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‘Recursos humanos’, la venganza de los godínez

El director mexicano Jesús Magaña adapta al cine la novela homónima de Antonio Ortuño y presenta a Pedro de Tavira como un oficinista desquiciado por obtener lo que siempre ha deseado

Fotograma de la película 'Recursos humanos'
Fotograma de 'Recursos humanos'

“Esta es la historia de mi odio”, dice un colérico y maquiavélico Gabriel Lynch en las primeras páginas de Recursos humanos, de Antonio Ortuño. Sentado en el salón de su casa, Jesús Magaña, director de cine, lee con atención –y demasiada expectación– las palabras del protagonista de esta novela publicada en 2007. “Soy subversivo en mi propia escala”, agrega el personaje. “No aspiro a la revolución sino a otra cosa, que ahora mismo sólo entreveo y que se parece a la autoconservación y a la delincuencia”. Lleno de fracaso y resentimiento, este oficinista de una empresa de diseño y edición, explica brevemente lo patética que es su vida y la forma en que todo lo está llevando hasta ese momento de locura. Y Magaña parece leer con más atención.

El cineasta mexicano pareciera abrir más y más los ojos, y junta su rostro al papel como si quisiera acompañar más de cerca a este godín perturbado; especialmente cuando se encuentra frente al automóvil del gerente que detesta por haberle ganado el puesto. “Me llamo Gabriel Lynch y esta es la historia de mi odio”, lee una vez más Magaña, casi saboreando el momento. “No puedo tirotear al príncipe: sólo puedo quemarle el automóvil”, dice el hombre del libro. Ese fragmento es el que terminó por convencer al director cuando leyó el texto por primera vez hace más de una década. “No mames, yo quiero hacer esta película”, dijo a sí mismo. “Y voy a iniciar con este diálogo. Y yo sí voy a incendiar el carro…”.

Magaña creció con el fascinante cine de la década de los noventa. Asesinos por naturaleza, de Oliver Stone (1994) es una de sus películas favoritas de toda la vida y Mickey Knox, su protagonista –interpretado por Woody Harrelson– se le quedó marcado para siempre en el ADN cinematográfico. Pero también el Mark Renton de Ewan McGregor en Trainspotting (Danny Boyle, 1996) o el misterioso Tyler Durden filmado por Fincher en El club de la pelea (1999). Es por ello la fascinación del cineasta por el Gabriel Lynch que enloquecía en el papel frente a sus ojos. Había algo en el protagonista de la novela de Ortuño –finalista del Premio Herralde en 2007– que le recordaba mucho a estos personajes que le marcaron la vida. “Gabriel me atrapó al instante”, explica el cineasta con una enorme sonrisa, y recuerda los más de 10 años en los que trabajó para llegar a este momento en el que se ha materializado su nueva cinta como director y guionista. “Me enamoré de un psicópata, de un sociópata resentido”, confiesa entre risas, “y finalmente estamos aquí”.

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Pedro de Tavira (Belascoarán; Los adioses), se ríe ante tal afirmación… casi como cuando se le cuenta que la primera pregunta que aparece en Google cuando escribes su nombre es “¿Quién es Pedro de Tavira en la vida real?”. “Eso es algo que me pregunto todos los días cuando me lavo los dientes”, explica con ironía y, aunque afirma aún no haberlo averiguado, está seguro de no ser como el personaje que interpreta en esta película. Para él, Gabriel Lynch es “un idiota”... pero lo dice sin juzgarlo, porque lo mira desde “este mundo hiper materialista, consumista y hueco que hemos convertido el que habitamos” y lo analiza desde esa “insatisfacción perpetua del ser humano” que nos convierte a todos, de alguna u otra forma, en este personaje que, como bien dijera Michael Caine en El caballero de la noche, de Nolan, “solo quiere ver el mundo arder”.

“Claro que Gabriel Lynch es un sociópata, y medio psicópata también”, afirma el actor de las series Un extraño enemigo y Resident Evil. “Él es capaz de decir las cosas que todos nos atrevemos sólo a pensar. Y mi acercamiento a él fue, de nuevo, sin juzgarlo, y más bien pensando en esos momentos en los que yo he tenido ganas no de poner una bomba en un coche pero sí de soltarle un madrazo a alguien o cuando he tenido una envidia atroz de quien está arriba de mí”.

De la mano de su director, De Tavira encontró los puntos de su vida que conectaban con el personaje en el que se estaba transformando. “Me agarré de muchas cosas escritas por Antonio que me unieron a Gabriel; especialmente ese sentimiento de lo patéticos que somos todos en nuestra propia miseria materialista. Todos, en algún punto de la vida, somos Gabriel Lynch y cargamos para siempre un resentimiento no necesariamente justificado pero que nunca nos abandona”.

