Tenoch Huerta: “Le eché muchas ganas a integrarme, negué mi identidad, pero yo no puedo pertenecer a la élite”
El actor, protagonista de la nueva película de Marvel, presenta ‘Orgullo prieto’, un libro donde identifica los tentáculos del racismo en México
El libro que Tenoch Huerta tiene enfrente, que está cubierto con su rostro y su nombre, el que está presentando un mes y medio antes de que esta entrevista pueda ser publicada, ese libro es falso. También tiene título: Orgullo Prieto, pero dentro de él no hay todavía ni una palabra escrita por el actor mexicano. Lo trae una encargada de Penguin Random House, la editorial que lo publica este octubre, y aclara: es un dummy para las fotos. Cuando esta entrevista tuvo lugar, EL PAÍS no había podido leer más que tres líneas del contenido. Huerta, intenso y encantador y con el discurso aprendido desde las entrañas, sortea el asunto.
—¿Y cómo está con la salida del libro? Aunque este ejemplar sea fake…
—Como todo en mi vida...
Y se ríe con la boca grande y le quita importancia y habla de que el proceso de escribir su primer libro ha sido “raro pero bonito” porque le llegó en pleno rodaje de la última película de Marvel, una de las grandes oportunidades de su carrera, donde va a interpretar a Namor, el príncipe marino. A Huerta la editorial le propuso preparar un libro sobre el racismo en México, uno que lograra aclarar conceptos, “sacara el tema de la academia”, abriera el melón para enseñar el problema, y les dijo que no, que él no era académico, que tampoco era activista, pero es el libro que un día bochornoso de principios de septiembre está presentando feliz ante toda la carrerilla de periodistas nacionales.
“En México el racismo es invisible porque a diferencia del estadounidense, que segrega, el de nuestro país es integracionista y es ahí donde se esconde, porque todos en apariencia y en discurso somos lo mismo: todos somos mestizos”, empieza el actor, y sigue: “Si apenas estamos discutiendo si hay racismo, si existe o no el monstruo, ¿cómo chingados vamos a ir a matarlo?”.
Huerta (Ecatepec de Morelos, 41 años) habla en entrevista cómo lo hace en su barrio, donde tenía un vecino sonidero que cerraba la calle y hacía toquines y donde empezó a amar y a llorar con la cumbia y donde le llamaban El Negrito y donde estaba el día que con 14 años le apuntó con una escuadra la policía. Cuenta todo esto como hebras que han de llevar a otras reivindicaciones: “Me mama la cumbia y me gustaba antes de que Ximena Sariñana, una blanca, nos diera su validación blanca para poderla bailar” o “a un morrito de Coacalco o de Ecatepec sí lo pueden encañonar tres policías y le pueden jalar y le pueden matar y no pasa nada, pero a un morrito en las mismas circunstancias de Polanco nunca le va a pasar nunca, en la pinche vida le va a pasar”.
Hace unos ocho años que Huerta despertó, cambió de discurso y convirtió su altavoz de actor en una plataforma continua contra el racismo. En los 30 minutos que dura esta charla, le da tiempo a encadenar las anécdotas, a lanzar dardos (“la palabra naco es profundamente racista”), a meter sentencias como “las élites no comen tortillas”, mientras despliega carisma.
A Huerta el primer gran papel en cine se lo dio Gael García Bernal con su ópera prima Déficit. Era 2007 y hacía de jardinero. Le siguieron más de 60 producciones, en Estados Unidos, México y España, con grandes cabeceras como Netflix, donde interpretó al poderoso narcotraficante Rafael Caro Quintero, o la serie Mozart in the Jungle, de Amazon. Fueron muchas y fueron distintas pero se repetía la casilla: “Siempre me daban papeles de pobre, ignorante y violento”. Hoy es 2022 y va a interpretar a uno de los protagonistas de la nueva superproducción de Marvel Black Panther: Wakanda Forever. Algo sí está cambiando.
“La primera vez que fui consciente que yo era prieto es cuando llegué al cine nacional, ahí me di cuenta de que no somos iguales, vamos, ni siquiera comemos lo mismo”, dice sentado en una pequeña sala que Penguin Random House ha preparado para los encuentros. “Yo llegaba a la mesa donde estaban los actores, productores y directores y ahí no había tortillas y ahí no había salsas picantes, pero te vas a la mesa del staff y hay un chingo de tortillas y hay chilitos toreados. Parece una cosa ridícula y tonta, pero no comemos lo mismo. Hay una actitud performativa dentro de las élites de ‘véanme ustedes que no como lo mismo que ustedes”, dice de corrido.
Aunque ahora al decirlo parece que boxee, Huerta reconoce que estuvo años tratando de asimilarse a ese nuevo círculo. “Yo perdí mi identidad lingüística: dejé de sonar cómo sonaba, cómo sonó mi infancia, mi familia, mi calle y mis amigos. Empecé a vestirme como ellos, a ir a los mismos lugares que ellos, claro, ellos iban a Venice Beach y yo pues nada más a la Condesa. Yo le eché muchísimas ganas a integrarme, muchos años negué mi identidad, pero era muy doloroso, muy cansado y terminaba aislado, porque yo no puedo pertenecer a la élite, hay una última capa en la que ya no puedo entrar porque no me eduqué en sus colegios, no pertenezco a sus familias, no habito sus espacios. Entonces, durante mucho tiempo estuve muy alejado de lo que era hasta que una amiga me dijo: ‘¿Por qué quieres pertenecer? Pertenece a tu propio grupo”.
Cree que el clic, aunque suene paradójico, lo hizo en una de las fiestas privadas del festival de Cannes, en un glamurosísimo restaurante encima del Mediterráneo, allí dijo que ya no más. “Sonó una cumbia en ese bar mamalón y dije ‘a huevo, de Ecatepec pal mundo’. Ahí me empecé a reconsiderar, a entender que lo que yo era no tenía nada de malo, no tenía nada de qué avergonzarme, sino que había mucho de qué enorgullecerse. Pensé así está bien, abrázalo y cuídalo y ámalo, güey”, recuerda. Este libro, que ahora sujeta aunque esté en blanco, ese es el objeto final de esa reconciliación. “Yo no vuelvo en la vida a traicionarme, no vuelvo a negar de dónde vengo y si lo vuelvo a hacer, pues tengo ahora un montón de gente a mi alrededor que me da de zapes”, dice y se ríe, otra vez, en grande.
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