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Historia de México
Tribuna
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México: promesa incumplida

El nuevo y colosal trabajo de John Womack nos ofrece una historia total del país. Partiendo de un análisis socioeconómico, ahonda en la realidad política y cultural desde tiempos de la Conquista hasta el cambio de milenio

Un minero vuelve a casa después del trabajo, en Jalisco, en 2005.
Un minero vuelve a casa después del trabajo, en Jalisco, en 2005.Getty Images

En Michoacán, en el lecho del valle de Maravatío, uno de esos lugares mágicos donde millones de mariposas monarcas, anualmente, despliegan su estupefaciente belleza en el viaje migratorio que les lleva desde el sur de Canadá hacia los bosques ancestrales del oeste mexicano, se levanta el pueblo homónimo que John Womack Jr. evoca en el epílogo que pone fin a las casi mil páginas y dos volúmenes de sus Cuadernos para la Historia de México que acaba de aparecer en edición conjunta del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y la Fundación Ortega-Marañón (FOM). En su epítome, Womack se fija en la dramática historia con final feliz de Elvira Arellano, una madre mexicana nacida en ese hermoso paraje quien, indocumentada, pidió santuario en una iglesia de Chicago en 2006, tras hacer un largo y azaroso viaje migratorio. Como tantos otros migrantes irregulares, Arellano termina logrando abrirse camino —legal y laboral— en Estados Unidos, ofreciendo a los suyos la posibilidad de lo que entiende que es un futuro mejor.

Basado en el saber que Womack transmitió durante más de cuarenta años a sus estudiantes de Historia de América Latina y Economía en Harvard, aunque, lógicamente, la historiografía ha completado lo que el joven profesor transmitió a sus discípulos —no pocos de ellos personalidades de enorme influencia en la historia reciente de todo orden de México y de otros países latinoamericanos del último medio siglo–, a través de esa mirada de lo micro a lo macro, el magnífico historiador estadounidense nos ofrece una historia total de México —por decirlo con la inspiración última que alumbró la renovación de la historiografía que nos trajo la escuela de los Annales. Así Womack, en un trabajo de ambición colosal y partiendo de un análisis socioeconómico, ahonda en la realidad política y cultural —en el amplio sentido del término— desde tiempos de la Conquista hasta el cambio de milenio.

Memorables son los perfiles biográficos que delinea de los protagonistas de esta historia. Sirva como ejemplo su retrato de Hernán Cortés, a quien presenta como un hombre del Renacimiento cuya pulsión vital —su ordo amoris, por decirlo con Max Scheler—, era la búsqueda de gloria más que la estricta ambición del oro y la plata que inspiró la Conquista. Agudos e incisivos son los análisis que ofrece de cuestiones tan diversas como la cosmovisión y mentalidades que caracterizaban a los pueblos originarios —no solo los mexicas, también chichimecas, tarascos, tlaxcaltecas o mayas—; qué significaba ser europeo y cristiano en el siglo XVI; el paternalismo benevolente de los clérigos que llegaron a América o la irrigación de la devoción guadalupana desde muy al comienzo del Virreinato Novohispano; o, en fin, las emociones e intereses que alimentaron el choque de poder de los encomenderos con la autoridad real, entre otros.

Inmediatamente, su reflexión sobre la importancia de los metales preciosos en el incipiente sistema económico capitalista, fija una de las ideas medulares de la obra en la naturaleza de la propiedad de la tierra donde haciendas, plantaciones, minas, ranchos e ingenios de la Nueva España devendrían en factores capitales, no sólo entonces, sino también más tarde, del agrarismo mexicano de la contemporaneidad.

Sin descuidar los efectos catastróficos que las crisis de subsistencia y epidemias generaron en aquella sociedad de castas —expresión del propio Womack—, disecciona el universo social donde ya aparecían los criollos como la clase estratégica de la historia de México, ofreciendo interpretaciones donde apuntaba a sus estudiantes algunas de las corrientes que se transformarían en predominantes en nuestro modo de ver y comprender la historia a finales del siglo XX. Womack, que, para entonces, era ya referencia historiográfica obligada por su excepcional trabajo doctoral sobre Zapata y la Revolución Mexicana, penetra de manera magistral en la aprehensión de la intimidad mexicana, algo extraordinariamente complejo —como ya había advertido Ortega y Gasset—, para alguien nacido en otra latitud y que había llegado a México pasada ampliamente la veintena.

