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La otra marea verde

Las olas que desde hace tres años han venido haciendo en México las Fuerzas Armadas pueden no gustar, pero ya no deberían ser sorpresivas: es tiempo de empezar a discutir las implicaciones que enfrentaremos por haber metido a los soldados literalmente hasta en la cocina

El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, durante un acto con el Ejército mexicano en Ciudad de México, el 13 de agosto.
El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, durante un acto con el Ejército mexicano en Ciudad de México, el 13 de agosto.Graciela López (Cuartoscuro)
Salvador Camarena

Mi amigo, colega de estas páginas y varias veces jefe Jorge Zepeda Patterson alguna vez analizó si era posible vivir un día en México sin pagarle, directa o indirectamente, un peso al emporio de Carlos Slim. Hoy propongo adaptar esa interrogante: cuando acabe la Administración de Andrés Manuel López Obrador, ¿podremos pasar una sola jornada sin toparnos con el Ejército?

Solo entre marzo y abril pasado, el activista Alfredo Lecona enumeró en su cuenta de Twitter 35 tareas encargadas por Andrés Manuel López Obrador a las Fuerzas Armadas. Lo mismo construyen los llamados bancos del Bienestar que operarán en las Aduanas.

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Otra manera de ilustrar lo anterior es apuntar que no existe precedente de lo que vemos cada semana en Palacio Nacional: la voz de mandos de Ejército y Marino era inusual en el pasado mientras que hoy es regular en las conferencias mañaneras. Para no ir más lejos, este viernes ocuparon buena parte de ese espacio mediático.

La proclividad del presidente para volver central al Ejército queda confirmada en el presupuesto 2022, que propone un aumento de 60% a la Guardia Nacional, compuesta y administrada en los hechos por la Secretaría de la Defensa Nacional. Junto con los recursos que se darán a Pemex o al Tren Maya –que en parte construirá precisamente el Ejército– se trata de uno de los aumentos más significativo de recursos públicos en el ejercicio presupuestal para el siguiente año.

Una parte de los votantes de López Obrador en 2018 se dicen decepcionados de que el mandatario meta en todo tipo de labores, pero sustancialmente en las de seguridad, a soldados y marinos. Hay, sin embargo, quien a menudo recuerda que lo que ocurre con López Obrador es que no lo leemos bien: aunque en su añosa carrera hacia la presidencia de la República sí llegó a plantear que los uniformados que realizaban tareas policiacas tendrían que volver a los cuarteles, en su libro programático sobre 2018 el tabasqueño propuso todo lo contrario.

Parte del argumento esgrimido en ese volumen por quien ya estaba perfilado como favorito para ganar en las presidenciales recientes, fue que México ya no necesariamente requería de la milicia para defender la soberanía; por tanto, proponía sumar a 220.000 soldados y 30.000 marinos al combate el crimen.

Hoy podemos deducir que una vez tomada la decisión de usar tal capacidad instalada para algo que no fuera su misión original, este mandatario con prisa por borrar el pasado no dudó en asignarle chambas de todo tipo, además de las de seguridad, a esa aceitada burocracia.

Así que esta marea verde –verde porque la Marina no es tan preponderante en número ni en protagonismo de esta transformación– que desde hace tres años ha venido haciendo olas en México puede no gustar, mas ya no debería ser sorpresiva: es más bien tiempo de empezar a discutir las implicaciones que enfrentaremos, sobre todo cuando termine el periodo de López Obrador, por haber metido a los soldados literalmente hasta en la cocina.

Caballería versus elefante reumático

En su libro 2018: La salida, López Obrador anunció claramente su propósito de integrar a las Fuerzas Armadas a las tareas de seguridad pública. En ese volumen editado por Planeta en 2017 se lee: “Se sumarán el Ejército y la Marina al esfuerzo de garantizar la seguridad pública”. Enseguida, López Obrador plantea que además de salvaguardar el territorio y preservar la soberanía “es indispensable” incorporar la “seguridad pública interior” a las misiones castrenses clásicas.

Enseguida el hoy mandatario asentaba en su libro algo que podría explicar la multiplicación de las tareas encomendadas a los soldados. “No debe desaprovecharse personal, experiencia e instalaciones para garantizar a los mexicanos el derecho a vivir sin miedos ni temores. Los tiempos han cambiado y es otra nuestra realidad”.

En suma, dice López Obrador, “se trata de aprovechar el conocimiento, la disciplina de esta fuerza, así como todos sus recursos materiales (vehículos, cuarteles e instalaciones), con el propósito de garantizar la seguridad de los mexicanos y serenar el país”.

