Tertulia de fantasmas
Sobrio estoy en la saludable ebriedad de la soledad acompañada por los autores que leo para armar la tertulia de fantasmas que me permite obviar las fechas que marca el periódico, confundir las desgracias de hoy mismo con las erupciones volcánicas o terremotos de años y lugares lejanos
Los lunes me recibe en una mesa de mármol con base de herrería un gorrión que se llama Benito. Es un ave sin edad que me conoce desde hace casi cuatro décadas, que con cuatro migajas de un croissant que fue a la plancha me acompaña sin horarios mientras abuso de la confianza del Café de Oriente y me enredo en párrafos de tinta vieja y una vieja libreta hasta seis horas con un solo café por delante. A esa tertulia llegan los escritores vivos que se me han quedado lejos como espectros, niebla de recuerdos inventados y de abrazos invisibles. Se habla de todo y de nada, de toros y jugadas… Y no he sido capaz de avisarles con tanto medio que ahora tiene el mundo de estas reuniones semanales en las que los leo en voz baja y discuto con sus páginas y admiro sus virtudes y me duelen sus defectos.
Martes, voy al Café Comercial a la tertulia con difuntos entrañables donde guardo respetuoso silencio ante tanta poesía. Hablo de alguno de los muchos Pessoas que llega siempre antes que yo, ya sentado en la mesa habiéndose descubierto el sombrero en turno y falando la lírica que le corresponda a la particular biografía que lleva puesta ese día y en eso, vuelvo a abrazar a Tomás Segovia y le miro una sonrisa que parece tan sabia como sus ensayos y nos quedamos ambos hipnotizados como cada martes en cuanto descubrimos que se acomoda en la esquina de una butaca don Antonio Machado, fijando en un espejo el reflejo intacto de un camarero inmóvil, hierático como si supiera que acaso llega apenas a ser fotografía en esta nueva eternidad que inauguramos a cada semana. Por esa tertulia he leído de viva voz la occisa entonación de Quevedo, los versos sueltos de Lope de Vega y la coquetería silábica de Cernuda o Federico… Y transcurren todas las horas que completan un día más hasta que el amanecer me convence que ha llegado miércoles.
Entro entonces al Gran Café de Gijón y saludo al cerillero que se llama Alfonso y le compro tabaco negro sabiendo que ha tiempo que se prohibió fumar en los interiores de los templos. El anarquista entrañable y prestamista de escritores en ciernes me acompaña hasta la mesa de mármol enmarcada en terciopelos de color rojo para que en el espejo del fondo parezcan reflejarse las sombras de Luis Buñuel y su sonrisa cacariza, José de la Colina que no se quita la boina ni de risa y la silueta sin tiempo de un personaje de cuyo nombre no quiero acordarme. Hablamos de prosa, pura prosa y castigo en metálico a quien ose mentar poesías o poemas o versos o versículos; aquí se habla de novelas con Delibes rejuvenecido y Clarín como un metal labrado, de ensayos andantes con el espectro de Alfonso Reyes que se viene andando desde su casa en General Pardiñas y de crónicas diversas o greguerías instantáneas con Ramón Gómez de la Serna que habla en tinta de sangre sobre pliegos de papel amarillo albero.
Cada miércoles como quien dice jueves, con la tertulia oscilante de los fantasmas que leo por azar cada semana materializando sus rostros sobre las páginas de sus párrafos. Cada jueves que se prolonga hasta el Café del Espejo donde el colmo de la multiplicación permite que se presente siempre juntos un tal Borges y su Bioy, un viejo Cortázar que parece siempre más joven que los demás y ese Paz que vino recién casado para recorrer las trincheras de una guerra incivil que ha marcado de polvo y pólvoras las calles de Madrid. Jueves de tertulia taurina en otras tascas escondidas donde he charlado con Marcial Lalanda y la figura intocable de Rodolfo Gaona, elevado al menos en confianza con la estatura inmensa de Juan Belmonte y José Gómez que llaman Gallito.
En medio de todos esos hombres de luces se abren los viajes en verbo de Manuel Chaves Nogales, periodista mayúsculo y las crónicas dosificadas de Joaquín Vidal en papel periódico ya amarillento sobre la barra de un bar donde suman las bebidas con tiza que es palabra náhuatl y gis que es árabe de Nueva España, según pontifica con salero Pepe Alameda entrecerrando los ojos como quien recita unos versos de Verónica y Larga Cordobesa firmados por Manuel Benítez Carrasco, para iluminación de todos los ciegos e insensibles que no entienden lo que le digo al vacío, que parece que hablo con la nada o con las paredes o con las páginas que abro al filo de los cafés ya sin coñac ni orujos de por medio.
Sobrio estoy en la saludable ebriedad de la soledad acompañada por los autores que leo para armar la tertulia de fantasmas que me permite obviar las fechas que marca el periódico, confundir las desgracias de hoy mismo con las erupciones volcánicas o terremotos de años y lugares lejanos. Es un plan de evasión, una ruta de escape… Un inofensivo afán por vivir en silencio o murmullo una semana entera en perfecta conversación con los difuntos sin más compromiso que confirmar que los leo por placer, sin obligación alguna y sin necesidad de fijar más utilidad que la discutirá maña sábado con un tal Chesterton, inglés que promete presentarme con una nutrida cuadrilla de anglosajones que multiplicarán la ronda de las tertulias y por ende, el delirio de la desfachatada propensión a romper con todos los tiempos y horarios, distancias y paisajes con el sortilegio de concentrar el universo en el espacio marmoleado de una piedra como mesa sobre la que caben mi cuaderno, su pluma y la enésima taza de café.
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