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“Déjate violar porque si no, vas a perder tu trabajo”: los 18 meses de abusos sexuales continuos que soportó Angélica en la CFE

La trabajadora se quedó sin contrato tras denunciar las constantes agresiones de un compañero en la sede de El Cóbano, en Michoacán

Abusos sexuales en la CFE
Amandina Catrala
Beatriz Guillén

Cuenta que fueron seis veces y que todas se resistió. Se hizo una bolita, se tiró al suelo, gritó, lloró, le pidió por favor que parara, lo manoteó. Sucedió durante un año y medio y siempre con el mismo hombre, Juan, un compañero de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) en la sede de El Cóbano, en Michoacán (México). Los escenarios de los abusos cambiaban: en los vestidores, en la sala de máquinas, en el sótano, en unas oficinas desiertas. Angélica, nombre ficticio, cuenta que tiene depresión, que se intentó suicidar, que perdió la autoestima y sintió que ya no valía nada, que ya no quiere regresar a la central, pero que fue injusto que perdiera su contrato temporal, que “no se vale” que dijeran que ella era “la problemática”. Esta extrabajadora de la CFE acaba de poner una denuncia penal en la Fiscalía de Michoacán por el acoso que vivió dentro de la empresa paraestatal. Su acusación se suma a la serie de denuncias por violencia sexual dentro de la compañía pública que ha podido comprobar este periódico.

Tenía entonces 40 años y un pequeño consultorio odontológico en un barrio algo alejado en Uruapan, Michoacán. Mamá de una hija de nueve años, quiso probar algo más estable. Se afilió al Sindicato Único de Trabajadores Electricistas de la República Mexicana (SUTERM), uno de los sindicatos más poderosos de México y una de las formas más habituales de entrar en la CFE, que tiene la mayoría de su personal sindicalizado. Angélica empezó en el nivel más bajo, aseadora, en El Cóbano. Esta central, situada a 60 kilómetros de Uruapan, está muy alejada de cualquier núcleo urbano y su acceso es complejo. Es una filial pequeña, apenas de 50 trabajadores, de los que solo cuatro eran mujeres. Una de ellas ya había sufrido antes un intento de violación por parte de cuatro compañeros: dos fueron despedidos y otros dos, reubicados.

Angélica llegó el 25 de febrero de 2019. “Desde que llegué, me veían como mercancía”, dice la exempleada. “Es raro el hombre que trabaja en esa central y no te haga un comentario lascivo”. La propia Unidad de Género de la empresa reconoció a EL PAÍS que dentro de la CFE hay un problema sistemático con el acoso sexual. “Está indebidamente normalizado en muchos centros de trabajo”, admitió su titular, Nimbe Durán, a este periódico en junio. El entorno en El Cóbano representa a la perfección las redes de complicidad y encubrimiento dentro de la paraestatal. Los trabajadores llegaron a amenazar a la empresa con irse a huelga y afectar a todo el suministro eléctrico de la región cuando la CFE empezó a investigar a Juan. Finalmente, desistieron. Y el agresor fue despedido.

La investigadora de la UNAM, María Xelhuantzi, autora de una quincena de libros sobre el sindicalismo mexicano, apunta en esa dirección: “En esa empresa las mujeres viven todavía en un infierno, como el que vivimos la mayoría de las trabajadoras en algún momento hace 40 o 60 años, cuando realmente no había nada más que hacer que aguantarse. Ellas sufren acoso, lenguaje ofensivo y sexista diariamente”.

“Le pedí mil veces que parara”

La primera vez fue en abril de 2020, en el sótano. Angélica se encontraba en un área de vestidores, cuando Juan, con quien hasta el momento había tenido una buena relación y veía como “una figura paterna”, entra en la sala, cierra la puerta y apaga la luz. “Inmediatamente, se dirigió hacia mí, empezó a tocarme todas las partes de mi cuerpo, intentando bajarme el cierre del pantalón, diciendo al mismo tiempo ‘Espérate no te va a pasar nada”, cuenta la empleada. “Le pedí mil veces que parara”, añade. “En un momento, me encorvé para evitar que me bajara el pantalón y pude torcer su dedo e intenté aventarlo para que no siguiera tocando mis partes. Entonces él se separó. Se lo tomaba a juego, se reía y decía: ‘Ay discúlpame, mira lo que me provocas a hacer”. Él salió del lugar peinándose; ella, corriendo, por si volvía a intentarlo.

Angélica señala que este empleado era uno de los que más tiempo llevaba trabajando en la central, por lo que era muy respetado por su antigüedad. Ella decidió no contarle a nadie de esa primera vez: “Comencé a tener mucho miedo. Creía que si yo decía algo a la que iban a correr era a mí y que no me iban a creer”. En la medida en que las violencias se atraviesan y acumulan, no era la primera vez que Angélica sufría un abuso sexual: “A mí me daba mucha vergüenza esa situación. Lo quería borrar de mi mente, porque toda mi niñez lo pasé”.

