Tijuana desbordada
El viernes 12 de agosto, unos decidieron que era buen momento para atacar Baja California. Encender y colapsar el Estado. La pregunta es si hay quien pueda algún día sanar esa fractura
Dos días antes de la hora cero aterrizamos en Tijuana para transmitir nuestro programa de radio. Con ganas de tomarle el pulso a esa esquina de América Latina.
Ya incendiaron varios camiones, está de la chingada, no sé dónde y cómo, pero están bajando a la gente de las unidades, cabrón, y les van prendiendo fuego, a las unidades, no a la gente, te lo estoy diciendo. Es aquí cerca, por la zona del Río, pero también un poco más a la salida. Y creo que muchas más. No mames. ¡Qué chingados pasa!
Llegamos a cenar a un restaurante tradicional de la ciudad. Las calles a reventar. Desde la pandemia, gente que se viene a vivir a Tijuana y “harto gringo que ya prefiere comprar acá porque sale más barato”. Hace calor y en el restaurante, a pesar de ser media tarde, mucha gente. Un buen tinto de la región y entre amigos locales, del periodismo a la empresa, vamos mapeando lo que es Baja California ahorita: pujante, sí, pero con enormes desafíos sociales.
¡Salud!
El hombre mira de frente, ya es mayor y cuida coches. Nos dice que el calor lo sofoca por las tardes, pero que ahorita está bien. La noche es un respiro. Es Ensenada, el Valle. Sonríe: me gusta mi trabajo porque veo los barcos. Un par de horas después, ese mismo hombre temblará de miedo. No tan lejos, las llamas, algo que se quema. Y el silencio, el terrible silencio.
Tijuana desbordada. En Baja California está el nodo aeroespacial más importante de la región. San Diego y Tijuana serán la capital mundial del diseño en un par de años. Todos, incluso los más escépticos, confirman que no hay desempleo. Miran con cierto desdén al centro del país que no les aporta mucho. Celebran el turismo de salud y presumen las muchas torres médicas que se construyen por doquier. A solo unos minutos de distancia está por comenzar el Baja Beach Fest y algún gran encuentro de motocicletas.
Todo sucede al mismo tiempo. Incendian transportes colectivos en Tijuana, Ensenada, Rosarito, Tecate. Videos en redes sociales. Bájate en chinga del autobús, gritos y empujones, el carro que venía detrás, prenden fuego, todo arde. Quiénes son, de parte de quién, contra quién, el desafío, el mostrar quién la tiene más grande, la virilidad de la violencia. La gente corre. Y luego se hace el silencio, el terrible silencio.
Los albergues de migrantes son un mundo en sí mismo. Solo en uno, allá en una cañada, más de 1.400 personas. Muchísimos haitianos, pero también salvadoreños, hondureños, nicaragüenses, guatemaltecos. Y cada vez más mexicanos: de Guerrero, Michoacán, Guanajuato… desplazados por la violencia. Viven y sobreviven. Y algunos pasan a Estados Unidos porque la demanda es mucha: de mano de obra y de narrativas que justifiquen. Hombres, mujeres, niños, niñas.
Siempre llega el amanecer. A pocos metros del hotel en el que nos hospedamos, una balacera. Dicen que algunos muertos, aunque nadie hable de muertos. En los pasillos se escucha que tal y tal no llegaron a trabajar porque no hay transporte y todos se autoimpusieron toque de queda. No vaya a ser. Alguien ríe como queriendo romper el silencio, el terrible silencio.
Toca regresar a la Ciudad de México. Camino al aeropuerto todo es raro: muy poca gente afuera, algo de Guardia Nacional o del Ejército, todos acelerando el paso. Las mismas calles que habíamos recorrido días atrás, con hileras de coches para cruzar a EE UU, centros comerciales atiborrados, comercios activos… y ahora el silencio.
La hora cero.
El viernes 12 de agosto, unos decidieron que era buen momento para atacar Baja California. Encender y colapsar el Estado. Tal y como unos días antes había sucedido en Ciudad Juárez y municipios de Jalisco y Guanajuato. Y como tantos días antes había sucedido en tantos otros lugares de este país. El viernes 12 de agosto, ese rincón de América Latina que es Baja California, exhibió también su absoluta fragilidad.
Voy de regreso a la Ciudad de México.
Me quedo con el barullo de una región en expansión y con el silencio que se impone cuando actúan los que tienen sometidos al Estado y al estado.
Todo se fractura en unos segundos.
Todo.
La pregunta es si hay quien pueda algún día sanar esa fractura.
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