López Obrador, durante un acto con el Ejército mexicano en Ciudad de México el pasado 13 de agosto.
López Obrador, durante un acto con el Ejército mexicano en Ciudad de México el pasado 13 de agosto.Graciela López (CUARTOSCURO)

Estamos leyendo al candidato que desde diciembre de 2018, ya como presidente, ha reiterado quejas sobre lo difícil que resulta mover al aparato gubernamental. Su frase recurrente es sobre lo fatigoso de echar a andar a ese “elefante reumático” que es el Gobierno.

Difícilmente algún mexicano podría contradecir al presidente si de quejarse de la marcha de la burocracia se trata. El país nunca profesionalizó a los funcionarios medios y altos –una iniciativa al respecto no maduró en la alternancia y con López Obrador ha quedado en letra muerta–. Pero estamos frente a un fenómeno más complejo.

Entre otras cosas, López Obrador pretende borrar toda huella del calderonismo y por tanto utilizar al Ejército para combatir al crimen le ha servido para eliminar la Policía Federal, que tuvo un relanzamiento en el periodo presidencial que Andrés Manuel detesta.

Al mismo tiempo, con la Guardia Nacional –que integra a elementos castrenses y en menor medida a expolicías federales– el presidente ya puede acreditarse haber creado a una institución nueva, manía sexenal inherente a todo presidente mexicano. Además lo hizo en tiempo récord, y contó para ello con el apoyo de las fuerzas políticas de todo color que en febrero de 2019 le aprobaron unánimemente la creación de ese cuerpo, que aunque se encuentra asignado a la Secretaría de Seguridad en realidad nunca ha caminado en la ruta de consolidarse como una fuerza civil.

En estos tres años, por el contrario, cada día ha dado más pasos hacia la militarización. Uno de los más recientes ha sido la decisión de que sean policías militares quienes, adscritos a la Guardia Nacional, realicen las labores de patrullaje en las carreteras del país, espacio que habían seguido ocupando expolicías federales asimilados en el nuevo cuerpo de seguridad.

Además, a la Guardia Nacional se le ha dotado de cuarteles en todo el país, cosa que la Policía Federal nunca tuvo, y cuenta con más del doble de efectivos que los que la Policía Federal tuvo el sexenio pasado. Y ahora, en el presupuesto que la Secretaría de Hacienda entregó el miércoles al Congreso se propone que se aumente en 60% los recursos de una agrupación que el presidente quiere ya, legalmente, trasladar a la Sedena.

El aumento en el presupuesto que se propone para la Guardia Nacional no tiene paralelo en los mecanismos que el propio Gobierno contempla para el fortalecimiento de las policías de Estados y municipios. Es claro pues que el presidente ha decidido que el único cuerpo de seguridad robusto en el país sea el que ha sido formado básicamente con soldados, y que es manejado por militares.

Esta decisión no ha sido acompañada por una discusión pública, y menos una proactiva apertura oficial, sobre los mecanismos con los que la ciudadanía podrá monitorear la actuación de la Guardia Nacional, tanto para evaluar sus resultados en términos de bajar los índices de inseguridad, como de la forma en que procesen negligencias o violaciones a los derechos humanos.

Costó mucho a la sociedad mexicana obligar a los anteriores gobiernos a que violaciones a la ley por parte de elementos castrenses fueran procesados con parámetros civiles. El aumento de responsabilidades y presupuesto incrementa necesariamente los riesgos tanto de abusos de los militares como de actos de corrupción de estos.

Eso deberá estar en la mente de los legisladores si López Obradoe, en efecto, envía al Congreso la iniciativa de ley para que la Guardia Nacional deje la simulación de estar adscrita a la Secretaría de Seguridad. Si algo tendría de afortunado el hecho de que llegue esa propuesta de ley al Legislativo es precisamente que se abre una oportunidad para reconocernos en la nueva realidad: la seguridad pública será fundamentalmente una labor realizada y dirigida por militares. Ya no es una propuesta en un libro de un candidato.

