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Andrés Manuel López Obrador
Columna
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El laberinto de López Obrador

Los movimientos sociales y el voto son las herramientas democráticas con las que se sacó del poder a la élite neoliberal, y son las que deberán usarse otra vez para limitar los intentos de autocratización en marcha

Alberto J. Olvera
AMLO
El presidente Andrés Manuel López Obrador, en su conferencia de prensa de este lunes.DPA vía Europa Press (Europa Press)

El presidente López Obrador muestra crecientes signos de exasperación y ha multiplicado sus expresiones de intolerancia, a pesar de mantener su popularidad y de no tener enemigo real al frente. Se puede especular que su actitud tiene que ver con el poco éxito de sus políticas, el aumento de las protestas sociales y la imposibilidad de acallar las críticas sin incurrir en actos de represión y confrontarse (aún más) con los medios de comunicación. Lo cierto es que el presidente aparece a la defensiva en varios frentes, especialmente con el movimiento feminista. Y acaba de plantear una batalla decisiva contra el poder judicial, al rechazar políticamente la decisión de dos jueces especializados en competencia económica de conceder amparos con efectos generales a algunas empresas que usaron el recurso por considerar inconstitucional la recién emitida ley del sistema eléctrico. Esta nueva ley anula para todo fin práctico la inversión privada en esa industria, violentando así los preceptos de la constitución reformada en 2013 y los tratados de libre comercio.

La intolerancia hacia la crítica y los movimientos sociales y el enfrentamiento con el poder judicial se producen en el contexto de las terribles crisis simultáneas que padece México: la pandemia de la covid-19 —que ha costado al menos un cuarto de millón de vidas— y la crisis económica resultante, que ha provocado el empobrecimiento masivo de la población. El regreso a la normalidad se ve muy lejos dada la lentitud del proceso de vacunación y la ausencia, desde el inicio de la crisis, de una política anticíclica que mitigara el desempleo e impidiera la quiebra de micro y meso empresas.

A pesar de la dramática situación, el presidente se ha empecinado en concentrar todos los esfuerzos de su Gobierno en sólo dos prioridades: el rescate de las empresas paraestatales Pemex y CFE, y el reparto de subsidios directos a ciertas categorías de pobres. Se trata del rescate del proyecto nacionalista-desarrollista, que configura una respuesta antigua a un problema nuevo: la pérdida de la centralidad del Estado tanto en la economía como en la política.

El proyecto de López Obrador es volver a un modelo estado-céntrico, en un momento que ello es inviable desde el punto de vista fiscal, e innecesario como vía de reconstrucción del poder estatal. En efecto, la clave de la soberanía del Estado nacional en nuestro tiempo es su capacidad de regulación del capitalismo y de los conflictos sociales de una manera legítima, democrática y eficaz. Para ello, los escasos recursos de que dispone el Gobierno deben orientarse a construir instituciones funcionales dentro del marco del Estado de Derecho, única manera de controlar la inevitable tendencia del capital al saqueo de recursos y a la explotación de trabajadores. Otras instituciones deben lidiar con las múltiples desigualdades producidas por el capitalismo y por el Estado disfuncional y cooptado. Y esta tarea no la puede hacer el Gobierno solo, sino que necesita de una alianza con la sociedad civil, ergo con los movimientos sociales que precisamente tratan de poner un límite a los abusos del capital y del Estado y construir un mínimo piso de justicia.

Pero en la agenda del presidente nunca ha estado la posibilidad de establecer alianzas con la sociedad. López Obrador es un viejo político estatista y personalista, formado en la tradición priista del presidencialismo y en la ideología del nacionalismo desarrollista. Para él, el cambio debe venir desde arriba, no desde abajo. El Gobierno es el único agente modernizador y justiciero.

