¿Se darán cuenta?
¿Qué pasa por la cabeza de aquel que se resiste a aceptar la realidad si esta lo desmiente? ¿Se arrepienten de sus pronunciamientos aquellos que, en nuestro país, decían que las cifras de decesos por la pandemia trataban de hundir el magnífico trabajo del Gobierno?
¿Qué fuerza extraña se moviliza en las entrañas de los crédulos? ¿Por qué existen millones de personas capaces de entregar su fe a lo que sea sin necesidad de pruebas? ¿Cómo es que adultos en uso de sus facultades dan validez a ideas tales como que la tierra es plana, las vacunas son nocivas o tal Gobierno cuestionado desde todos los frentes es, en realidad, impoluto y lo componen puras figuras honestas y patriotas que son víctima de una gran conspiración?
Me temo que alguna gente es crédula en temas políticos o sociales por las mismas razones que ciertas personas caen en las redes de los esquemas piramidales de ventas o “inversiones”, incluso si sus allegados les hacen ver que están siendo víctimas de un fraude: porque todos los humanos estamos en busca de sentido y hay ideas y hasta causas que ofrecen a quienes levantan sus banderas una explicación de lo que les sucede, así esté tirada de los pelos, así involucre jugos que revierten el envejecimiento o reptilianos telépatas. Y para muchos, eso basta.
No hace falta remontarse en la historia para encontrar ejemplos. Pensemos en los fanáticos que aseguraban, sin ninguna clase de evidencia, que Joe Biden había ganado fraudulentamente las elecciones a la presidencia de Estados Unidos en 2020, y confiaban en que el derrotado expresidente Trump, con el apoyo de las fuerzas armadas del país, tenía en la manga un plan para impedir que su rival ocupara la Casa Blanca: detener a todos los líderes demócratas en un golpe de efecto justo antes de la investidura… ¿Bajo qué cargos? Los creyentes enlistaban una serie de delitos imaginarios para justificarse, porque, desde luego, pensaban que sus contrincantes estaban obligados a ser culpables de algo muy malo, lo que fuera.
Las redes se llenaron de mensajes que glosaban los dichos de un grupito de iluminados delirantes conocidos como QAnon y miles (millones, quizá) en EE UU y otros países esperaban esa suerte de Apocalipsis con una morbidez inocultable. Hasta ponían iconitos con bolsas de palomitas en sus pronunciamientos de redes, porque aseguraban que solo restaba sentarse a ver el show… Claro que nada de eso sucedió, que jamás hubo una prueba de fraude y que los intentos por evitar la llegada al poder de Biden provinieron de desequilibrados, como aquel ultraderechista disfrazado de búfalo que participó en la toma del Congreso y llegó a las portadas de todos los medios internacionales.
Los medios estadounidenses registraron la decepción de algunos creyentes en estos disparates cuando nada de aquellos que sus cabecillas habían pronosticado llegó a suceder. Sin embargo, también anotaron que, numéricamente, los arrepentidos fueron pocos. Muchos prefirieron seguir en el delirio antes que aceptar que habían metido la pata hasta el cuello.
¿Qué pasa por la cabeza de aquel que se resiste a aceptar la realidad si esta lo desmiente? ¿Por qué elige hacerse tonto? ¿Se arrepienten de sus pronunciamientos aquellos que, en nuestro país, decían (y se me ocurre recordarlos en este momento) que los medios que informaban sobre el maquillaje de las cifras de decesos por la pandemia trataban de hundir el magnífico trabajo del Gobierno? ¿O los que sostenían que ahora sí se iban a terminar la corrupción, el nepotismo, las maletas de dinero, la militarización, el maltrato a los migrantes, la violencia, las megaobras que se convierten en elefantes blancos, la soberbia del Gobierno, etcétera? ¿Estarán de acuerdo con la persecución a científicos y el acoso a las universidades, con el desabasto de medicamentos o el desdén total al medio ambiente y a las justas reclamaciones de mujeres, activistas o indígenas? ¿O preferirán, por siempre jamás y como es de esperarse, negar o relativizar todo antes que reconocer que se equivocaron y van a seguirlo haciendo?
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