Un elemento de la Guardia Nacional vigila el malecón de Puerto Vallarta (Jalisco).
Un miembro de la Guardia Nacional vigila el malecón de Puerto Vallarta, Jalisco, el 19 de diciembre de 2020. Nayeli Cruz

Porque antes de aprobar esa eventual ley es menester hacer preguntas, y éstas pueden estar formuladas en la narrativa que tanto gusta a López Obrador: además de todas las implicaciones sobre la sujeción a controles democráticos de las labores castrenses en la lucha contra la delincuencia, ¿esa realidad, la de una seguridad militarizada, tiene reversa? ¿O será una más de las cosas que el presidente busca que sea muy difícil de desmontar cuando él se haya retirado de Palacio Nacional? Y si no tiene reversa, ¿es eso lo que nos conviene para el futuro?

Si no fuera ya de suyo retador el abodar tales cuestionamientos, es necesario enmarcar estos en una realidad donde los generales y la tropa han sido introducidos a muchas labores y responsabilidades que no tenían antes del 2018. Con el consiguiente disfrute de presupuesto y poder.

López Obrador podrá argumentar que él no fue el presidente que sacó a los militares a las calles, e incluso podría justificarse diciendo que contrario a sus antecesores él sí tuvo un amplio marco legal para desplazar por el país a 100.000 efectivos, mayormente de extracción castrense, en labores policiacas.

Pero en donde este mandatario no tiene precedente en la historia moderna es en la innovación burocrática que ha emprendido sistemáticamente, esa en la que tiene a los militares de constructores lo mismo de sedes de cajeros automáticos que de un aeropuerto; o de aduaneros, vacunadores, distribuidores de gasolina, administradores de terminales aéreas y, por supuesto, obreros para trazar y montar una línea ferroviaria.

Si algún presidente había considerado antes como capacidad ociosa a las Fuerzas Armadas, solo este se ha atrevido a ponerlos a trabajar. Eso, sin embargo, puede cambiar la dinámica en la que se habían venido desempeñado los militares, ajenos en términos generales desde el priismo a la disputa del poder, pero que con nuevas responsabilidades, tan cruciales como la seguridad o el manejo de vías de comunicación tan importantes como un aeropuerto capitalino o el tren más grande de pasajeros del país, necesariamente estarán atentos a procesos electorales donde se jugará mucho más que la definición de su comandante supremo.

De lo institucional a lo gubernamental

Cuando llegó la primera alternancia una de las primeras buenas noticias de ese cambio en la presidencia de la República en el año 2000 fue que se probó que la institucionalidad de las Fuerzas Armadas iba más allá de los periodos en donde gobernaba el PRI. En los tres sucesivos cambios presidenciales solo se comprobó esa característica tanto de la Defensa como de la Marina.

Al comenzar la segunda parte del sexenio de López Obrador tales cuerpos armados constituyen, en palabras del presidente, el sector que más lo ha apoyado, como declaró hace un mes. López Obrador defiende que en las obras que les encarga además son efectivos e incluso económicos.

Están por verse ambas cosas, pero la eventual constatación de eso no será un trámite sencillo. Las fuerzas armadas son proclives a la opacidad y ya veremos qué tal responden cuando órganos como la Auditoría Superior de la Federación o en su caso la Función Pública revisen sus cuentas. Y lo mismo aplica para situaciones en donde sean exhibidas por la prensa u organizaciones de la sociedad civil.

Los militares son ya los policías de México. Pero en medio de las crisis por la pandemia, quién nos dice que el presidente no les dé también carreteras que alguien ya no pueda operar o incluso los meta a operar una línea de aviación.

Al emplear a las Fuerzas Armadas en toda clase de labores López Obrador ha creado una nueva burocracia, una muy singular porque no tendrá sindicato pero tampoco vida democrática interna.

Al respecto de esto último, en el podcast La Vespertina Roberto Zamarripa recordaba hace dos semanas que la izquierda siempre pugnó por abrir los cuarteles para que los distintos partidos pudieran ser escuchados por las tropas. Si esa demanda tenía sentido en el pasado corporativista de tiempos del PRI, cuánto más es peritenente hoy cuestionarse qué ocurrirá en las venideras elecciones presidenciales con una milicia que ya es también gobierno y no solo baluarte de la nación.

Por si fuera poco, esta integración castrense a lo gubernamental ocurre en una Administración que apela en todo tiempo al nacionalismo y a la apropiación para sí misma –y por tanto para sus aliados– de momentos claves la historia, hitos que no se entienden sin la participación de los antecesores de la actual clase militar.

Esta marea verde que está instalándose en México traerá muchas interrogantes y retos. Sería bueno empezar por reconocer que no parece que vaya a detenerse en los próximos tres años, y que luego podríamos toparnos con ella de manera inexorable cada uno de nuestros futuros días.

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