Primero yo, luego yo y al final… yo

“Esta es la historia de mi odio”, dice, de nuevo, Gabriel Lynch… pero ahora en la pantalla grande. “Soy subversivo en mi propia escala. Yo no aspiro a la revolución, sino a la autoconservación”, afirma, mirando a la cámara, con un cabello blanco y ojos enloquecidos. “Se oye muy orwelliano, ¿no?”, explica De Tavira sobre su personaje y lo hace acompañado –virtualmente– de su director a pocos días de la llegada de Recursos humanos a 350 salas cinematográficas mexicanas. “Muy maquiavélico”, dice entre risas, “¡pero muy real también! ¿Cuántos movimientos sociales no hay así en la actualidad? Esos que van con una bandera de que es por los demás pero, en realidad, ‘se trata de mí, por mí y para que yo vaya para arriba. ¿Y los de abajo? ¡Me valen dos cominos!’”.

Enfocados en trasladar de la página a la pantalla la personalidad de su personaje principal, el director de El alien y yo (2016), Alicia en el país de María (2014) o Eros una vez María (2006) transformó la voz de narrador Gabriel Lynch en el papel a una siniestra y constante mirada a la cámara que, además de romper con “la cuarta pared”, invita a los espectadores a ser parte de la malicia del protagonista de Recursos humanos. “A mí me pareció un gran acierto desde el principio”, afirma De Tavira sobre esta herramienta visual. “Si íbamos a jugar a que la cámara fuera el cómplice de Gabriel, teníamos que explotarlo de la mejor forma y nos permitimos, incluso, improvisar sobre la marcha. A mí no sólo me divirtió, sino que me relajó. Era como estar en el teatro, en un escenario, y hacer guiños al público e invitarlo a involucrarse con este personaje extraño, psicópata, misógino, violento ¡pero sin juzgarlo!”, aclara entre risas, “sino que lo entienda desde adentro y que se burle de él como el propio Gabriel lo hace de sí mismo”.

A diferencia de otros momentos en su filmografía –como en 2012, cuando llevó a la pantalla la novela de José Agustín Abolición de la propiedad– Magaña contó en esta ocasión con la colaboración y acompañamiento del autor de su nueva adaptación. De la mano de Antonio Ortuño, el cineasta trabajó la historia original “con profundo respeto” en un proceso que le llevó más de una década de realización. “Yo nunca me rendí con esta película”, explica Magaña. “Antonio leyó un montón de tratamientos [de guion] y hace poco confesó que uno de ellos, el número 15, creo, no le gustó nada. Pero algo pasó que mira dónde terminamos. No sé si yo le acabé cayendo bien por nunca rendirme, pero se generó una gran complicidad entre nosotros”. Presumiendo una playera que el autor le regaló con el título de esta película impreso en letras gigantes, el cineasta afirma: “Fueron tantos años haciendo esto que necesito más Ortuño en mi vida. Así que trabajaré pronto en desarrollar una nueva adaptación o colaborar juntos de alguna forma. No sé qué vamos a hacer, ¡pero sucederá!”.

Con la bendición literaria de Ortuño, Magaña se acercó a otro colaborador clave en su filmografía: el cinefotógrafo Alejandro Cantú (El diablo entre las piernas. Arturo Ripstein, 2019). Filmada en blanco y negro –en la ciudad de Córdoba, Argentina–, esta sombría comedia de humor negro se divide en cuatro capítulos que presenta, cada uno, un tratamiento visual diferente que busca retratar no solo la monotonía y el perpetuo fastidio de una oficina sino la forma en que cada uno de sus personajes –especialmente el retratado por Pedro de Tavira– va perdiendo la cordura entre cientos de mails, juntas innecesarias, hipocresía y café con sabor a calcetín.

“Fueron tantos años de manufacturar esta película que la fui complejizando cada vez más; especialmente en la parte visual”, recuerda Magaña. Así, cada uno de los episodios de esta cinta fueron rodados de una forma particular: “El primer capítulo”, explica su director “está filmado en su mayoría con cámara en mano; el segundo, con puros dollys y movimientos horizontales. El tercero apuesta más por una cámara fija, un poco voyerista; y en el último, conforme va enloqueciendo Gabriel, planteamos movimientos frontales hacia la cámara”.

A más de una década de la gestación de este proyecto, dejando atrás los incontables tratamientos de guion y en el marco del estreno de su sexto largometraje –posiblemente el más ambicioso de su filmografía a la fecha–, Jesús Magaña hoy sonríe, y lo hace de una forma que podría evocarnos al maquiavélico Gabriel Lynch que nos presenta en la pantalla. Él, al igual que su protagonista, finalmente ha logrado lo que tanto había anhelado: filmó la película que tanto deseaba y el esfuerzo fue tal que, incluso, él sí se atrevió a incendiar el carro que quería… al menos, metafóricamente.

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