López Obrador arremete contra los expresidentes Zedillo y Calderón por las críticas a su Gobierno
El presidente de México desacredita las opiniones de los exmandatarios sobre “los riesgos del populismo” y devuelve el golpe al asegurar que Calderón se “robó” la presidencia y que Zedillo era un “pelele”
Andrés Manuel López Obrador ha aprovechado el inicio del debate de la reforma electoral en el Congreso para responder a las críticas que lanzaron los expresidentes Ernesto Zedillo (1994-2000) y Felipe Calderón (2006-2012) contra su Gobierno. “Que se respeten todas las opiniones hasta la de Calderón, que dijo que este mes se acaba la democracia en México”, ha dicho el presidente en su conferencia de prensa de este martes. “Si no se acabó cuando se robó la presidencia”, ha ironizado para desacreditar las opiniones de los exmandatarios, que aseguraron que la democracia en el país está “en peligro” a manos de los “liderazgos populistas”.
Es el segundo día consecutivo en que López Obrador revira ante las críticas de Zedillo y Calderón, que fueron invitados el pasado fin de semana a un foro en Madrid organizado por la Fundación Internacional para la Libertad, una institución de corte conservador que es presidida por el premio Nobel peruano Mario Vargas Llosa. El acto, en el que también participaron el expresidente del Gobierno español José María Aznar y el exministro brasileño de Justicia Sergio Moro, aglutinó voces que advertían del mal estado de salud de la democracia en América Latina. Ese diagnóstico desde la derecha coincide con un nuevo viraje progresista en los países de la región y no caló bien entre los seguidores del presidente. “Cínicos” e “hipócritas” son algunos de los calificativos que aparecieron en la tribuna presidencial este martes.
“Estamos viendo que muchos gobiernos han surgido como los populismos clásicos prometiendo que el maná caerá del cielo, fórmulas mágicas para resolver nuestros problemas y culpar siempre a los otros”, dijo Zedillo durante su ponencia. Llamó la atención, sobre todo, la participación del expresidente priista, que abandonó la política al concluir su mandato y se refugió en la academia estadounidense. La reaparición del exmandatario provocó reacciones encontradas. Unos reciben el diagnóstico de Zedillo con entusiasmo, convencidos de que López Obrador no asume la responsabilidad que le toca al hablar de los problemas del país, y defienden su “vocación democrática”. Otros, la mayoría quizás, le recuerdan la crisis económica que marcó su sexenio, el rescate bancario del Fobaproa (Fondo Bancario de Protección al Ahorro) y la represión durante la hegemonía del PRI.
López Obrador dijo el lunes que no se molestó por los dichos de los expresidentes, pero no escatimó en burlas: los llamó “títeres”, “peleles” y “corruptos”. El pleito con Calderón, némesis principal del lopezobradorismo, se remonta a las elecciones de 2006, en las que el presidente dijo que le “robaron” la elección y que los poderes fácticos impusieron el fraude. La herida de la primera gran derrota en las urnas del presidente sigue abierta y está más vigente que nunca en la reforma electoral que impulsa. De ahí se desprenden sus ataques a la autoridad electoral, a la hegemonía de los partidos tradicionales y su cruzada contra lo que él ve como los remanentes del sistema “neoliberal”. “Nunca hubo democracia en México”, ha declarado.
El presidente no aspira solo a dejar su huella en el Gobierno, se ve a sí mismo como el arquitecto de un nuevo régimen y eso ha encendido las alarmas entre varios sectores de la oposición, que alertan de que la erosión democrática y la creación de un sistema electoral inclinado al poder son verdaderos “peligros”. Muchos críticos de López Obrador ven esos riesgos y se enfrentan a la incomodidad de compartir los diagnósticos de los políticos que criticaron también en su momento. Como casi siempre, en el derrotero presidencial no existen esos puntos medios: es estar con él o contra él, es un nuevo paradigma o validar los “Gobiernos corruptos” del pasado. Y es en ese estira y afloja en el que el presidente sabe que lleva todas las de ganar: porque él sí convence a sus simpatizantes, pero la oposición ha fracasado en articular una contrapropuesta y está más dividida que nunca.
El gran telón de fondo es la discusión de la última reforma prioritaria para el Gobierno actual, que no tiene mayoría calificada para aprobarla en automático. Esa pelea se librará en el terreno legislativo y se perfila como política pura y dura, asegurar los votos propios y conseguir el resto con lo que haga falta. En el terreno ideológico también hay otra pugna, que más allá de modelos de Gobierno, retrata el nivel de debate y el tono vigente en México y en otros países. Y en ese escenario, López Obrador lleva imponiendo el ritmo desde hace cuatro años: cuando le hablan de persecución política, les dice “hipócritas”; cuando lo acusan de volver a concentrar el poder en la figura presidencial, los llama “peleles”, y cuando critican a su Gobierno, los califica de “títeres”. No se desmontan los argumentos, sino quién los dice. Quizá es el mismo vicio que reclama él a sus adversarios: no importa qué haga, está mal.
Mientras tanto, se abre una operación clave para la llamada Cuarta Transformación en el Legislativo. Con la reforma electoral en el centro del escenario y como símbolo del termómetro político de estos tiempos, el Congreso discutirá en las próximas semanas una nueva ley sobre su futuro democrático, por cuarta vez en los últimos 25 años: la primera con Zedillo en el poder (1997), la segunda durante la Administración de Calderón (2007) y la tercera con Enrique Peña Nieto (2014).
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