El país de los ahijados de la muerte
Desfiles, panes, flores y catrinas por un lado y por el otro, más de medio millón de fallecidos que nadie quiere voltear a ver
La festividad que podríamos describir como el Puente de los Muertos (y que abarca un novedoso día en el que presuntamente “regresan del Mictlán los espíritus de las mascotas”, el Halloween y el Día de Muertos propiamente dicho) ya es, para todo efecto práctico, la segunda Navidad de este país.
Durante esos días, las actividades comerciales se disparan y nuestros negocios y calles se tapizan con imitaciones variopintas de las calaveritas inspiradas en el trabajo del grabador José Guadalupe Posada. Millones de personas se disfrazan (lo mismo de cosas graciosas, como personajes de cómics o películas, que de Fridas-Catrinas más bien depresivas), y arman y colocan en sus hogares, oficinas, comercios y talleres los tradicionales altares con papel picado, veladoras y alimentos y fotos de las querencias “que se adelantaron”; se distribuyen cempasúchiles al por mayor y los vemos hasta en la sopa, desde las iglesias y los camellones hasta las oficinas públicas; se producen filas enormes para adquirir los infaltables “panes de muerto” y estos, que suelen ser secos como el hueso de un difunto, se combinan ahora con crema, nata, pasta de almendras o lo que tercie, con tal de que los quisquillosos se los zampen con el mismo gusto que los entusiastas. Ah, y por supuesto, que se echan al aire carretadas sin fin de cohetes, porque nada le gusta tanto a un mexicano como la pólvora que revienta por los aires, aunque nomás truene, sin necesidad de que haya colorcitos. Pero si hay colorcitos, mejor.
Y la cosa no para ahí. En la Ciudad de México y Guadalajara se organizan unos desfiles de calaveras tumultuarios, inspirados en una escena de la película del agente 007 James Bond llamada Spectre, de 2015, en la que la susodicha procesión se producía, a media capital de la república, para que el buen Bond se persiguiera con unos malos en medio de un montón de gente vestida de calaca. La cinta les gustó tanto a nuestras autoridades de aquella época que estas decidieron que una marcha así les estaba haciendo falta a nuestras vidas y la establecieron.
Y bueno, finalmente, está la verdadera tradición nacional: que miles de panteones, a lo largo de la geografía nacional, se llenen por estos días de visitantes que van a rendir homenaje y a darle una vueltita a sus muertos. Allí pasa de todo. No falta quien contrate al mariachi o la banda para que entonen las piezas favoritas del finado, quien organice un picnic con toda la familia y se emborrache hasta el llanto o la inconsciencia, quien cubra de flores la tumba de la madrecita o abuela añorada. Ni tampoco quien se quede en casa, se apoltrone en la sala y reúna a los parientes para ver, otra vez, la emotiva película Coco…
Estos muertos idealizados, simpáticos, juguetones, que vuelven del inframundo a atascarse de mole, y a fumarse un cigarro a escondidas, nos encantan a todos. Vaya: hasta existe un “turismo fúnebre”, y muchos viajan a esos pueblecitos de Michoacán o el Estado de México en los que los festejos resultan más “genuinos”. Pero también están, aunque resulten menos populares, los otros muertos. Aquellos de los que no quieren oír hablar las autoridades de ningún nivel. Los que, inevitablemente, se acumulan todos los días en las estadísticas, por más que las barajeen y las revuelvan una y otra vez los gobiernos de todos los colores.
En lo que va del siglo, se han cometido alrededor de 535 mil homicidios en México. Más de medio millón. Y la tasa de impunidad al respecto se acerca al 90%. Unos muertos a los que pocos voltean a ver. Porque, cómo negarlo: las calaveritas de azúcar son más dulces que la verdad.
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