El cante es una cabellera
Es Israel Fernández el del alma limpia que se cruza en las calles de Lavapiés sin pedanterías ni poses, bendiciendo las nubes y las rimas de versos añejos
Como la noche, el cante es una cabellera negra. Lo sabe la madrugá y ese caballero que camina como si flotase sobre la arena de una playa desierta; caballero de cabellera negra que se llama Israel, como patria en el desierto y lo supo el viejo Circo Price, llenos los tendidos hasta la carpa como cúpula y cada uno de los asistentes que enmudecen ante el primer rizo de su voz.
Mesa para cuatro, de madera y con sillas de acuarela. Cuatro amigos que se sientan a la mesa de madera para inventar la palpitación del mundo con los nudos y las palmas para que de pronto el caballero de la cabellera arrebate la noche con su voz como madrépora, enredadera de voz con bugambilias moradas como alamares de su ropa maravillosa. Uno, dos y tres en el burladero invisible de una mesa de madera donde sus nudillos le trazan el compás a la voz del flamenco, el milagro de Israel Fernández que resucita las notas altas de los fantasmas más entrañables del cante, el que parece un nazareno de semana santa sevillana en pleno corazón de Madrid, llenos los tendidos por donde parecen volar pañuelos para cargar en hombros al Israel… y eso que aún no sale la guitarra.
Diego del Morao tiene dieciséis dedos en cada mano para seis cuerdas que se multiplican a la enésima potencia del fandango y de la bulería, de esa giajira que parece llevarnos en andas a la arquiitectura dulce del salitre en La Habana, y al embrujo de un lunar junto a la boca de mi Cielito Lindo. Diego en taquicardia sísmica entrelazando cada nota con el quejío entrañable y elgrito cortao de Israel con sus versos de amor y dolor, de vado y vacío… De pronto y sin aviso, Israel se pasa al piano y pule un finísimo mármol de lo jondo en teclas, flamenco que parece sepia de Federico en Granada y de película antigua… y aunque el artista dice no ser pianista, sus dedos se vuelven extensión de sus cuerdas vocales y la música un testimonio de todo el tiempo que se nos va de las manos cada vez que cerramos los ojos para imaginar la figurea impalpable que se forma en el aire como el humo cuando un caballero se suelta la cabellera del cante.
Si acaso tengo un reparo está en una canción que debería lanzarla a capela de cabellera suelta y no con la coreografía electrónica con luces estrambóticas, pero todo se alivia cuando vuelve a salir el Morao y su guitarra como velero. Fandangos de hondo calado, una soleá que se insinúa bajo los párpados de Israel que parece fermentarse bajo el telón de su pelo, su cabellera de madrugá callada donde su voz ilumina la Luna y la melancolía. Su voz que repta por encima de las cuerdas y se enreda en las sombras, la que destila los versos del alma y la que le canta al espejo de la noche. Es Israel Fernández vestido de estrellas, que se levanta al final de cada cante como quien profesa una larga cordobesa en el centro del Universo y es Israel Fernández el del alma limpia que se cruza en las calles de Lavapiés sin pedanterías ni poses, bendiciendo las nubes y las rimas de versos añejos. Es el caballero de gracia, de la cabellera del cante que se funde con la guitarra en una rumba donde han vuelto a salir los amigo de la mesa de madera, ahora un colmao de ilusión y pasitos cortos, donde las faldas de la camisa del varón parecen olanes de las naguas de un a musa, y la peineta es una mano extendida sobre el cráneo que se va caracoleando tras bambalinas, mientras el antiguo Circo Price se queda en vilo… a la espera de que Israel salga e ilumine la vida misma con un hilo a capela, una saeta furtiva e inesperada que nos deje mudos y nos permita volver a cada levitando, convencidos de que acabamos de descubrir el hilo negro: la verdad inapelable de que el cante de veras, no es más que una cabellera negra como la madrugá y se llama Israel.
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