Los estudiantes del IPN se rebelan frente a la corrupción, la escasez de recursos y el acoso
Varios centros de la Ciudad de México se han declarado en paro hasta que se resuelvan sus peticiones. Su director, Arturo Reyes Sandoval, se reunió el pasado miércoles con López Obrador
El auditorio de la Escuela Superior de Ingeniería Mecánica y Eléctrica (ESIME) de Zacatenco, al norte de la Ciudad de México, está lleno. En el interior de este centro, perteneciente al Instituto Politécnico Nacional (IPN), se celebra una asamblea. Los estudiantes debaten a voz en grito si van o no a una huelga para exigir mejores condiciones educativas a la dirección. En las dos últimas semanas, otros 13 centros del IPN han declarado ya el cese de actividad hasta nuevo aviso, de un total de 51 sedes y 188.000 alumnos para educación media y superior que están repartidos por la Ciudad de México.
Entre la gente agolpada al exterior del auditorio se pasea Uriel, alumno también de la escuela. Se acerca a sus compañeros y con mucha timidez les pregunta: “¿Galleta?”. En las manos lleva una caja de galletas con pepitas de chocolate que vende a 10 pesos la unidad. Sus horarios de clases le impiden tener un trabajo formal y, para ayudar a su familia a pagar los gastos de su educación, vende galletas. Pero tiene que hacerlo con cierto sigilo: en el centro no está permitida la venta de ningún tipo de producto. Así que camina con disimulo y siempre pendiente de los guardias.
Mientras Uriel vende sus galletas, la asamblea suena de fondo. En ella los alumnos se quejan precisamente de la falta de ayudas a los estudiantes con menos recursos, que acaban dejando los estudios ante la imposibilidad de compatibilizar un trabajo con horarios imposibles. Los líderes de la protesta se suben al estrado y, micrófono en mano, se lamentan de que solo haya cafeterías privadas con precios fuera del alcance de muchos. También se quejan de la presunta corrupción, de las malas condiciones en las que está el centro y de los profesores a los que hay que pagar para que te aprueben.
En otra de las sedes del IPN, en el ESIME de Zacatenco, también hay reunión de alumnos para decidir el futuro de la escuela. Allí, las creadoras del Colectivo Justicia, estudiantes del centro, han atado un cordel entre dos columnas y han dejado sobre la mesa unos papeles y un bolígrafo. Quieren que la gente, de forma anónima, deje testimonio si en algún momento han sufrido acoso en el centro.
Y los papeles se empiezan a acumular. En ellos se pueden leer acusaciones tales como que un profesor “acosa por mensaje a sus alumnas”, una profesora “hace trabajar a sus alumnos en empresas piramidales donde solo ella es beneficiada”, o que otro profesor “hace comentarios sexualizando tu vestimenta, prohibiendo la entrada a clases si traes falda, short o escote”. Así hasta que ya no queda espacio en los tres metros de cuerda.
Después de celebrar sus respectivas asambleas, el ESIME de Zacatenco y el de Azcapotzalco deciden convocar un parón de actividad hasta que se resuelvan y den atención a sus pliegos petitorios, en donde los alumnos han expuesto los problemas del centro y las soluciones que creen convenientes.
El problema ha adquirido tal escala que Arturo Reyes Sandoval, el director del IPN, se reunió en el Palacio Nacional con Andrés Manuel López Obrador, el presidente de México. A la salida, Reyes aseguró que están “trabajando muy bien para atender y escuchar a todos los estudiantes en todas las escuelas”, según informó el diario La Jornada. Este mismo periódico también ha reportado en los últimos días marchas, bloqueos de carreteras y otras acciones de protesta por parte de los estudiantes de las distintas sedes.
No todos los alumnos están de acuerdo con convocar un paro y dejar de ir a clase. Héctor está con sus amigos en el exterior del auditorio, escuchando en directo a través de la red social Facebook lo que se discute dentro. Dice que está aquí para enterarse de lo que pasa, pero que está cansado de las protestas. Es su cuarto año de ingeniería mecánica y ha vivido ya muchos paros como el que se quiere convocar. Según él, no sirven para nada y encima, aunque se suspendan las clases, “el curso sigue corriendo y no hay modo, luego suspendemos”.
“La próxima semana tenemos un examen. Si cancelan las clases y no podemos hacerlo, nos lo van a poner nada más volver y luego se nos junta todo y reprobamos”, cuenta Héctor. Sus amigos asienten al unísono. Son conscientes de las muchas cosas que están mal en el IPN, pero han dejado de pensar que se puedan conseguir cambios radicales con esos paros.
Aunque la venta de cualquier tipo de producto en el recinto de la escuela está prohibido, hasta hace poco esta norma no se aplicaba: muchos alumnos necesitaban ese dinero extra para ayudar en casa. Sin embargo, desde que volvieron a clase tras la pandemia, la policía del campus ya no permite esta práctica y muchos estudiantes han dejado de vender por miedo a las sanciones. Al preguntarles por el futuro de estos compañeros, todos dicen conocer a alguien que se ha visto obligado a dejar los estudios por falta de recursos para seguir acudiendo al centro.
Otros, como Uriel, tratan de seguir vendiendo galletas, aunque sea a escondidas. Le encantaría trabajar, pero tiene el horario partido y no le queda otra opción. Su primera clase es a las siete de la mañana y la última a las siete de la tarde. Esas 12 horas llenas de huecos libres le impiden aprovechar el tiempo. No puede ni volver a casa (está demasiado lejos) ni, lo que más le gustaría, trabajar y ayudar a su familia.
—¿Y con la venta de galletas te da para algo?
—Sí, pues no mucho, pero al menos me da para el transporte y para comprarme algo de comida por aquí a veces.
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