Pareja en papel
Nos hemos leído todo el tiempo, incluso antes de conocernos. Releemos en silencio los mejores párrafos y hemos editado con inmensa comodidad los pasajes más horribles de nuestra historia
Este necio afán de leerte de lejos. Cada amanecer en sueño y la madrugada susurra insomnio. Habiéndolo saludado al salir de la casa, el portero se aparece en la página 62 de un libro de Samantha Schweblin que se lleva en las manos un joven que compra a nombre de su abuelo y en el siguiente párrafo de Joseph Conrad leo nítidamente el rostro de una anciana que se queda mirando en el escaparate el álbum de su propia vida. En aquel estante sigue floreciendo toda la selva de Gabo y si viviera Lichi, no estaría envuelto en sus crónicas que se asoman entre los lomos de unos volúmenes gastados; deambula libremente don Carlos Dickens y se cruza en ángulo recto con Sir Benito Pérez Galdós y llueven las risas de los niños con libros de imágenes que saltan de las páginas en tercera dimensión y van hilando todas las tramas de los libros que habitan mi librería… y nadie entiende ya que seamos pareja en papel.
Nos hemos leído todo el tiempo, incluso antes de conocernos. Releemos en silencio los mejores párrafos y hemos editado con inmensa comodidad los pasajes más horribles de nuestra historia. De memoria nos sabemos los momentos callados, la lluvia y una calle empedrada de madrugada; por si lo olvidas, allí queda el sabor del café. Somos papeles en papel plegado de páginas dobladas como origami de palomas y somos el recuerdo intacto del verso que se quedaba colgando en un acantilado blanco; somos el poema entero que alguien intentó cantar en un manicomio y la novela interminable de los dos que se vuelven uno en cuanto se volvieron tres y luego, cuatro. Plurales en singular, nos leemos de memoria en el espejo y la tercera persona del singular se esfuma en tinta en cuanto las yemas de los dedos se acarician como labios.
Llueve sin llover en la librería donde nadie me informó que se aparecen los personajes de todos los libros para pedir sus propios títulos: la Lolita que piensa huir hoy mismo de Madrid con el hombre maduro que parece Belmondo y la señora de gafas anchas que se cree Jackie o Callas con una pamela de papel sobre el pelo recogido que se ondula en esdrújulas al subir el volumen de sus comentarios literarios en busca de “un escritor que me hable de personajes que se describen a lo largo de las páginas” y el anciano, tipo Bukowsky, que cumple hoy mismo cien años de soledades empastadas en a piel ajada, moteada de lunares, que son las mismas manchas que dejan las nubes con sus sombras sobre la acera, al filo de la librería donde unas manchas de café sostienen las traducciones del inglés y el italiano, las claves de los catálogos y los albaranes de tantas y tantas cajas de libros que contienen todos a una la increíble historia de un amor intangible donde te leo de lejos.
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