A partir de ese detonante, la trabajadora explica que el acoso se volvió diario, verbal y físico. Desde espiarla y esperarla afuera del baño mientras se bañaba hasta agarrarla por los pasillos y apretarle el pecho, las caderas, los genitales: “Le supliqué que me soltara, que no quería problemas con mi esposo y menos en mi trabajo. Pero él intenta jalarme hacia las duchas, a lo que yo oponía resistencia pidiendo por favor y tirándome al suelo, suplicando que me deje en paz. Entonces me soltó y nuevamente comenzó a pedirme perdón”, se lee en la denuncia interna que Angélica haría unos meses más tarde.

Tras la aprobación de un curso, Angélica consigue subir de puesto a ayudante de maquinista. Cuenta orgullosa que fue la primera mujer en esa posición. Lo dejó tras otro de los abusos. Juan bajó hasta la sala de máquinas generadoras de energía donde estaba ella. Un lugar subterráneo, debajo de un túnel, sin cámaras ni señal de celular. “Tenía un overol, me tocó la vagina, mis pechos. Me hizo llorar. Le dije que me dejara tranquila, que yo no lo veía de esa manera, que yo no quería perder mi trabajo. Trató de desvestirme, éramos los únicos ahí abajo. Yo luchando contra sus manos y él contra las mías”.

Como la situación no se frenaba, Angélica busca el apoyo de sus hermanos —que le recomiendan callarse para no tener problemas— y de su madre. “A mediados de mayo, yo quise suicidarme: había tocado fondo, me sentía una porquería, me la pasaba llorando. Le conté un día a mi mamá, y ella me dijo: ‘Déjate violar. Si no, vas a perder tu trabajo y eso no lo podemos permitir’. Me sentí morirme”. Angélica cobró de media unos 12.000 pesos (600 dólares) al mes por su trabajo en la central durante los 18 meses que soportó los abusos sexuales.

El miedo a desaparecer

La última ocasión fue el 8 de noviembre de 2021, en los pasillos de la oficina, y Angélica se atrevió, por primera vez, a gritar. Juan salió huyendo. La trabajadora, que contó con el único apoyo de su esposo, decidió que ya no podía más. Presentó una denuncia interna el 18 de noviembre de 2021. Relató los hechos a la Unidad de Género y se inició una investigación. Mientras esta duraba, como medida de protección, lograron reubicar a Angélica en otra central. La unidad dirigida por Nimbe Durán emitió una dura opinión en la que identificaban las conductas de acoso sexual que había sufrido Angélica y las vulneraciones a sus derechos humanos. La investigación las tomó en cuenta y, finalmente, la CFE decidió despedir en diciembre a Juan, a pesar de que por su antigüedad le quedaban solo unos meses para jubilarse.

Oficio interno del SUTERM en el que rechaza la reubicación de una víctima de abuso sexual.
Oficio interno del SUTERM en el que rechaza la reubicación de una víctima de abuso sexual. Cortesía

Sin embargo, la pesadilla no acabó ahí. La sección sindical 45 del SUTERM presionó para que Angélica volviera a laborar al lugar donde había sido agredida y se negó a que fuera reinstalada en otro lugar de trabajo como recomendaba la Unidad de Género. Su justificación apuntaba a que su contrato había sido creado en El Cóbano y su reubicación perjudicaría a otros compañeros. Tanto la víctima como el departamento especializado contra el acoso sexual rechazaban rotundamente que regresara por el peligro que podía suponer para ella. “Me moría de miedo de regresar. ¿Mi seguridad dónde queda? En esos lugares no hay cámaras, no hay señal de teléfono, me pueden aventar a un pozo con agua y hacerme desaparecer. Quiero que se haga su justicia, porque ellos te callan. Yo ya tenía mi reubicación y ellos me bloquearon”, dice Angélica.

El sindicato ganó la partida. Logró no renovar su contrato temporal por los presuntos problemas que ella había creado tras la denuncia. Estas represalias fueron denunciadas a la Secretaría de la Función Pública, que todavía no ha emitido una conclusión. Nimbe Durán reconoce su caso como uno de los más complicados que han afrontado: “Seguimos en el asunto, no se nos ha olvidado. Hemos insistido en que se le debe dar un contrato de forma inmediata”. Han pasado cinco meses desde que Angélica se quedó sin trabajo y ahora, con sus ahorros, trata de reabrir su consultorio: “Estoy intentando rehacer mi vida. Pero me gustaría que se enterara la mayor cantidad de gente posible de lo que pasa, de la falta de apoyo y de [lo que pasa en] el sindicato, del machismo que predomina, de la falta de sensibilidad hacia las mujeres, de que te juzgan y te señalan. Y eso no se vale”.

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Beatriz Guillén
Redactora de EL PAÍS en México. Trabaja en la mesa digital y suele cubrir temas sociales. Antes estaba en la sección de Materia, especializada en temas de Tecnología. Es graduada en Periodismo por la Universidad de Valencia y Máster de Periodismo en EL PAÍS. Vive en Ciudad de México.

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