En su insobornable compromiso con la claridad, el rigor conceptual y la pulcritud metodológica —algunos de los caracteres de los mejores historiadores—, al llegar a la contemporaneidad, brinda un caleidoscopio sobre la construcción del ser nacional mexicano. Tras dibujar el que se ha dado en llamar patriotismo criollo durante el siglo ilustrado, Womack examina los múltiples perfiles de los liderazgos de los que llegarían a ser próceres de la Independencia, resaltando cómo, en inicio, sus intereses no respondieron a un sentimiento independentista —como explicarían más tarde de manera prolija historiadores como Francisco-Xavier Guerra o Tomás Pérez Vejo—, sino al derrumbamiento y colapso del viejo poder colonial y la consecuente lucha por el poder entre las elites que entonces predominaban en la sociedad del final del virreinato.

Tomando como parteaguas la Revolución de 1910, primero analiza las vicisitudes del México decimonónico con páginas indispensables sobre Antonio López de Santa Anna, Benito Juárez y la Reforma, Maximiliano o, también, claro, don Porfirio, como él se refiere al líder mexicano que construyó la oligarquía frente a la que se levantarían los fuegos de la Revolución. Con motivo de este, su gran tema de especialización, estudia de manera magistral los problemas estructurales que alimentaron el conflicto a través del cual se estructuraría la imagen del México del siglo XX —caciquismo, estructura agraria, peso del catolicismo en la esfera pública o pobreza, entre otros—.

Tras la estabilización que acompañó las presidencias de Obregón y Calles —que asistió al levantamiento cristero, ya a finales de los años veinte—, Womack aborda la institucionalización del Partido Nacional Revolucionario —luego Partido Revolucionario Institucional (PRI)—, que gobernaría el país hasta finales del siglo XX. Cuatro ejes interpretativos vertebran su visión de entonces a hoy. Primero, el análisis del poder, entendido este como la resultante de la ecuación entre fuerza y fraude, por decirlo con Maquiavelo. En ese cruce de variables, triunfa el segundo sobre el primero, fracasando la realidad de un Estado en el que el PRI integraría a sindicatos y organizaciones obreras, y nacionalizaría bienes y sectores estratégicos —como el del petróleo bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas, ya en los años treinta. Resulta de ello una imagen en la que emerge de manera dramática la incapacidad de distinguir entre lo privado y lo público, entre el interés privativo del mundo civil y el bien común, que se ha impuesto a lo largo de las décadas. Segundo, la frustración de la ambición de mayor justicia social que ha alimentado no pocos procesos políticos mexicanos del último siglo. Tercero, y ligado con lo anterior, la enorme desigualdad que ha generado el naufragio del noble ideal de progreso que había alumbrado el siglo XIX y que, ya en el XX, se ha ido haciendo trizas de manera crecientemente acelerada.

Womack pone el acento —dedicando capítulos ilustrativos a cuestiones como la matanza de Tlatelolco— en cómo la decepción –sino un sentimiento de traición— se ha ido instalando en la sociedad mexicana ante la ineficiencia de los diferentes sistemas de redistribución de la riqueza lo que, por cierto, explica el punto de no retorno al que se ha llegado en la actualidad. Y, cuarto, el fracaso de la seguridad entendida en el amplio sentido del término; no solo en lo vinculado a la seguridad jurídica, tantas veces vulnerada y que genera la desconfianza secular de la ciudadanía en sus poderes públicos, sino también en la seguridad de la población que, estas últimas décadas, ha visto crecer exponencialmente su vulnerabilidad ante la ineficacia de las diferentes medidas tomadas contra el crimen organizado –con toda la compleja problemática y dramáticas consecuencias que ello conlleva. Sobre ese análisis pormenorizado plantea, además, cómo el escenario internacional caracterizado por la Guerra Fría desde 1947, ha sido el marco de la historia del país, donde México ha jugado un papel esencial para los Estados Unidos que, de una manera u otra, ha condicionado el acontecer de la nación.

Estamos, pues, ante un libro fundamental, que ofrece un vivo mosaico del crisol cultural y civilizatorio que confluye en lo que hoy es México. Un libro que culmina con ese guiño a la microhistoria de su epílogo, que se elevó a categoría historiográfica con el famoso libro de Carlo Ginzburg El queso y los gusanos aparecido en 1976, pero que ya había anticipado de manera magistral otro magnífico historiador mexicano, Luis González y González, en su referencial Pueblo en vilo (1969). Un libro, además, de rabiosa actualidad, porque este balance exhaustivo que ofrece el colosal trabajo de Womack, además de exponer de manera coherente la superación de los diversos mitos que habían nacido sobre todo con la Revolución —y que la historiografía mexicana ha venido desmontando en buena medida en las últimas décadas—, propone una reflexión acerca de cómo México ha transitado desde la esperanza ante la construcción de un país que lo tiene todo para ser una de las grandes referencias nacionales del planeta hasta convertirse, en buena medida, en la permanente promesa incumplida de prosperidad que ha terminado por ser la historia mexicana para la inmensa mayoría de su ciudadanía.

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