Las campañas electorales y las chambas por venir
Cuántos de los porristas camuflados (o ni tanto) acabarán con hueso o ventajas si sus tuteados ganan
Días asombrosos en las vísperas electorales.
Mi hijo me cuenta, muerto de risa, que en su grupo en la Universidad hubo un simulacro de elecciones y lo ganó tranquilamente Jorge Álvarez Máynez, con empate en un lejano segundo lugar de las otras candidatas. Dice que sus compañeros votaron “irónicamente” y “por el mame”, aunque cree que muchos de ellos repetirán el gesto en la boleta el próximo 2 de junio. La legión de repentinos apologistas editoriales de Máynez ya puede sumar otro argumento a sus endosos: “Es, sin duda, el candidato perfecto para el mame”. Me quedo con la impresión de que, si de verdad obtienen un buen resultado, pese a la nulidad de partido, propuesta y antecedentes con que empezaron la campaña, el candidato y sus mercadólogos van a terminar cubriéndose de oro como asesores.
Por otro lado, unos conocidos me refieren que el hijo de una de las personas más estúpidas que conozco (políticamente hablando, al menos) anda de pintabardas, es decir, de voluntario en la campaña de un aspirante de mis rumbos; un aspirante que, cabe decir, es un redomado pillo. El muchacho tiene la esperanza de recibir algún trabajito en el Gobierno a cambio de su entrega a la causa, si es que su gallo sale victorioso. Eso me trae a la mente que justo eso sucedió, hace años, con la expareja de un cuate mío: un pariente la invitó a sumarse “a las fuerzas vivas del pueblo”, volanteando en favor de un candidato y, cuando aquel ganó, le cumplieron el sueño y la colocaron tres años en un puesto oficial que no tenía preparación, capacidad o ganas de desempeñar, pero que le aseguró un chequecito. ¿Cuántos de estos lambiscones terminan como trabajadores públicos? Una multitud. Y luego nos quejamos de la atención de porquería que solemos recibir en tantas oficinas de Gobierno y el desempeño absurdo de tantos funcionarios.
No acaba allí la cosa. Algunos conocidos me mandan, en redes, un video en el que aparece un tipo, al que considero inteligente, deshaciéndose en caravanas ante la simple mención del nombre de una candidata. De sus encendidas palabras se desprende que la mujer es una suerte de híbrido de Judith Butler, Juana de Arco y Dua Lipa. Es tan indigna la escena que prefiero pensar en él como un vendidazo, para salvar al menos mi consideración por su astucia, ya que no por su ética. Resuenan en mi mente las sentencias inmortales del viejo priismo: “El que se mueve no sale en la foto” (dicha por el eterno líder sindical Fidel Velázquez), y “Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error” (acuñada por el “Tlacuache” César Garizurieta).
Leo varios análisis, en prensa, sobre los debates que ya sucedieron y el que está por venir. Qué desagradable me resulta que los articulistas identifiquen a los candidatos solamente por sus nombres de pila, como si fueran sus amigos (o peor: los nuestros), en un intento de transmitir a los lectores confianza y calidez por ellos. ¿Imaginan a alguien justificando los dichos y hechos de Trump mientras lo llama “Donald”? ¿O diciéndole “Vladi” a Putin? ¿O “Benja” a Netanyahu? Me descubro pensando en cuántos de los porristas camuflados (o ni tanto) que se expresan de ese modo acabarán con hueso o ventajas si sus tuteados ganan. Imagino que muchos. “La moral es un árbol que da moras”, dijo alguna vez el impresentable de Gonzalo N. Santos, quien no solo leyó claramente su época, sino que anticipó la nuestra.
Ya van, por cierto, 180.000 homicidios en el sexenio. Más de dos veces el Estadio Azteca a su máxima capacidad. Nadie, en las campañas, tiene un plan medianamente realista de cómo parar esta masacre. Pero bueno, quién nos quita nuestras urnitas, nuestras barditas pintadas, nuestros cortejitos al poder y nuestras buenas chambitas.
Suscríbase a la newsletter de EL PAÍS México y al canal de WhatsApp y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.