López Obrador contra las “instituciones”
La actitud del mandatario mexicano forma parte de una nueva tendencia: la revisión de los excesos y desencantos que produjo la dupla del neoliberalismo y su correlato político, la democracia formal
No es falsa la acusación de que el presidente Andrés Manuel López Obrador está intentando reducir el poder de otros actores políticos, incluyendo la sociedad civil, para concentrarlo esencialmente en el ejecutivo federal, es decir en sí mismo. Tal actitud se puede observar no solo en su enérgica estrategia para desaparecer fideicomisos, suprimir órganos autónomos, eliminar instituciones de control y rendición de cuentas; también en la desconfianza e irritación que le provocan manifestaciones de otros actores sociales como pueden ser los activistas ecológicos, de derechos humanos, feministas y ocasionalmente empresarios (por ejemplo cuando estos últimos buscaron un paquete de apoyo frente a la pandemia de parte del BID; “lo que no me gusta es el modito”, dijo el presidente en aquella ocasión, seguramente refiriéndose al hecho de que lo hubieran buscado sin haberlo consultado a él). En suma, AMLO parecería estar decidido a restablecer el presidencialismo que caracterizó a México en el siglo pasado, en un sistema esencialmente tutelado por el Estado y altamente concentrado en la figura del Ejecutivo federal.
Los adversarios han interpretado este afán del tabasqueño como la muestra de un espíritu autoritario y del intento de construir un Estado en torno a su persona, bajo una concepción antidemocrática y trasnochada.
Entiendo esta crítica, pero me parece que se queda en la superficie. Lo que está intentando hacer López Obrador, a su buen entender, es otorgarle al poder político la capacidad para modificar un estado de cosas que ha funcionado a favor de los privilegiados y en contra de las mayorías desfavorecidas sistemáticamente a lo largo de los últimos 30 años. En su concepción, solo un poder central robusto e identificado con el interés de los pobres, puede ser capaz de revertir las inercias y romper el status quo que instalaron los gobiernos neoliberales y que hacen imposible la redistribución social y la construcción de oportunidades para los de abajo.
A sus adversarios pueden parecerles demagógicas estas explicaciones, pero el presidente está convencido de que parte fundamental de ese status quo es el entramado de instituciones “democráticas” que se construyeron en estos años. En el mejor de los casos solo cuestan al erario y resultaron insuficientes para limitar los excesos de las élites; en el peor de ellos fueron cómplices por su papel como legitimadores de un supuesto proceso de democratización, que para efectos del interés de las mayorías resultó una farsa. La corrupción, el estancamiento de los salarios mínimos, la desigualdad, la injusticia y el abandono de las regiones pobres se acentuaron al mismo tiempo que proliferaron comités de regulación, institutos de transparencia, órganos de rendición de cuentas. Bajo esta lógica, a pesar de que todos estos organismos podrían haber realizado acciones aisladas positivas, en conjunto sirvieron de tapadera para fingir una democracia que esencialmente funcionaba para los privilegiados.
Por otra parte, si bien es cierto que la noción de un Gobierno con mayor capacidad para tutelar el mercado y la sociedad en su conjunto parece constituir un salto al pasado, la verdad es que la actitud del mandatario mexicano forma parte de una nueva tendencia que recorre al planeta: la revisión de los excesos y desencantos que produjo la dupla del neoliberalismo y su correlato político, la democracia formal. No solo se trata de una reacción de amplios sectores de la población, y allí están los datos del Latinobarómetro que recoge año con año un descenso de la confianza en la democracia en América Latina (en el último reporte, que data de 2018, apenas 48% considera que la mejor forma de Gobierno es la democracia, en México apenas el 38%). La expansión de las libertades públicas y la explosión de nuevos derechos cívicos y humanos no se tradujeron en un mejoramiento de las condiciones de pobreza, salud y empleo, o por lo menos no lo hicieron a la altura de las expectativas de las mayorías. La emergencia de movimientos y gobiernos populistas, de derecha y de izquierda, tanto en países desarrollados como en vías de desarrollo obedece pues, al profundo descontento que ese modelo de crecimiento y modernización democrática provocaron. Por lo mismo, tachar de trasnochado el discurso lopezobradorista es, por decir lo menos, inexacto. En cierto sentido, nos guste o no, forma parte de un impulso asociado con lo que habrá de presentarse cada vez con mayor frecuencia.
El desencanto por la democracia y sus múltiples instituciones de contrapesos y pluralidad política no solo es fenómeno entre mayorías desfavorecidas. La eficacia mostrada por los Gobiernos asiáticos, y particularmente en el caso de China, para afrontar la epidemia y la crisis económica resultante han fortalecido en muchos círculos la idea de una sociedad ordenada en torno a un ejecutivo eficaz y poderoso. Sobre todo cuando se le contrasta con el pésimo y a ratos caótico manejo de la pandemia que ha caracterizado a países presumiblemente ricos y democráticos.
Podemos estar de acuerdo o no con las medidas de López Obrador, pero habría que entender que hay una lógica en su concepción que va más allá de un arranque egocéntrico o el intento de construir una dictadura. AMLO sabe que dejará la presidencia en cuatro años, lo que intenta es un cambio de régimen para subsanar lo que no funcionó a favor de los pobres. Que lo consiga o no, es otra cosa.
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