Sursum Corda
Leemos novelas sin obligación y a menudo por encargo, sin límite de tiempo y a menudo con la prisa de las yemas de los dedos que ansían el desenlace
Leemos novelas porque calan como frío en huesos y alivian el sofocante calor de las playas; porque sin bocinas prestan voces al silencio y callan todo el ruido en derredor. Leemos novelas para viajar sin pasaporte a todo paisaje posible y todo paraje del pasado y leemos novelas para repetir en murmullos los diálogos y las descripciones de varias páginas que ocupan el propósito de informarnos que apenas empezó a llover en un lugar impalpable. Leemos novelas para confirmar que su puesta en escena quizá no logre representar fielmente su condición de ensueño de que lo inimaginable e impalpable parece materializar lo inverificable e inverosímil y leemos novelas –ya en papel o pantalla—como ventana que se vuelve espejo, escape e inmersión cuyo primer asombro es confirmar paulatinamente que hay prójimos o semejantes que ya no tienen tiempo para leer novelas.
Se escribe novela par alargar el cuento o hilar todos los relatos posibles en una cajita de espejos que va más allá de la sobremesa o la charla de paseo por en medio de un bosque insólito en medio de la ciudad, en medio del corazón, en medio de la madrugada del mediodía que superpone los horarios de una novela sobre la rutina del llamado tiempo real. Se escribe novela para escuchar en el silencio y mirar lo que nadie ve aunque sigan la línea de las mismas letras en cada párrafo y se escribe novela con la nerviosa intención de que alguien nos lea y contribuya al milagro de rescatar de la amnesia las historias y los cuentos que simplemente no merecen olvido.
Leemos novelas sin obligación y a menudo por encargo, sin límite de tiempo y a menudo con la prisa de las yemas de los dedos que ansían el desenlace; leemos novelas con la mirada oscilante como hacen las pupilas tras los párpados del sueño y leemos cada página cambiante mientras al filo de la mirada pasa el paisaje que proyecta la ventana del tren, la ventanilla del avión, la venta de todo lo vendible en las calles donde rara vez se observa y aplaude a quien va leyendo novelas mientras camina a la mantequería o quien va leyendo mientras escucha en audífonos la trama envolvente de unos personajes palpables. Leemos novelas para pasar el rato y elevar el corazón a un instante ajeno a la realidad, un momento que rebasa los confines de la banalidad y del tedio y leemos novelas para verificar que el papel huele a pólvora y pétalos, promesas y perfidia. Leemos novelas para mantener intacto el callado pacto de los Justos que salvan a la humanidad entera por cuidar en silencio las espinas de un rosal o jugar una partida de ajedrez que inevitablemente ha de terminar en tablas y jugamos a leer la novela de todos los días con la redacción incierta de cada veinticuatro horas en vilo, en las pupilas ajenas que son las nuestras cuando vemos que lee a nuestro lado la musa distante, la de mirada de agua que avisa que lee para que no la molesten sin alarmas.
Se escribe novela para sustituir el humo con vapor de trenes y para inventar una mínima sinfonía en sol menor a media página, hilando las vidas de personas que son personajes con los diálogos precisos, apelando a la inteligencia propia y de los lectores que no merecemos que nos hablen siempre como idiotas, como acostumbran tratarnos los políticos y ciertos magos de la mercadotecnia. Se escribe novela para bailar en blanco y negro sobre un escenario fantástico donde también caben las locuras de tres chiflados en turno y la melancolía incandescente de un poeta que fue varias personas en vida o la saudade con la que se abrazan dos ancianos en la página 32 del primer capítulo.
Allá adelante, va un niño que le reclama a su padre en el párrafo con el que abre otra página par el regalo que trajeron equivocadamente los Magos Sabios y al llegar a la esquina de la siguiente página, antes de cruzar la avenida hacia otro capítulo, ese mismo niño está al filo de cumplir treinta años de edad y reclama de otras maneras la misma circunstancia efímera. En el epílogo, ambos personajes se sientan en un viejo café del siglo XIX para verificar que en el espejo de las páginas parecen clonarse sus párrafos y entra por el filo de la encuadernación el título repujado de la novela que han leído ambos desde que uno se pone en el escritorio a escribir lo que nace como cuento para pasar a relato de navegación larga y sin límite.
Se escribe novela para hablar con un tal Cervantes y poblar la selva de un lugar mágico y recordar a los héroes de la Patria lejos de las cuadrículas del civismo y para recetar esa delicada manera con la que Ella se desenreda el pelo mientras lee sin subrayar el páramo bamboleante donde un árbol se mantiene en oración, mientras a lo lejos el oleaje del trigo evoca la infancia de un rostro ajado por la tipografía de tantas aventuras. Se escribe novela para mirar con húmedos ojos el respeto que merecen las oraciones de un niño que se hinca al filo de una cama de hospicio y el silencio de todos y tantos muertos que se han ido recientemente de este mundo por ahogar sus pulmones en un virus que parece de novela y escribe la novela la enfermera que llega a su casa con la cara marcada por las mascarillas y las pantallas y las manos de los cirujanos que escriben la novela que hoy mismo leerán en algún respiro de la mañana, como quien lee novelas en voz baja y a solas o en voz alta y en medio de la plaza sin que se cuadriculen esas estadísticas entre los indicadores macroeconómicos del planeta y sea no más que un agraciado vicio, una sana enfermedad que en cierto sentido no sirve para nada.
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