Por ello cree que las agendas del feminismo, del ecologismo y de los derechos humanos son en esta etapa histórica meras distracciones de la tarea principal: restablecer la hegemonía del Estado nacional sobre la economía y la política. Lo dijo el presidente en una mañanera: esos movimientos sociales son copia extralógica de los países desarrollados. En México lo que importa es recuperar el poder del Estado y “hacer justicia”, entendiendo esto como mera redistribución mediante subsidios a los pobres. La injusticia es para López Obrador sólo económica. Todas las demás formas de desigualdad son secundarias y se resolverán casi solas una vez que se redistribuya.

Así, para el presidente, las feministas visibilizan un problema real, pero no central. El movimiento feminista “desvía la atención” (AMLO dixit) de lo principal: la noble gesta de recuperar la soberanía del Estado y dar subsidios directos a los pobres del país. El mismo criterio aplica a los ecologistas y sus aliados en el movimiento indígena —hasta ahora incapaces de articularse en un movimiento nacional—, quienes para López Obrador están deteniendo el progreso de la patria, que necesita hidrocarburos, termoeléctricas, trenes e hipotéticas plantaciones forestales para crear riqueza. Los colectivos de familiares de víctimas de desaparición forzada entran en la misma categoría. El presidente comprende y comparte sus demandas, pero no son centrales y su cumplimiento requeriría demasiados recursos, tiempo y esfuerzo. Para él, sólo ciertas víctimas son simbólicamente importantes: los 43 estudiantes de Ayotzinapa, pues eran campesinos pobres, lo que los coloca por encima de cualquier sospecha, además de que su caso es emblemático a nivel internacional.

López Obrador se siente incomprendido. Su misión es más grande que cualquier demanda sectorial inmediata, más grande que la crisis terrible que padecemos. Cree que está transformando el país, y que esa es la tarea de un solo hombre, a quien los demás deben seguir sin chistar. Por eso concentra todas las decisiones. Por eso pasa por encima de sus secretarios de Estado cuando lo juzga conveniente. Por eso hay que crear un Estado paralelo formado por el ejército, es decir, por soldados obedientes y disciplinados, y por “servidores de la Nación”, jóvenes operadores que le deben a él su precario trabajo y deben transmitir al pueblo bueno —el que no se mete en política— el mensaje de lealtad al presidente, quien magnánimamente rescata a los pobres del hambre y el olvido.

Este es el laberinto de López Obrador. Es su misión personal, su camino al panteón de los héroes nacionales. No habrá nada ni nadie que lo mueva de ese trayecto, para lo cual no necesita de una sociedad movilizada, sino sólo de su voto cada tres años. Eso sí, se apoya en algunos miles de fieles que creen que seguir al líder es hacer historia. Y aquí está el peligro. El proyecto del presidente es materialmente inviable y no construye ciudadanía. Ahora bien, si por alguna razón el líder se siente en riesgo, o falla en su misión, buscará culpables, pues él no puede equivocarse. ¿Hasta dónde llegarán los fieles? ¿Dónde están los límites de lo tolerable en el liderazgo de López Obrador? Las feministas de Morena enfrentan hoy este dilema. Y vendrán otros dilemas que ya están presentes, pero todavía no son reconocidos. Lo mismo aplica para a los ciudadanos-electores, hasta hoy esperanzados en que López Obrador hará el milagro de recomponer la nación. Dado que el presidente no se moverá de sus fines y métodos, los que tendrán que hacer algo para salvar la democracia realmente existente —precaria, pero fundamental— son los ciudadanos, en la forma de movimientos sociales y con el ejercicio del voto. Los dos caminos presentan dificultades extraordinarias. Los movimientos sociales son aun débiles y carecen de formas de articulación con la política formal. Los ciudadanos-electores carecen de opciones, pues el sistema de partidos no se ha renovado: no hay oposición digna de ese nombre. Con todo, los movimientos sociales y el voto son las herramientas democráticas con las cuales se sacó del poder a la élite neoliberal rentista, y esas mismas herramientas habrán de usarse otra vez para poner límites a los intentos de autocratización en marcha.

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