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inteligencia artifical
Columna
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Las Inteligencias artificiales, Terminator y los dinosarios enamorados

No he encontrado una IA que escriba algo remotamente parecido a lo que quiero decir

inteligencia artificial
Un estudiante universitario utiliza inteligencia artificial en sus tareas.Abdullah Durmaz (Getty Images)
Antonio Ortuño

Un lector me preguntó hace poco si no me ayudo de las inteligencias artificiales (IA, en adelante) disponibles en la red para construir o “pulir” lo que escribo, es decir, los artículos para este diario y mis trabajos de ficción. La realidad, le respondí, es que no he encontrado una IA que escriba algo remotamente parecido a lo que quiero decir, y los textos que he obtenido de las aplicaciones, cuando la curiosidad me ha llevado a probarlas, deberían avergonzar a cualquiera que tuviera la tentación de hacerlos pasar como suyos y firmarlos (ya no se diga cobrar por ellos).

Además de estar cuajados de errores (las propias aplicaciones lo advierten y ruegan a quien las usa que corrobore los datos que proporcionan antes de usarlos y meter la pata, como suele ocurrirles, para su mal, a aquellos estudiantes que quieren pasarse de vivos encargándole la tarea a una IA), su uso del lenguaje es mediocre y predecible y, las perspectivas que da, tibias y pacatas (no ayuda que estén, además, llenos de trabas de corte moral, que son el equivalente a que los programas de procesamiento de palabras se negaran a usar “lenguaje impropio”). Son textos que suenan, hay que admitirlo, a lo que pasa cuando el más melifluo y gris de los vecinos se atreve a pedir la palabra en la reunión de un condominio, acaba por salir con una obviedad, y los demás asistentes piensan: “Estabas mejor calladito”.

Leo en la prensa que existen miles de libros en la zona de autoediciones de la plataforma Amazon que en realidad fueron maquilados por una IA. Son tantos que Amazon ya puso un límite de tres diarios por “autor”. Claro, se trata de textos que no se tomaría en serio ningún lector medianamente riguroso, y solo sirven para alimentar los fetiches de algunos fans peculiares, a quienes les tiemblan las manos por un libro de romance, erotismo o aventura a la medida exacta de sus fantasías. Pura paja, por así decirlo. (Y corrobórelo el lector: existen multitud de libelos en los que los humanos, representados en general por una damisela en apuros, tienen relaciones con un dinosaurio, un dragón o un “caballo cambiaformas”). Si esos textos van a dominar el panorama de la ficción futura será porque no quedarán humanos para los que valga la pena escribir una sola sílaba.

Ahora bien, esta es una perspectiva propia y aplicada exclusivamente a los textos de creación, sea esta reflexiva o narrativa, y no significa que las IA no sirvan. Todo lo contrario. En temas médicos y científicos, por ejemplo, parece que las aplicaciones resultan muy útiles. O eso solía pensar. Leo, también en la prensa, sobre el escándalo que causó la publicación, en la prestigiosa revista Frontiers in Cell and Developmental Biology, de un artículo firmado por científicos chinos en el que aparece una ilustración generada por IA y que presenta a una rata con unos genitales inmensos. No solo erróneos: grotescamente falsos. Hay, además, otras láminas con errores gráficos de bulto y palabras sin sentido. Nadie, los autores, ni los editores, ni los revisores, cayeron en cuenta de la barbaridad que les coló la IA a la se encomendó la elaboración de sus ilustraciones en vez de pagar por ello a un profesional.

A consecuencia de este patinazo y de muchos más, ya se encuentran en desarrollo aplicaciones de IA que buscan y detectan a sus pares y alertan sobre su intervención en un paper. Algo así como lo que hacía el “Terminator bueno”, de la segunda y clásica película de la saga, al cuidar a los humanos del robot maléfico que quería hacerlos papilla.

¿A dónde apuntan estos desastres? A que es necesario regular el uso de las IA para evitar fraudes, errores, catástrofes y tonterías. Y a que sería bueno que los ingenieros geniales que las crean se bajen un poco de sus pedestales y soliciten la participación de expertos de otros terrenos en la construcción y “entrenamiento” de sus IA, sin limitarse a abusar a lo bruto de la propiedad intelectual de los demás, como han hecho hasta ahora.

Ironías aparte, queda claro que las IA son una suerte de milagro laico y ya están cambiando (para mejor) las actividades humanas en muchos terrenos. Esperemos que su utilidad, en otros, rebase por mucho a la de mal dibujar ratas desproporcionadas o contar cuentos bobos de chicas enamoradas de dinosaurios.

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