hoy se le rinde una estatua en su plaza como cuna.

El monumento para Antoñete ha sido honrosa iniciativa de un hombre llamado José Antonio Morante Camacho, natural de la Puebla del Río, en Andalucía. Es un hombre que lidia todos los días el feroz Miura de la bipolaridad, un genio trágico que lo mismo cuaja una epifanía con un farol que revienta un petardo inesperado, además con una torería y gitanería subcutánea que lo ha llevado a levitar sin tiempo sobre la arena ante la muerte y volar en andas entre nubes de pañuelos blancos. Ese hombre enigmático e inclasificable ha resucitado en sepia todas las viejas virtudes de la lidia de reses bravas y al mismo tiempo ha redinamizado los modernos cánones entre tanto torero que sólo pega trapazos o alardes circenses de desenfrenada valentía a secas, sin duende, sin ese pellizco que ha convertido a Morante de la Puebla en el mejor torero de todos los tiempos.

Para sellar el homenaje para Antoñete, Morante de la Puebla convocó a un festival de postín a las viejas glorias del toreo y a una mujer como prístino ejemplo de esperanza. Hoy entraron por el túnel del tiempo Curro Vázquez y César Rincón y salieron por la Puerta Grande, junto con Olga Casado nueva diosa rubia del torero… y dignamente a pie: Enrique Ponce y Frascuelo; todos habiendo honrado la memoria de Antoñete con la rara trigonometría de saber citar-templar-mandar y girar (que si no hubiese tanta bilis podría servir de tratado de vida). Por otra puerta salió Morante habiendo lidiado a un toro blanco de Osborne (clon o descendiente de Atrevido y el hombre de la Puebla dejó pinceladas al vuelo, detalles acrílicos de un arte ahora incomprendido, pero mucha adrenalina silente que hipnotiza incluso al más gringo o villamelón cuando el vuelo en rosa de una capa parece rehilete coreografiado por el peligro inminente de una bestia con cuernos.

Morante de la Puebla se retiró al hotel, dejó en un rincón los botos camperos y el traje corto, se duchó y quizá pidió un caldo con minutos largos de reposo. Vivió la niebla de volver a engominarse la greña y ya con zapatillas de monarca volvió a la misma plaza de Las Ventas vestido de Chenel y oro. Pido perdón y espero que me comprendan, pero no puedo dejar de intentar poner en tinta el Aleph de hoy:

De lila y oro vestido, para advertir que la eternidad no es sólo morada, un hombre con todos sus demonios callados, anidados en coleta, camina sobre el albero para enfrentar una vez más a la Muerte con mayúscula. Un toro castaño, tirando a melocotón, apunta la Media Luna de su encornadura y luego de las primeras pinceladas con el capote (cambio de rodillas a la antigua, lances de respingo y chispas encendidas de chicuelina), el bicho decide arrollarlo. Morante inmóvil y bocarriba durante segundos largos, tendido al óleo en espera de una sábana… pero decide volver al ruedo y desde la madrugada en México parece iluminarse la noche de Madrid: una faena milimétrica, pasándose el peligro por las piernas; el vestido lila se tiñe de sangre y al cuadrar en la cara y ejecutar eso que llaman volapié, Morante de la Puebla acaba de matar a un toro bravo sin puntilla en una eléctrica epifanía que le da todo el sentido a la Capilla Sixtina en Roma, a siete o 27 partituras perfectas de Mozart, el paso de las olas en los mares y el curso impredecible de las estrellas.

Luego de pasear las orejas en sus manos, empapado de tanta gloria inexplicable, incómoda e irracional, el hombre llamado José Antonio Morante Camacho camina lentamente hacia el centro del ruedo de Las Ventas de Madrid. La sombra proyecta un rabo que cortó en la Maestranza de Sevilla (luego de medio siglo sin que ocurriese dicho milagro), una faena de invierno en CDMX (vestido de jacaranda y azabache) donde andando levitó entre pétalos para que amaneciera de lejos en la madrugada de Madrid, lo mismo, pero invertido de hoy en que desde México amanecen los ojos llorando porque no se puede creer que allí donde hace meses Madrid le quedó a deber un rabo, orejas y respeto, allí donde el Oso azota al madroño, se ha plantado en pleno centro del Universo un torero como espectro de un ánimo en peligro de extinción y se corta la coleta para ya nunca jamás volver a torear.

Repito: perdónenme el delirio y espero que comprendan que cierro los ojos y en un milimétrico instante me parece que abdica el rey de España y aprehenden a Donald Trump, llevándolo a un calabozo acompañado de sicofantes y cómplices pederastas; se evaporan de pronto todas las armas de fuego en el mundo y Putin pide perdón reculando hacia una antigua mazmorra de la KGB, mientras declaran la curación del cáncer y la resurrección de Beethoven… pero abro los párpados y entiendo quizá por qué una figura irrepetible se corta la coleta como quien despide toda una época y sobrevuela las necias contradicciones cíclicas entre pros y contras, porque parecería que la eternidad por fin comienza un lunes y también es lila.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Jorge F. Hernández
Autor de libros de cuentos y de las novelas 'La Emperatriz de Lavapiés', 'Réquiem para un Ángel', 'Un bosque flotante', 'Cochabamba' y 'Alicia nunca miente'. Ha publicado artículos sobre la historia de México y ha sido colaborador de las revistas 'Vuelta' de Octavio Paz y 'Cambio' de Gabriel García Márquez. Es columnista de EL PAÍS desde 2013.
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_