El fiscal y la actual justicia mexicana
El caso de las señoras Morán y Cuevas debió haber sido un asunto ordinario, uno más de los muchos que a diario se resuelven en los tribunales federales del país
El caso de las señoras Morán y Cuevas ha sido paradigmático. Nos ha mostrado, si no en su totalidad sí, al menos, una parte de la actual justicia mexicana. Lo que hemos visto ni es nuevo ni es aislado. Lo es la visibilización presente de prácticas que suponíamos desterradas. Y, más allá de lo lamentable de los hechos concretos respecto de ambas mujeres y sus familias, la posibilidad de que otras iguales o peores se estén realizando de manera continua y hasta normalizada en el país.
Los hechos iniciales tienen, desde luego, un origen legítimo. Alguien puede suponer que la conducta de otras personas le ha causado un daño a él o a uno de sus familiares o a sus amigos. La construcción moderna de las fiscalías trata de encauzar los impulsos humanos por la satisfacción, a fin de evitar que se constituyan en venganza privada. Si alguien supone que otro le generó un daño, nuestro orden jurídico le deja abierta la posibilidad de solicitar la intervención de la autoridad para que determine lo procedente. La autoridad, a su vez, tendrá que actuar conforme a las facultades limitadas que le otorga el orden jurídico. En un mundo jurídico moderno, como el que trata de reconocer nuestra Constitución, esas competencias pasan por la protección de los derechos humanos de las personas. Éstos son, por decirlo así, límites en las actuaciones ordinarias de todos los órganos del Estado. Todo el modelo entra en cuestionamiento cuando una de las partes busca que quienes tienen que actuar en el ejercicio de sus funciones, dejen de hacer algo distinto a lo que las normas disponen. Lo que muchos piensan que son meras formalidades, en realidad son los marcos posibles de actuación dentro del arquetipo que, históricamente, se está desarrollando.
Al resolver los casos de las señoras Morán y Cuevas, la Suprema Corte de Justicia recordó cuáles son los marcos posibles de dos momentos o actos por demás relevantes: la orden de aprehensión y el auto de formal prisión. Más allá de los muchos ángulos o aristas que ambos casos tienen, lo cierto es que sus determinaciones finales se refirieron a estos aspectos. Por una parte, a los elementos que tienen que ser satisfechos para que una persona pueda ser detenida y sometida a un proceso de investigación; por otra, los que se necesitan para que sea sometida a un proceso en el que se defina si es o no responsable de la comisión de un delito. Lo que las y los integrantes de la Suprema Corte hicieron fue eso, por simple que parezca. Luego, con base en lo determinado, si las autoridades habían cumplido con esos requisitos y, finalmente, si ambas personas debían estar o no sometidas por las correspondientes órdenes judiciales.
Visto con perspectiva, el caso de las señoras Morán y Cuevas debió haber sido un asunto ordinario. Uno más de los muchos que a diario se resuelven en los tribunales federales del país. Lo que lo hizo distinto no son las condiciones objetivas del derecho, sino las peculiaridades subjetivas de los intervinientes. Lo relacionado con la señora Morán era fácilmente analizable y resoluble bajo la idea de que sus deberes de cuidado respecto a su concubino tenían unos alcances y límites ordinarios propios de cualquier relación de ese tipo. Que la calidad de la persona con la que estaba vinculada no le imponía cargas adicionales de ningún tipo extraordinario. Bajo esta perspectiva, las autoridades ministeriales y judiciales debieron apreciar los hechos y no solicitar u otorgar la orden de aprehensión. Respecto a la señora Cuevas, la condición era todavía más simple de atender. Debió haberse establecido que el mero hecho de ser hija de su madre, no le imponía cargas directas de cuidado sobre el concubino de ella. Que en modo alguno lo hecho por su madre le generaba una calidad de “garante accesorio”. Que sus responsabilidades eran –como las de cualquier persona respecto de cualquier otra— derivadas de acciones directamente dirigidas a dañar, pero no sustentadas en la vaga noción de un tener que hacer genérico.
La decisión de la Suprema Corte tiene varios efectos. El primero, mostrarnos a todos desde un foro con una amplia resonancia, que las violaciones a los derechos humanos en los procesos judiciales no son cosa del pasado. Que actualmente se siguen cometiendo, aun cuando solo unas de ellas sigan siendo conocidas y otras menos reparadas. El segundo, haber liberado a dos personas de las acusaciones que se construyeron de manera precaria y sin sustento en lo que, en términos ordinarios, disponía y dispone nuestro orden jurídico. El tercero, que hay límites en las actuaciones de los órganos de procuración e impartición de justicia y que estos, así sea en pocas ocasiones, pueden ser corregidos por otros órganos.
Lo que dejan estos casos es, sin embargo, una triste sensación. La idea de promiscuidad. De una mezcla de intereses y relaciones, ahí donde debiera haber asepsias, límites y distancias. Sea por las actuaciones de las autoridades, las conversaciones habidas o las declaraciones hechas, el caso de las señoras Morán y Cuevas fue una rasgadura al telón de la justicia. Un evento que ha permitido que muchos vean lo que sucede detrás de las cortinas en las que se preparan las representaciones que habrán de exponerse al público. Ha sido una pedagogía judicial que a nadie debe escapar, no solo por lo ya ocurrido, sino sobre todo por lo que continúa oculto.
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