Izquierda y militarización, matrimonio imposible
Qué pasará cuando el sucesor de López Obrador enfrente la tarea de impulsar un programa encaminado a la justicia social en un contexto de generales “empoderados” en tantas áreas de la vida pública
No me atrevería a calificar como una crisis política lo que está enfrentando el gobierno de Andrés Manuel López Obrador con el caso de Ayotzinapa, porque a él personalmente no le pasará ninguna factura significativa. Es decir, ni sus niveles de aprobación sufrirán mayor cosa ni la intención de voto a favor de Morena empeorará frente a los de su menguada oposición. Y, sin embargo, la tormenta que se ha desatado muestra el imposible balance entre una agenda progresista y de derechos humanos con una que se echa a los brazos de los militares.
Que López Obrador haya conseguido hasta ahora mantener un milagroso equilibrio habla de una capacidad política personal que alcanza a compensar la evidente incompatibilidad entre lo que es agua y aceite. La pregunta es qué pasará cuando él deje de hacer ese trabajo de prestidigitación y su sucesor enfrente la dura tarea de impulsar un programa encaminado a la justicia social en un contexto de generales “empoderados” en tantas áreas de la vida pública. Si a López Obrador le está provocando olas, al que sigue podría generarle tsunamis.
Examinemos primero lo de la tormenta, luego sus consecuencias.
Ya desde que se presentó el informe de la comisión investigadora del caso de los estudiantes desaparecidos, el testado de casi un tercio del documento original reveló que existía un estira y afloja entre distintos niveles del poder, sobre la manera de proceder a partir de la investigación. La lectura del documento resultaba anticlimática frente a las durísimas conclusiones del subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas, particularmente en contra de los militares; algo imposible de detectar en el expediente velado.
Los distintos pareceres se puso en evidencia con la filtración del documento original, destapado ilegalmente, cosa que solo pudo hacer alguna de las oficinas involucradas (Gobernación, Fiscalía General de la República, Palacio Nacional, Juzgados actuantes). Por lo demás eran obvias las diferencias entre el Fiscal General, Alejandro Gertz y el fiscal especial de esta comisión, Omar Gómez: en el apresuramiento del primero para detener a Murillo Karam, a pesar de que el segundo insistía en documentar mejor el expediente de cargo; luego cuando la Fiscalía General de la República (FGR) desechó ordenes de aprehensión en contra de 21 de los presuntos responsables, entre ellos 16 militares, contra la opinión de los miembros de la comisión; también en el retiro por parte de la FGR de trece elementos que trabajaban en la Unidad de Investigación Especial, dejándola sin músculo; finalmente en la renuncia del fiscal especial, Omar Gómez.
En resumen, la FGR operó para debilitar a la fiscalía especial que produjo un documento que evidentemente resultó incómodo en las altas esferas del poder. “Hay muchas presiones”, dijo el presidente hace unos días y solo podemos concluir que esas presiones proceden de dos lados. Por uno, de los padres de familia y los muchos que exigen que se haga justicia, entre ellos los participantes en la comisión, encabezados por Alejandro Encinas y el propio fiscal especial Omar Gómez.
Por otro, los militares claramente irritados por la detención de varios oficiales, entre ellos un general, acusados entre otras cosas del asesinato brutal de seis de los estudiantes. Dos fuerzas encontradas pero de capacidad claramente muy distinta porque solo una está ganando, la de los militares. La renuncia de Omar Gómez y el debilitamiento de la Comisión Investigadora; la cancelación de órdenes de aprehensión; el trato preferente, que algunos describen como irregular, que recibe el general detenido, dejan en claro de donde proceden las presiones que verdaderamente cuentan.
La tormenta apenas comienza, porque la rudeza de la FGR hace trizas la aspiración y compromiso del presidente de hacer justicia a las víctimas y a sus familiares. Podría ahora convertirse en un frente inesperado para el obradorismo. Aún no está claro qué harán otros elementos que se encuentran cerca y dentro de la Comisión, como el propio subsecretario Alejandro Encinas, súbitamente deslegitimado desde arriba, o el respetado Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, pues sus reacciones podrían enrarecer aún mas el enturbiado ambiente.
Con todo, insisto, no es un tema que pueda sacudir el firme liderazgo que ejerce López Obrador en la escena pública. Constituirá una piedra incómoda en el camino hacia la consulta que el presidente realizará en enero, pues desea un espaldarazo popular a favor de la militarización de la seguridad pública. Algo que sin duda va a conseguir, pese a todo.
Sin embargo, me parece que el encontronazo entre estas dos aspiraciones permite intuir las fracturas que generará la mezcla imposible que López Obrador persigue para el futuro del país. Incluso asumiendo que haya llegado el momento de institucionalizar la participación del ejército en la seguridad pública, algo que de facto estamos haciendo desde hace varios sexenios, tendríamos que estar discutiendo sobre la mejor manera de hacerlo sin poner en riesgo a ciudadanos e instituciones frente al poder de los generales.
La crisis del informe de Ayotzinapa está mostrando la resistencia de los militares para responder a procesos judiciales a los que estamos sujetos el resto de los mexicanos y la capacidad de presión de la que son capaces. No se trata de satanizarlos, pero sí de entender que son instituciones que tienen una lógica propia y que el enorme poder que pueden alcanzar los convierte, incluso por inercia, en un factor de riesgo.
La historia política es en cierta forma la historia de la manera en que las sociedades han buscado subordinar a los que detentan el monopolio de la violencia y la capacidad de fuego. Durante el siglo XIX, la Revolución y la posrevolución México vivió convulsionado por los que ejercían esa capacidad de fuego por fuera de los procesos institucionales.
La estabilidad política de la que gozamos desde hace ochenta años deriva en gran medida de la habilidad de los gobiernos para encuadrar a los generales en un orden civil. Por razones circunstanciales, los militares se convirtieron en los compañeros de viaje privilegiados del gobierno de la 4T. Pero lo que era un principio táctico, por alguna razón el presidente decidió convertirlo en un orden estratégico e irreversible.
Está a la vista la capacidad política de AMLO para “vender” a los sectores progresistas un maridaje con un aliado insospechado. No deja de sorprenderme la confianza de muchos miembros de la izquierda para entregarse ciegamente a la extraña visión del presidente, sobre este punto. Derechos humanos, justicia social, ruptura con el status quo, no son reivindicaciones que empaticen con el ejército como institución. Lo vimos cuando se intentó hacer un reconocimiento a las víctimas de la guerra sucia o ahora con el caso de Ayotzinapa. El presidente le está dejando a su sucesor una contradicción imposible de resolver y de alcances explosivos. @jorgezepedap
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